Los chicos siguen bailando. Jake Shears

Los chicos siguen bailando - Jake Shears


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aire estaba demasiado quieto. Aminoré la marcha y doblé la esquina; no estaba preparado para la revelación de violencia que iba a presenciar. Clyde, nuestro springer spaniel, había conseguido entrar en la jaula de algún modo y ahora estaba sentado, gruñéndome. La sangre fresca caía por sus dientes. Las dos pequeñas patas traseras de Oreo estaban completamente separadas en el aire, como si estuvieran a punto de realizar una festiva patada alta de competición.

      Grité como si fuera un globo que lentamente se deshinchaba, daba vueltas con las manos alzadas y corrí colina abajo, cegado por el pánico, hasta que tropecé con una piedra que me hizo salir por los aires. Caí de forma abrupta y me rasguñé la barbilla. Mi madre, maquillada ya como un payaso, intentó consolarme mientras me quitaba la gravilla de las palmas de las manos y lloraba.

      No podría actuar, pensé. ¿Cómo podría subirme al escenario en semejante estado de duelo? «Simplemente tienes que esperar a que acabe la actuación para pensar en ello», me dijo mi madre mientras me secaba la cara con una toalla caliente. «Vamos al coche, ¿de acuerdo?». Intenté controlarme durante el trayecto de seis millas al pueblo, pero no estaba seguro de que pudiera enfrentarme al público. ¿Y si me ponía a llorar en el escenario? Iba a tener mi cabeza en dos lugares al mismo tiempo, entre la fantasía de licra y pelo y las entrañas de un conejo.

      Acabé haciendo el número del saxofón con los ojos rojos y la cara hinchada por las lágrimas. Pero el número salió bien. De todas formas, el público nos iba a olvidar a Tom y a mí tan pronto como vieran ese montón de terroríficas madres-payaso. Cuando aparecieron, bañando al público en confeti, a mi madre se le quedó un gran trozo entre las muelas. Detrás del escenario, las otras mujeres-payaso la rodearon y le apuntaban con una linterna, su cabeza reclinada hacia atrás con la boca abierta tanto como le era posible, emulando un grito congelado de payaso. Todas ellas se convirtieron en una única bestia pintada con maquillaje de teatro mientras cacareaban y empujaban con unas pinzas, hasta que lograron sacar la deslumbrante pieza con aires de triunfo.

      Cuando regresamos a casa, me permití el suficiente espacio para sentirme mal por mi mascota devorada. Pero también me sentí realizado por haber sido capaz de salir al escenario de todos modos, sacando fuerzas de donde no tenía, haciéndole creer a la gente que estaba bailando alegremente. El público estaba allí para que se le entretuviera. A nadie le importaba que yo estuviera teniendo un mal día, y era mi trabajo no dejarles ver lo que estaba ocurriendo. Todo lo que presenciaron fue un número de baile bastante malo, y eso estaba bien.

      * * *

      Este episodio de violencia entre mascotas no fue el único responsable de introducirme en el mundo real; ahora tenía toda una exposición interactiva sobre el océano en el patio delantero de mi casa. En verano, cuando atardecía, trepaba por la península decolorada de maderas arrastradas que se había formado por la corriente y desde ahí veía cómo nadaban las ballenas. Me parecía surrealista cuando las orcas saltaban, lanzando agua y cayendo sobre uno de sus lados, a veces tan cerca de donde me encontraba que incluso me sobresaltaban. Golpeaba con un palo los charcos de pleamar, fascinantes y repletos de anémonas y mejillones, criaturas extrañas que eran desenterradas por la marea que se alejaba. Siempre he tenido un miedo irracional a los animales sin columna vertebral. Desafortunadamente para mí, la isla también era el hogar de babosas banana que podían crecer hasta los treinta centímetros.

