Mujercitas. Louisa May Alcott

Mujercitas - Louisa May Alcott


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Meg.

      —Si ella va, yo me quedo, y si yo no voy, Laurie no querrá ir. Además, después de que nos haya invitado a las dos, sería de muy mala educación aparecer con Amy. Pensaba que no le gustaba meterse donde no la llaman —apuntó Jo, irritada ante la perspectiva de tener que vigilar a una niña inquieta cuando lo que quería era pasar un buen rato.

      El tono y las maneras de Jo enfurecieron a Amy, que empezó a ponerse las botas e insistió con su actitud más impertinente:

      —¡Pienso ir! Meg ha dicho que puedo acompañaros. Si pago mi entrada, Laurie no tendrá ningún inconveniente.

      —No podrás sentarte con nosotros porque ya hemos reservado nuestras butacas, de modo que Laurie, por no dejarte sola, te cederá su asiento, con lo que nos aguarás la fiesta. O tendrá que conseguir otra butaca para ti, lo que no me parece adecuado puesto que no te ha invitado. No seas desobediente y quédate en casa —espetó Jo, más enfadada que nunca porque, con las prisas, se había pinchado en un dedo.

      Sentada en el suelo, con una bota puesta, Amy empezó a llorar. Meg intentaba hacerla entrar en razón cuando Laurie llamó a la puerta, y las dos jóvenes bajaron corriendo, mientras su hermana menor seguía gimoteando, porque de vez en cuando olvidaba su actitud de persona mayor y actuaba como una niña caprichosa, Cuando el grupo se disponía a salir, Amy se acercó a la escalera y gritó en tono amenazador:

      —¡Te arrepentirás de esto, Jo March!

      —¡Tonterías! —replicó Jo antes de dar un portazo.

      Disfrutaron de la función, porque Los siete castillos y el lago Diamante era una obra tan brillante y maravillosa como habían imaginado. No obstante, a pesar de los cómicos diablillos rojos, los luminosos duendes y los magníficos príncipes y princesas, algo ensombrecía la felicidad de Jo. El cabello rizado y rubio de la reina de las hadas le hacía pensar en Amy, en los entreactos, se entretenía imaginando qué podría hacer su hermana para que se «arrepintiera». Amy y ella se habían enzarzado en más de una trifulca en el curso de sus vidas porque ambas tenían un carácter fuerte y perdían los estribos con facilidad. Amy pinchaba a Jo, ésta molestaba a su hermana menor y, de vez en cuando, los ánimos se encendían, de lo que ambas se avergonzaban después. A pesar de ser la mayor, Jo tenía menos control de sí misma y sufría tratando de poner freno a su temperamento, que tantos sinsabores le ocasionaba; los enfados no le duraban demasiado y, después de confesar humildemente su falta, su arrepentimiento era sincero e intentaba superar sus fallos. Sus hermanas solían decir que les encantaba enfurecerla porque, una vez calmada, se convertía en un auténtico ángel. La pobre Jo se esforzaba muchísimo por ser buena, pero su enemigo íntimo estaba siempre dispuesto a aflorar y derrotarla, y ella llevaba años de paciente lucha tratando de someterlo.

      Al llegar a casa, encontraron a Amy leyendo en la sala. Cuando entraron, la pequeña adoptó un aire ofendido y no levantó la vista del libro ni hizo pregunta alguna. Es posible que la curiosidad hubiese superado al rencor de no haber sido por Beth, que sí acudió a pedir información sobre la obra y recibió una detallada descripción. Al subir a guardar el que era su mejor sombrero, Jo echó un vistazo a su cómoda; en su última pelea, Amy había desahogado su frustración volcando el contenido del primer cajón en el suelo. Sin embargo, todo parecía en su lugar; tras una rápida inspección a sus armarios, bolsas y cajas, Jo supuso que Amy había olvidado y perdonado lo ocurrido.

      Jo no estaba en lo cierto, y al día siguiente descubrió algo que desató una verdadera tormenta. Era media tarde y Meg, Beth y Amy estaban sentadas en la sala cuando Jo irrumpió, visiblemente inquieta, y preguntó, sin aliento:

      —¿Alguien ha cogido el libro que estoy escribiendo?

      —No —contestaron Meg y Beth al unísono, con expresión sorprendida.

