Los chicos siguen bailando. Jake Shears

Los chicos siguen bailando - Jake Shears


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encogerte y dejarte sobre una de las estanterías de mi dormitorio», me respondió. Intercambiamos los números de teléfono y empezamos a llamarnos. Su nombre real era Mary Hanlon.

      Mary y yo empezamos a hablar todos los días. Le contaba qué tal me había ido en el instituto y ella me entretenía con sus indiferentes aventuras con sus amigos del instituto, con los que todavía salía por ahí. Sus historias podían ser mundanas, pero las contaba con un lacónico y seco sentido del humor. Tenía veintiún años y no había ido a la universidad, sino que trabajaba en un empleo de nueve a cinco, que solía mantener en secreto. Después de algunas semanas hablando, decidimos conocernos en persona. Ella vivía a una hora de distancia, más o menos, pero arreglamos una especie de cita en un restaurante italiano llamado Fuzi.

      —Hay algo que no te he dicho sobre mí —dijo el día antes de que quedáramos. Parecía nerviosa. —Y, de verdad, si no quieres que quedemos, lo entenderé perfectamente.

      —¿Acabas de salir de la cárcel? —No podía siquiera imaginar de qué me estaba hablando.

      —No. —Dejó de hablar por un instante—. Soy muy, muy grande. Más bien obesa. No dije nada porque no tenía ni idea de que íbamos a hablar tanto o de que acabaríamos quedando en persona. Pero sí. —Su risa estaba llena de dolor—. Soy una gorda.

      Me sorprendió que pensara que me iba a importar. La diferencia de edad entre nosotros era tan grande que yo sencillamente me sentía halagado de poder estar hablando con ella. Era una mujer adulta e inteligente que había querido quedar conmigo. Mi favorita.

      Íbamos al cine y de restaurantes cada fin de semana, conducíamos por los descampados de las afueras y escuchábamos música alternativa en su coche. A veces, le ponía nerviosa el hecho de salir de casa y de que se burlaran de ella. En las tiendas, en el centro comercial, podía percibir lo incómoda que se sentía en público. Todo el mundo se la quedaba mirando. Las camareras eran maleducadas, los dependientes en las tiendas no nos tomaban en serio —siempre que no nos ignoraran por completo—. Presencié en primera persona lo horrible que podía llegar a ser la gente, y no la culpé por no querer abandonar la seguridad de su hogar.

      Empezamos a asistir a las quedadas donde la gente de The Edge se solía reunir y conocer en persona, en un parque o en la casa de Randy, el que operaba el sistema. Mary y yo sabíamos que éramos tan raros como cualquier otro, pero estábamos asombrados de la extraña combinación de gente que The Edge atraía. Había mujeres sexis, introvertidos antihigiénicos, amas de casa aburridas, maricas adolescentes, fumetas, prostitutas y músicos.

      Randy, que lo llevaba todo desde una sobria habitación, tenía una especie de trabajo diurno y vivía en el centro de Phoenix. Era un chico gay atractivo con una personalidad relajada, y le encantaba que sus “habitantes” se quedaran en su casa toda la noche. Unos cuantos de nosotros nos quedábamos durmiendo en el sofá o en el suelo. Le mentía a Jennifer y le decía que me estaba quedando en casa de un amigo del colegio. Ella quería hablar con la madre de mi “amigo”, así que convencía a alguna de las señoritas que vivían en el garaje de Randy para que llamara a Jennifer y se hiciera pasar por la madre. Siempre funcionaba, pero me ponía nervioso la posibilidad de que me descubriera. Me mantenía alejado de la bebida y de las drogas; sabía que complicarían mucho más el asunto si me pillaran.

      Había algo paternal en Randy. Siempre que necesitaba un poco de atención extra, o algún consejo al final de un mal día, él siempre se mostraba dispuesto a hablar. Me sentía seguro a su alrededor, y él no me trataba como a un crío de quince años, sino como a alguien con opiniones e ideas formadas. Me contaba si se había encaprichado de algún tipo o cotilleaba conmigo sobre el drama que se formaba en The Edge. Un par de años más tarde, cuando intenté dar con él para saludarle, descubrí que estaba en prisión. Parece ser que lo habían pillado teniendo sexo con menores. No me enteré de los detalles de la historia, pero me hizo sentir dolido y traicionado. Me había parecido un buen tío y un buen amigo. El regusto ácido vino acompañado con alivio. Hubo tantísimas situaciones y tantísimas noches en las que podría haberse aprovechado de mí…

