Gabriel García Márquez. Nuevas lecturas. Juan Moreno Blanco
en la imposibilidad de salir de La Sierpe, los comerciantes de arroz sí puedan, al parecer, entrar y salir con libertad? Quizás la cerrazón del universo narrativo sea parcial. El incursionar de los comerciantes de arroz es superficial y, sobre todo, pragmático. Apelando a las categorías marxistas de valor de uso y de valor de cambio, empleadas por Sims (1987), puedo afirmar que el valor de cambio resulta intrascendental para esa cosmovisión. Mientras que el verdadero bien preciado son los poderes (provenientes) de La Marquesita. Estos son un valor de uso, desvinculados de la producción y acumulación de bienes de consumo. Nótese que la industria está ausente en este mundo.
La apreciación y valoración que tienen esos poderes están asociados a una fuerza de trabajo más directiva que productiva. Lo productivo puede provenir de dos fuentes: la industrial, resultado de la tecnificación de la producción material. La otra sería burocrática, a saber, la institucionalización de la cadena de mando y una burguesía en busca de reconocimiento. Ninguna de estas dos fuentes se comprueba en el orden social de La Sierpe. Es una organización directiva por su origen aristocrático marqués, pero sin descendencia, sin transmisión sanguínea (La Marquesita muere virgen). Entonces es una degradación plebeya.
En la crónica, se procuran actividades libres de esfuerzo y que preservan el tiempo para el ocio: se puede desmontar el terreno o curar a las personas y los animales enfermos sin moverse de la hamaca (García Márquez, 1985, p. 12). Adicionalmente, no se puede recibir dinero por los servicios «porque ello haría ineficaz su poder» (García Márquez, 1985, p. 11). Sin embargo, sí se tiene licencia para aceptar obsequios como animales u objetos, o que los pacientes trabajen para el curandero (p. 11). Esto corresponde más a una actividad tribal del trueque o, mejor, a las prácticas de reciprocidad precapitalistas. Lo anterior «significa que su trabajo no se transforma en un producto y que no usa su poder como medio de producción», luego «en La Sierpe prevalece el valor de uso» (Sims, 1987, p. 50).
Los comerciantes de arroz foráneos están instalados en la ley económica del valor de cambio, por lo mismo no atentan contra los valores trascendentales de La Sierpe. Caso contrario ocurre con aquellos visitantes que, a lo mejor, sean «mensajero[s] de nuevas fórmulas para enriquecer la hechicería». Los serpeños no tienen inconveniente de derribarlos a machetazos (García Márquez, 1985, p. 14), porque estos, y no aquellos, son quienes atentan contra los valores auténticos, los poderes sobrenaturales, de La Sierpe. En consecuencia, el mundo se cierra como recurso para mantener su cohesión y articulación.
La Sierpe se funda como un mundo acuoso, ya lo mencioné, con la muerte de La Marquesita. Será un mundo cerrado de muchas formas. No en un sentido de impedir la entrada y salida. Es un mundo sinuoso con una topografía entreverada o, mejor aún, laberíntica. Su territorio geográfico enmarañado es solo un anuncio de la cartografía cultural de la zona, a saber, la cerrazón social es errática. En mi entender, esta es la única manera en que un universo cerrado se hace comprensible, hoy. Los hombres actuales han heredado un mundo fracturado por la experiencia trágica, por la pregunta filosófica. Los tiempos míticos en que las leyes y la voluntad de los dioses hacían homología incuestionable han quedado atrás. Lukács (1985) enseña que:
El círculo en el cual viven metafísicamente los griegos es más pequeño que el nuestro, por eso no podemos nunca introducirnos vivos en él; o, por mejor decir: está para nosotros roto y abierto el círculo cuya cerrazón constituye la esencia trascendental de su vida; porque ya no somos capaces de respirar en un mundo cerrado. (pp. 301-302)
El aislamiento geográfico propicia un cierre pero no lo crea. Así mismo, que la dificultad sea el salir y no el entrar da el sentido de que es móvil en el gesto de cerrarse y abrirse –como un laberinto que tiene puertas para intercambiar con el exterior–. Allende la idea de una suerte de determinismo que ya sea por violencia o hechicería castiga mortalmente el intento de salir, la crónica también registra casos en que los pobladores no desean irse. Su permanencia parece libre de coacciones. La diferencia es que estos arraigados son presentados como habitantes (¿permanentes?) y no como gente de paso, lo que implica una simbiosis heterodoxa entre el lugareño y el territorio: «A los habitantes de La Sierpe nada los hará abandonar su infierno de malaria, de hechicería, de animales y supersticiones» (García Márquez, 1985, p. 6).
