Historia de la ópera. Roger Alier
frivolización cultural que se hace sentir en estos años de transición del siglo XX al XXI. Se banalizan los componentes del género, se vacían de contenidos los estudios, se minimiza la seriedad de la crítica musical, se jalean avances aparentes que no tienen solidez alguna, se pierde la profundidad y el valor de la información que se difunde, cada vez más mayoritariamente, a través de los mass media. Cualquier espectáculo llamativo es saludado como un nuevo capítulo de la historia del género, como si cuatrocientos años de historia fueran a modificarse por un hecho puntual y transitorio.
Otro factor preocupante es el nuevo enfoque teatral de algunos realizadores astutos, que minimiza la presencia de la música: algunos actúan de un modo que hace pensar que la música es «aburrida»: se llevan a cabo escenificaciones de las oberturas, se falsean los contenidos argumentales para demostrar la agudeza teatral o política del realizador, se llenan de personajes adventicios las escenas más importantes de un drama musical que merecería más atención del público y que no se le distrajera de lo esencial. Algunos de estos realizadores se jactan incluso de desconocer la obra cuya puesta en escena están llevando a cabo (!); otros utilizan la tecnología audiovisual propia de otros campos para «renovar» las óperas del pasado.
No todo es negativo en este nuevo camino emprendido por la parte visual de la ópera, pues genera polémicas y despierta el interés por el género incluso en personas que no se habrían aproximado al mismo. Pero no hay que confundir lo esencial con lo transitorio, y mucho menos considerar que cualquier idea teatral va a renovar la ópera.
Tarea inútil, porque la ópera se ha ido renovando sola. No hay más que observar una fotografía de una representación de Aida en 1910 y otra de 1980 para observar como por sí solo, el concepto operístico, escenográfico, de vestuario y de actuación ha variado por sí mismo, sin necesitar de esos empujones tal vez bienintencionados, de los renovadores a ultranza.
Algunos artistas se apuntan rápidamente a este clima de superficialización de contenidos: interesa más ser famoso que artista verdaderamente sólido.
No hay que arredrarse: si la ópera ha resistido cuatro siglos de cambios y alteraciones, también resistirá a los que se apuntan a ella como medio para sus especulaciones personales. No es un fenómeno puramente circunstancial, sino un problema de estos años, que es de esperar que se disipará convenientemente con la entrada en una nueva fase —¡una más!— del largo camino de estos más de 400 años de existencia.
I. LOS PRIMEROS PASOS DE LA ÓPERA
I. EL TEATRO MUSICAL DEL RENACIMIENTO
Aunque el proceso sería muy largo, de hecho la ópera, como espectáculo profano de la nobleza, se fue gestando a lo largo del Renacimiento, y su aparición, en el fondo, no fue sino consecuencia del nuevo enfoque que se daba a la música de entretenimiento cortesano, apartado de toda pleitesía del mundo de la religión que había estado obsesivamente presente en los siglos medievales.
El hombre nuevo del Renacimiento gustaba de los juegos y entretenimientos totalmente profanos. Éstos, al principio, tenían formas musicales procedentes del mundo de la música eclesiástica: la polifonía, la costumbre, tan fuertemente arraigada, de cantar a varias voces, para obtener un efecto armónico de conjunto en el que la melodía tenía todavía una presencia más bien escasa y ocasional. Lo que se valoraba en la música de estos tiempos era el efecto auditivo creado por la superposición de las distintas melodías integradas en el conjunto, y aunque en el siglo XVI ya empiezan a percibirse corrientes de valoración especial del efecto melódico, tardaría todavía mucho tiempo en lograrse su independización y la eliminación de la música de carácter polifónico.