      Amy atizó el fuego sin pronunciar palabra. Jo se puso colorada y se abalanzó sobre ella de inmediato.

      —Amy, ¡lo tienes tú!

      —No, yo no lo tengo.

      —¡Entonces, sabes dónde está!

      —No, no lo sé.

      —¡Es mentira! —exclamó Jo sujetándola por los hombros y clavándole una mirada capaz de asustar a una niña mucho más valiente que Amy.

      —No lo es. No lo tengo, no sé dónde está y, además, me trae sin cuidado.

      —Sí lo sabes, y será mejor que empieces a hablar antes de que te obligue —replicó Jo zarandeándola suavemente.

      —Por mucho que grites, no volverás a ver tu viejo y estúpido libro —exclamó Amy, que empezaba a alterarse.

      —¿Por qué?

      —Lo he quemado.

      —¿Cómo? ¿Has quemado el libro del que tan orgullosa estaba, en el que tanto había trabajado para que estuviese terminado a la vuelta de papá? ¿De verdad lo has quemado? —preguntó Jo, que seguía agarrando con fuerza a Amy, nerviosa, con el semblante pálido y los ojos encendidos de rabia.

      —¡Sí, lo he hecho! Ayer te advertí que pagarías por haber sido tan desagradable conmigo, y me he encargado de que así sea…

      Amy no pudo seguir porque Jo, presa de su temperamento iracundo, la zarandeó hasta que a la pequeña le castañetearon los dientes, y en un arranque de pena y rabia dijo entre sollozos:

      —¡Eres mala, mala! He perdido mis escritos. ¡No te perdonaré mientras viva!

      Meg acudió a rescatar a Amy y Beth trató de calmar a Jo, pero ésta estaba fuera de sí; propinó una bofetada de despedida a su hermana y salió de la sala, para buscar refugio y consuelo en la butaca del desván.

      En la planta de abajo, la tormenta amainó con la llegada de la señora March. Una vez informada de lo ocurrido, hizo comprender a Amy la gravedad del daño causado. El libro de Jo no solo tenía valor para ella, toda la familia lo veía como un proyecto literario prometedor. Contenía apenas media docena de cuentos, pero Jo había trabajado con dedicación y paciencia en ellos y había puesto el alma en cada uno, con la esperanza de que algún día llegasen a publicarse. Los había copiado con sumo cuidado y había destruido los borradores, por lo que, con el fuego, Amy había destruido años de entregada labor. A los demás podía parecerles una pérdida menor, pero para Jo era una auténtica calamidad que no creía posible reparar. Beth estaba tan apenada como si hubiera muerto uno de sus gatitos, y Meg no salió en defensa de su protegida. La señora March se mostraba seria y abatida, y Amy se dijo que nadie la volvería a querer hasta que hubiese pedido perdón a su hermana por aquella acción, que ahora le pesaba más que a nadie.

      Cuando sonó la campanilla que anunciaba la hora del té, Jo apareció con una expresión tan severa y distante que Amy tuvo que hacer acopio de valor para decir con tono sumiso:

      —Por favor, Jo, discúlpame. Lo lamento muchísimo.

      —No te perdonaré jamás —replicó con dureza Jo, que a partir de ese momento hizo caso omiso de Amy.

      Nadie comentó nada sobre el incidente —ni siquiera la señora March— porque sabían por experiencia que, cuando Jo no estaba de humor, las palabras sobraban y lo más inteligente era esperar a que algún suceso casual, o su propia naturaleza bondadosa, suavizase su resentimiento y curase la herida. No fue una velada feliz; porque aunque cosieron como tenían por costumbre mientras la madre leía en voz alta obras de Bremer, Scott y Edgeworth, todas tenían la impresión de que faltaba algo y la paz del hogar se había visto turbada. Este sentimiento se intensificó aún más cuando llegó la hora de cantar; Beth solo pudo tocar, Jo estuvo callada como una tumba y Amy se echó a llorar, de modo que las únicas que cantaron fueron Meg y su madre. Pero, a pesar de sus esfuerzos por emular a las alegres alondras, sus aflautadas voces no concertaban y desafinaban un poco.

      Cuando se acercó a dar el beso de buenas noches a Jo, la señora March le susurró al oído, con dulzura:


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