Historia de la ópera. Roger Alier
modesta.
Los diferentes pisos donde se hallaban los palcos permitían diferenciar nítidamente los niveles sociales de sus ocupantes. Los pisos más bajos, y el primero, especialmente, tenían palcos más caros y espaciosos y eran alquilados por las familias más poderosas de la ciudad (de hecho estaban «obligados» a alquilarlos por su categoría social), por los grandes diplomáticos y demás gente de alcurnia. En los pisos más altos se establecían los comerciantes enriquecidos y las familias de la clase media; arriba de todo había espacios para la población sencilla, que si carecía de asiento podía también agenciarse una «entrada de paseo» que le daba acceso al local sin puesto fijo: este tipo de público solía permanecer de pie (equivalente al antiguo espacio fangoso de la plaza pública). En la parte más cercana al escenario, con el tiempo se fueron colocando algunos bancos por si la gente del patio quería seguir el espectáculo con más atención, pero era una minoría; no sería hasta bien entrado el siglo XIX que las plateas se convertirían en vastos espacios con butacas para un público más interesado por la ópera; en el XVII y XVIII la mayor parte prefería hablar, moverse, saludar a parientes o amigos o incluso tratar de encontrar cobijo en alguno de los palcos de algún conocido. Ruidosos como eran muchos italianos, podemos imaginarnos el rumor que llenaba la sala (Stendhal lo comenta todavía a principios del siglo XIX en Nápoles) y que solo se acallaba cuando llegaba el momento en que la «prima donna» o el «primo castrato» se aprestaban a cantar algunas de sus arias refulgentes con toda clase de complejas vocalidades ornamentales o de las exhibiciones de fiato. El público, que había oído aquella ópera varias veces en la temporada, sabía perfectamente cuándo llegaban los momentos que todavía valía la pena escuchar, sobre todo porque estaba establecido que los grandes cantantes hicieran variaciones cada día sobre las ideas melódicas del aria. Así, pues, el público no oía necesariamente cada día la misma música, y cuando habían artistas de gran nivel valía más la pena acudir al teatro, porque se oirían maravillas «distintas» cada día, aunque la ópera fuera la misma. Éste era el desideratum de un cantante: que sus intervenciones fuesen escuchadas con un silencio religioso propio de los grandes momentos del arte lírico: así lograban que el empresario tomara buena nota de lo fantástico que era el cantante, y de que valía la pena volverlo a contratar, mejorándole el salario, pero también era útil para que se enterasen esos envidiosos rivales que estaban intentando segarle la hierba bajo los pies y tratando de sobrepasar su mismo nivel artístico —y de sueldo.
Pero por lo común, y dadas las circunstancias ya expuestas, el público no asistía a los espectáculos con la seriedad y el recogimiento con que se hace hoy en día. El teatro, además estaba iluminado durante toda la función, ya que apagar o encender las velas o las lámparas de aceite del local habría sido un proceso demasiado complicado. El público se sentaba en los palcos a ratos, y en otros se reunía en amigable conversación en los antepalcos, donde también se podían recibir visitas, merendar o incluso cenar, mantener relaciones sociales, de negocios, políticas —incluso amorosas, en ocasiones— y, de paso, escuchar a las gargantas privilegiadas de cuyas proezas toda la ciudad se haría eco en los días siguientes.
VI. LA ESCUELA VENECIANA DE ÓPERA
El arraigo de la ópera en Venecia y la influencia que su público ejerció sobre el espectáculo determinó el nacimiento de una escuela autóctona de creación operística con sus características propias. Éstas se pueden reducir, en esencia, a las exigencias del público veneciano de la época, y que eran:
• Reducción de la importancia de la orquesta, como una forma de disminuir el coste del espectáculo, puesto que el público no manifestaba ningún interés por la parte instrumental de la ópera.
• Desaparición del coro, que no tenía ningún atractivo para el público veneciano y también suponía una reducción de los gastos. Con esto se acabaron de eliminar los residuos polifónicos que hubieran podido quedar en las óperas de los primeros años. Si en alguna ocasión era precisa para la narración escénica que hubiera un coro, se reducía su presencia a la mínima expresión y se hacía cantar en él a todos los miembros de la compañía que no tuviesen que estar en escena en ese momento (incluyendo tal vez a los sastres, las cosedoras, los encargados de cobrar las entradas e incluso alguna vez el libretista y/o el compositor).