En las cortes italianas del Renacimiento, era frecuente celebrar fiestas que incluían la danza y el canto, y con éste se pretendía narrar alguna historia de tema mitológico o pastoril, siempre con un contenido amoroso que le diera una mayor consistencia. En los primeros tiempos de esa nueva civilización renacentista italiana, los espectáculos más apreciados eran los trionfi, es decir, las fiestas que se organizaban en torno a un personaje importante de la milicia o de la nobleza cuando realizaba su entrada en alguna ciudad. Estas fiestas, que tenían un destacado componente escenográfico (arquitectura efímera, sólo destinada a la fiesta) dieron paso más tarde a las celebraciones cortesanas de aniversarios, onomásticas y otras ocasiones festivas, en las que con frecuencia se intercalaban representaciones de obras sacadas de la literatura clásica grecolatina, siempre con música, y calificadas a veces de intermedii. El carácter mixto de esas representaciones, especialmente numerosas en las pequeñas cortes italianas de este período, las mantiene alejadas todavía de lo que después sería el espectáculo de la ópera.
Uno de los personajes más importantes de la commedia dell’arte es Pantalone. En la mayoría de las obras la acción empieza con su entrada en el escenario.
En el siglo XVI, por otra parte, la forma musical cortesana por excelencia era el madrigal, pieza poética cantada —usualmente a cuatro o cinco voces— por los propios cortesanos, que unían sus voces de modo colectivo para causar un bello efecto de conjunto. No era el menor de sus atractivos el ser una recitación de un texto poético de valor literario reconocido.
El carácter crecientemente descriptivo del madrigal fue sugiriendo a los distintos compositores que lo trataron la posibilidad de teatralizar los sentimientos y las ideas de esos textos, con frecuencia concebidos en la forma de un diálogo amoroso o satírico, y esto contribuyó a reforzar la tendencia que se hizo notar, hacia fines del siglo XVI, de componer piezas narrativas madrigalescas que acabaron adquiriendo una forma teatral cada vez más clara. Aparecieron así, en los últimos decenios del mencionado siglo, una serie de obras denominadas «comedias armónicas» en las que una serie de madrigales y episodios narrativos a varias voces explicaban una acción teatral que podía desarrollarse a la vista de unos espectadores, apoyándose sobre todo en la tradicional forma teatral de la antigua commedia dell’arte, muy viva en la Italia renacentista.
Si hoy escuchamos una de estas «comedias armónicas» percibiremos que cada personaje se expresaba a través de dos o más voces que cantaban conjuntamente. Esto, que para nuestras generaciones, habituadas a la individualidad de cada actor, resulta casi incomprensible, era la consecuencia de una larguísima tradición musical polifónica, en la que lo que no se concebía todavía era la presencia de voces individuales en un plano prominente, individualizado. Todavía hoy, cuando en mis cursos universitarios hago que los asistentes escuchen algunas de estas escenas teatrales, tengo que insistir especialmente en el concepto «colectivo» de la música vocal de esta época, totalmente ajeno a cualquier interpretación melódica individual, aunque ya empiece a percibirse en algunos momentos de la obra una tendencia hacia esta solución teatral que pronto tendría plena vigencia.
De estas «comedias armónicas» han quedado algunos ejemplos de compositores como Orazio Vecchi (1550-1605), autor de la titulada L’Amfiparnaso (1600), o las de Adriano Banchieri (1567-1634), autor de varias obras conservadas, entre las cuales merece ser citada la titulada La pazzia senile (1594), modelo en su género.
Pero era evidente que la polifonía no era un tipo de música adecuado para el teatro, aun a pesar de que se cantasen madrigales de aspecto narrativo o amoroso en escena. La misma estructura de este tipo de música, en la que cada parte es independiente pero a la vez totalmente sujeta a las evoluciones de las demás, no permitía una verdadera acción dramática (a pesar de que probablemente se intercalaban las usuales parrafadas habladas, totalmente improvisadas por los comediantes). El movimiento escénico era incompatible con la fina textura de la polifonía y ésta era, por lo tanto, un obstáculo al verdadero desarrollo de un teatro musical. Cuando se descubrió, como veremos más adelante, que la polifonía nunca había sido conocida en el mundo