      * * *

      Finalmente entré a Preston’s, el bar gay en Phoenix del que Atticus había estado hablando entusiasmadamente durante meses. Era horrible y delicioso a la vez, un affaire de cobre y cristal con una pista de baile kitsch sobre la que moverse. Mary conducía hasta allí, pero a veces se sentía tan cansada que se quedaba durmiendo en el coche mientras yo bailaba. Después quedábamos en el aparcamiento y escuchábamos los radiocasetes tuneados de los coches. Descubrí un montón de música nueva gracias a los chavales fiesteros que había allí, con sus peinados engominados y sus elaborados zapatos.

      Es un milagro que nunca me metiera en líos. Los tipos mayores se me acercaban, me gritaban por mis cinturones bondage y me preguntaban: «¿Qué es esto? ¿De qué va todo este rollo?». Yo me llevaba unos mechones de mi flequillo verde por detrás de la oreja y sonreía. Siempre de forma educada, conseguía dirigirme hacia un lugar más seguro. Algunas mañanas de domingo abría los ojos y descubría a algunos conocidos fumando en pipas de agua, intentando mantenerse lo suficientemente despiertos como para poder llevarme a casa. Nunca probé ninguna de esas drogas, nunca abusaron de mí. Pero, aparte de Mary, este no era el tipo de gente que a ninguna madre le gustaría para su hijo.

      * * *

      Compensaba mis fines de semana secretos en Phoenix con mis reuniones con el grupo cristiano Young Life, que tenían lugar los miércoles. Las reuniones se celebraban en unas salas de estar de ambiente familiar, donde cantábamos canciones sobre Jesús mientras Desi, el pastor, tocaba la guitarra. No me vestía de forma tan extravagante en Young Life. Era un lugar donde, aunque solo por un par de horas, me gustaba sentirme integrado. A las reuniones acudían unos treinta chavales de diferentes institutos. Irónicamente, me sentía aceptado allí. Una noche, salí del armario con unos de los ayudantes del pastor en un Taco Bell mientras bebíamos unos refrescos. Él parecía confuso y no dijo mucho. En los meses siguientes, la calidez que sentía antaño se convirtió en distancia, y nunca volvimos a hablar del tema el uno con el otro. Me dolió.

      Pensaba que había tenido éxito en controlar todos los aspectos de mi vida que se tambaleaban. Pero era el descuido, principalmente, la mayor amenaza para que todo se descubriera. La independencia me había convertido en alguien arrogante. Mi madre vino a visitarnos un fin de semana. La llevé a Mill Avenue a dar un paseo con Randy y con otros de The Edge: ese chico adolescente, Fro-baby, el extraño compañero de habitación de Randy, que parecía Buffalo Bill, y una chica, que no dejó de decir que se sentía mareada y que pensaba que podría estar embarazada. Cuando llegamos a casa, mi madre estaba realmente conmocionada.

      —Jason, ¿quién es toda esa gente? —Se pasó las manos por su pelo rubio, algo que solía hacer cuando estaba nerviosa—. ¿De qué los conoces?

      —Solo son amigos que he conocido por ahí.

      —Son simpáticos, pero… —Me mostró una mueca dolida—. ¿Por qué sales con ellos? Hay algo… —“Gay” era la palabra que no conseguía decir.

      —Son gente amable, mamá. Salgo con todo tipo de gente.

      —Que salgas con todo tipo de gente está bien. —Se puso la mano sobre la frente—. Jennifer ha encontrado un paquete de cigarrillos en tu… bolso. —Pronunció “cigarrillos” escupiendo cada una de las consonantes. Se miró las rodillas por un momento, después levantó un dedo y con él dio un golpe en el aire—. Si crees por un instante que vas a salirte con la tuya de la misma forma que tus hermanas lo hicieron, ya te puedes ir preparando, amigo. —Ella podía sentir que yo me había deslizado ya fuera de su alcance—. ¡Tienes quince años! Y eres mi hijo. ¿Y estás fumando?

      Se cruzó de brazos y movió la cabeza; me miró como si fuera alguien a quien no reconocía. Me hizo odiarme a mí mismo. La última cosa que quería era hacerle daño a mi madre. Sí, había empezado a fumar, pero ¿de verdad había hecho algo tan malo? Hasta donde yo creía, había sido muy responsable. Ella se mostró tranquila cuando se marchó


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