• Potenciación gradual de las líneas melódicas vocales, con una pasión especialmente desmedida por las voces agudas: los castrati en primer lugar, sopranos y mezzo-sopranos inmediatamente después, con los tenores en una posición más modesta; los bajos y barítonos ni siquiera estaban todavía diferenciados, de hecho, y su presencia era siempre en un plano muy secundario, aunque era costumbre que incluso ellos tuviesen alguna aria o intervención en solitario.
• Incremento muy notable de la escenografía, que adquiere ahora la grandiosidad típica y la variedad consustanciales con el barroco, con utilización de «máquinas» teatrales complicadas, siendo usual las «transformaciones» (pasar en pocos segundos de un palacio a una cueva, y de ésta a un jardín, por ejemplo).
• Mantenimiento de los argumentos clásicos grecolatinos pero con la cada vez más frecuente inclusión de personajes cómicos originalmente ajenos a la acción (criados y criadas astutos, nodrizas ambiciosas y lascivas, soldados fanfarrones, médicos estúpidos, etc.). Estos personajes añadidos ocupan cada vez mayores escenas en la ópera, lo cual se debe a la exigencia del público modesto, de los pisos altos del teatro, a que las narraciones «clásicas» (i. e., «aburridas») se animaran con la presencia de personajes divertidos. Los empresarios cuidaron mucho de exigir que libretistas y compositores dieran gusto a este público, que también pagaba su entrada y que suponía una aportación de dinero muy importante para la buena marcha de la empresa.
Los libretos gradualmente dejaron de ser apreciados por su contenido literario, aunque en los primeros tiempos de Venecia había todavía autores de calidad, como Gian Francesco Busenello (1598-1659; autor del libreto de L’incoronazione di Poppea, de Monteverdi, y de los de varias óperas de Cavalli); oficialmente se mantiene la denominación de «poeta» para referirse al libretista, y se perpetúa la ficción de valorar la «poesía» del texto, como se mantendrá aún durante todo el siglo XVIII.
• Separación cada vez más marcada de la parte narrativa de la ópera (recitativo, cantado sobre un simple «bajo continuo», formado por un clavecín y un violoncelo) y la parte lírica (arias o, en su caso, dúos), donde aparece normalmente toda la pequeña orquesta.
• Reducción gradual de la estructura del drama de cinco actos a tres.
Lo más curioso es que la primera etapa de esta escuela veneciana incluye la presencia de Claudio Monteverdi, que hacía años había abandonado Mantua para ocupar el cargo de maestro de capilla de la catedral de San Marcos. Cuando empezó la actividad operística pública en la ciudad, el ahora anciano compositor lograría dar todavía sus dos últimas grandes creaciones del género que él mismo había contribuido a crear: Il ritorno di Ulisse in patria (1641) y L’incoronazione di Poppea (1642), en las cuales se muestra adaptado en gran parte a las exigencias teatrales venecianas que se habían impuesto en estos años, aunque siempre se mostró hábil en extremo en la presentación musical de los personajes y haciendo atractiva la narración escénica.
En estas óperas podemos apreciar los cambios que se habían operado en el género, si las comparamos con su antiguo Orfeo de treinta y cinco años antes. Lo primero que notamos es la presencia de los preceptivos personajes cómicos. De acuerdo con el libretista Gian-Francesco Busenello, en L’incoronazione di Poppea, por ejemplo, la historia de Nerón y Poppea se ve animada por las intervenciones cómicas de nada menos que dos nodrizas: la de Nerón y la de Poppea. Esta última, llamada Arnalta, es un personaje con una considerable presencia musical y escénica, con intervenciones muy divertidas.
Podemos apreciar que Monteverdi continúa incluyendo en sus partituras el típico «lamento» que ya había introducido en su perdida Arianna (1608) y que en su última ópera, L’incoronazione di Poppea, adquiere una intensidad especial en el lamento de Ottavia «Addio, Roma».
Monteverdi