      Tan pronto como los demás niños se enteraron de mi fobia por las babosas, empezaron a perseguirme por la playa, arrojándomelas, riéndose de mis gritos de niña. Algunas mañanas corría hacia la cocina y sufría un colapso tras haber abierto las persianas: a las gigantescas babosas les gustaba trepar hasta la ventana de mi habitación, como si pidieran que por favor las dejara entrar. Mi padre, desayunando en la mesa, fruncía el ceño, enfadado por los niveles que alcazaba mi histeria.

      Tenía un nuevo amigo llamado Ryan Smith, al que parecían no preocuparle mis propensiones remilgadas y femeninas. Era un niño amable y nos habíamos hecho amigos el primer día que pasé a cuarto. Divertido y con ganas de estar siempre al aire libre, era el segundo hijo más joven de una familia católica y tranquila que tenía un huerto de manzanos y vivía en una cabaña de troncos que habían construido ellos mismos. Preparábamos concursos de talento en verano y salíamos a patinar por el lago en invierno, cuando se congelaba. Ellos producían sidra, tenían un perro y no veían la televisión, excepto quizá alguna vieja película durante los fines de semana en su titilante VCR.

      Pasar la noche del sábado podía resultar peligroso. Al final acababa siendo arrastrado a misa a la mañana siguiente, un ejercicio de profundo aburrimiento. A veces deseaba participar en la comunión porque así por lo menos podría comer algo. El padre O’Neill compensaba estos domingos aburridos con su ecléctica colección de vídeos para toda la familia, que tenía en su casa, que estaba al lado de la iglesia. Casi todo era material de los sesenta y los setenta. Recibí mi primera gran educación en vídeo gracias a esas cintas. Ryan y yo íbamos y veíamos cómo Vincent Price caminaba afeminadamente en The abominable Dr. Phibes o cómo Madeline Khan sobreactuaba en What’s up, doc?

      Cuando estábamos en mi casa, Ryan y yo nos convertíamos en fanáticos de los videojuegos, y nos quedábamos toda la noche despiertos, con los ojos vidriosos y abiertos como platos, mirando los enormes píxeles de mi nueva Nintendo, que me habían regalado por mi octavo cumpleaños. A veces también jugábamos con mi colección de muñecos He-Man, pero sabíamos que nos estábamos haciendo demasiado mayores para esos juegos: ya no era guay jugar a ser.

      Yo ya no era un niño pequeño. Impaciente, deseaba experimentar la cultura con temas mucho más maduros. Quería ir al cine, y me daba igual lo que se estuviera proyectando. Cada viernes, cuando conducíamos por la calle principal, pegaba mi nariz a la ventanilla del coche e intentaba averiguar qué ponía en la marquesina descolorida del cine. Pegaban una impresión hecha desde un ordenador, con el título y los dos pases de la película, tras un cristal rayado de plexiglás.

      Me convertí en un fanático del cine. En sexto, mientras abandonaba el cine, la madre de uno de mis compañeros me vio y se acercó con mirada curiosa. «Es extraño verte salir de Delitos y faltas», me dijo.

      También me preocupé por conseguir libros más jugosos. Mi hermana Sheryl se había dejado por ahí una copia de bolsillo del Tommyknockers, de Stephen King. Yo lo escondí detrás del sofá de la sala de estar y lo leía durante horas, poseído por su terrorífica imaginería. También había aprendido a ser precavido: una niña de mi clase me había pillado leyendo If there be thorns, de V.C. Andrews, en la biblioteca escolar. Lo agarró y me lo quitó de las manos, luego se giró hacia sus amigas y afirmó con cierto disgusto: «¡Oh, Dios mío, es un jodido gay!».

      [6] Vestido típico de Hawái. (N. del T.)

      [7] Laca para el cabello, producto cosmético. (N. del T.)

      [8] Las películas clasificadas R en Estados Unidos no permiten el acceso a los menores de 17 años si no van acompañados de un adulto. (N. del T.)

      3

      Mis nuevos y exigentes gustos se saciaban cuando mis padres se iban de la isla. A menudo


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