La referencia a la hechicería y las supersticiones es el lazo vinculante con su dimensión legendaria. En la tradición griega, explica Lukács (1985), los mundos cerrados se asemejan al círculo. Esto expresa su homogeneidad interior. La figura del círculo, forma de la perfección cósmica, tiene la cualidad de que su centro es equidistante en cualquiera de los puntos de su periferia. Existe una certeza absoluta en hallar el centro, siempre con la misma fórmula, desde cualquier lugar del límite. En la fundación pantanosa de La Sierpe, es decir, en el tiempo fundacional fabuloso, los rebaños giraron en torno a ella, sin producir claramente una figura circular. La Marquesita tendría que ser el centro de ese círculo imperfecto.
En La Sierpe legendaria, no en la real, el tesoro más grande –el secreto de la vida eterna (García Márquez, 1985, p. 8)– está oculto en el centro. En una lectura racional, el tesoro debería estar bajo el lecho de muerte de La Marquesita. Habría, así, dos razones para hacer fácilmente hallable el tesoro. Sin embargo, ese lugar se mantiene inalcanzable, y se sabe de él solo por tradición oral (García Márquez, 1985, p. 8).16 En este momento, la leyenda se ha tragado también La Sierpe real, se ha cerrado sobre ella. Por lo tanto,
Ante la imposibilidad de decidir sobre lo que está dispuesto a aceptar como verdad y lo que prefiere considerar como elemento fantástico, el lector acaba por suspender su habitual criterio de realidad y entra de lleno, encantado, en el mundo maravilloso de La Sierpe. (McGrady, 1972, p. 314)
Como lo expresa McGrady en las últimas palabras de la cita, el lector «entra de lleno» en el acto de lectura al mundo narrativo de la leyenda. El pacto de lectura para su mejor comprensión obliga a suspender la racionalidad occidental y a aceptar los códigos de este antecedente del realismo mágico: lo sobrenatural forma parte de la cotidianidad de los habitantes de la ciénaga. En este punto se tiene que La Sierpe es un país dentro del caribe sabanero por dos razones: su lejanía espacial y mental. Ingresar a ese universo implica abrazar sus lógicas, entre ellas, el sincretismo religioso: son católicos creyentes, y no tienen conflicto en adorar «cualquier objeto en el que ellos crean descubrir facultades divinas y les rezan oraciones inventadas por ellos mismos» (García Márquez, 1985, pp. 6-7). El origen de esa heterodoxia se puede ubicar en la persona y símbolo de La Marquesita.
Esa cosmogonía tiene una fuerza centrípeta que es La Marquesita: «Era una especie de gran mamá de quienes le servían en La Sierpe» (García Márquez, 1985, p. 7). Por lo tanto, La Marquesita es el eje articulador principal. Al respecto, Corral (1977) entiende a este personaje como la «isotopía de La Sierpe» (p. 79). La organización social de la sociedad serpeña se debe a la herencia de todos los poderes que, en el tiempo arcaico, cuando vivía La Marquesita, se concentraban en ella, y que están ahora difuminados entre escasas seis familias muy cercanas al poder matriarcal. Esta media docena de herederos no tiene una relación horizontal entre sus clanes, han sido agrupados y jerarquizados dependiendo de las cualidades (importancia) de los poderes otorgados.
Más allá de la representación real maravillosa de la matrona, intento demostrar que su omnipotencia es una fuerza que cohesiona tan estrechamente este pueblo de fábula que lo cierra por su inmovilidad social. Los poderes concedidos por la matrona se siguen heredando linealmente, por castas. Esto hace imposible la democratización de la tenencia de los poderes. En consecuencia, el mundo se cierra en su estructura piramidal, por la cual la historia personal del matriarcado inicial y, posteriormente, de las castas es coincidente o, incluso, legitima la historia «nacional» –claro está, uso este adjetivo en un sentido atrevidamente alegórico y provisional–.
El universo está cerrado también desde la perspectiva en que la historia de la familia es la misma e indivisa de la historia del pueblo. El sentido histórico del pueblo, resultado de un acto de lectura, emana de la esfera privada de La Marquesita y su herencia. Este legado es una suerte de continuidad menos ponente, ya no existe una realización omnímoda, pero de alguna manera garantiza la organización social estática. La inmovilidad es real incluso en el caso de que la familia