Gabriel García Márquez. Nuevas lecturas. Juan Moreno Blanco
se desperdicia. Al perderse se va diluyendo la presencia mediada de La Marquesita, pero se conserva, eso sí, su aglutinamiento jerarquizado. Vargas Llosa (1971) explica el fenómeno en función de una ideología feudal –lo afirma para «Funerales», pero es predicable para la crónica–.
Esto sería una constante en varias obras de García Márquez. Vargas Llosa (1971) señala los Macondos –en plural, porque no son exactamente el mismo pueblo– de La hojarasca y «Los funerales de la mamá grande», a los que yo le añado La Sierpe: «La sociedad de hoy es la de ayer y será la de mañana, aunque cambien las personas. Todo se hereda y se lega, la continuidad familiar [y del clan, agrego yo] del vértice asegura la quieta armonía». El peruano continúa diciendo de la matrona, en relación ahora con la fuente primera de estático balance, que «su figura se confunde, desde la perspectiva popular, con la del mismo Dios» (Vargas Llosa, 1971, p. 472). La matriarca de La Sierpe no solo es sustento semidivino para el pueblo, lo es por oficio: tiene el hábito de viajar por toda la región para sanar y resolver afanes económicos a sus protegidos.
Esta evidente actitud señorial, premoderna, se constata por igual en –ahora una figura masculina– el generalísimo de El otoño del patriarca. La Marquesita corresponde a la sumisión o adhesión de sus feligreses con el favor de su protección. Aquí la cerrazón de este mundo se presenta en dos direcciones: una con respecto a abrazar a La Marquesita como una figura divina (dimensión espiritual); otra en relación con la devoción al señorío que encarna la gran mamá (dimensión política).
Las seis castas, ante la ausencia de La Marquesita, son los nuevos hilos cohesionadores. No tan potentes como la fuente original, pero funcionalmente eficaces. Si bien la posesión de los poderes sobrenaturales ahora se reparte en varias manos, eso no repercute en una sociedad menos cerrada. No es necesario que todos los pobladores sean portadores de dichos poderes. No es un mundo habitado por solo (semi)dioses. La Sierpe continúa cerrada en tanto que todos los habitantes de la base de la pirámide se benefician de los poderes por igual. La hechicería para bien y para mal sigue operando. Es una práctica de socialización vigente pero solo válida –sin asombro ni extrañeza– para los serpeños.
Recuérdese al hombre que consultó un médico –de tradición occidental y científica, se entiende– porque le habían metido un mico en el estómago (García Márquez, 1985, p. 5). El enfermo, del inicio de la serie, reaparece justo al final de la segunda crónica17, lo más probable, para morir de la «tremenda peritonitis» de la que fue víctima por «fórmulas fulminantes» de hechicería (p. 14). Aun cuando no se afirme con contundencia que el hombre haya muerto, se puede aceptar que ese fue su destino final. De ser así, se tiene que la ciencia médica occidental del doctor consultado al inicio fue ineficaz para las artes maléficas de La Sierpe. En otras palabras, aceptar ese desenlace, como hipótesis, tiene la sugestiva consecuencia de comprobar, por otros medios, que el mundo legendario es inmune a los conocimientos del exterior. Luego, ese blindaje es signo de su otra manera de ser cerrado. Sus saberes autóctonos no solo son posibles dentro de la cosmovisión idólatra, sino que son ciertos al ponérselos a prueba con la ciencia del afuera. Sus víctimas siguen irreparablemente atrapadas al poder de esa magia. La leyenda se cierra sobre ellos como la misma certeza del maleficio.
Coda
La serie de La Sierpe (García Márquez, 1985) sirve de fuente documental a «Los funerales de la Mamá Grande» y este, a su vez, traza un puente a la obra cumbre, Cien años de soledad. Por supuesto, La Marquesita serpeña es el arquetipo de todas las grandes matronas del universo literario de García Márquez. Aunque lo anterior es cierto, quiero terminar esta reflexión señalando que las crónicas de La Sierpe pueden ser estudiadas –en otro lugar y por otros investigadores–, desde una perspectiva de crítica genética (Jenny, 1996), como el gran archivo del proyecto literario (¿extensivo al periodismo?) garciamarquiano, tal como ya lo ha iniciado el profesor Conrado Zuluaga (2015). Habría además una ruta por abordar en relación con la función de las ferias para ser leídas como carnavales donde el folclore se expresa de manera singular. Aquí cabe recordar toda la romería que se formó alrededor del viejo ángel de «Un señor muy viejo con unas alas enormes». Este, por la superstición popular, podría acompañar el santoral (pagano) de La Sierpe. La romería carnavalesca también acompañó la carpa itinerante de la abuela desalmada y su nieta. Y al día de hoy, en San Benito Abad (Sucre), las procesiones son una excelente ocasión para hacer un estudio de caso que sirva de modelo de análisis a las ferias recreadas por la literatura de García Márquez.
Otra ruta son los hechiceros como una suerte de vasos comunicantes que le permite al proyecto poético, más que la autorreferencia, la redondez de su apuesta. A los funerales de la gran muerta asisten, entre otros, «los hechiceros de la Sierpe» (García Márquez, 2012a, p. 97), «los brujos de la Mojana» y «hombres con culebras enrolladas en el cuello que pregonaban el bálsamo definitivo para curar la erisipela y asegurar la vida eterna» (p. 111). El médico que atiende a la Mamá Grande, sin ser presentado como un hechicero, es un doctor laureado en Montpellier pero contradictor de su propia ciencia. Debido a la artritis se «anquilosó en un chinchorro, y terminó por atender a sus pacientes sin visitarlos» (García Márquez, 2012a, p. 100). Este médico comparte con los poderes legados por la matrona serpeña la característica de obrar a la distancia.
La Marquesita sería omnipotente si no fuera porque no consigue la resurrección de los muertos. Poder que sí posee Blacamán, el bueno, según cuenta él mismo, en tanto narrador intradiegético. Él encierra en un mausoleo al otro Blacamán, el malo; allí lo resucita para abandonarlo «en el horror»: «Cada vez que paso por estos rumbos […] pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros del baúl desbaratado y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resucitar» (García Márquez, 2012b, p. 70). Blacamán –el malo o el bueno– perfectamente podría ser uno de aquellos asistentes a los funerales de la Mamá Grande con serpientes al cuello. Este personaje curandero es potente porque conecta la hechicería, la superstición y las ferias o carnavales. Al respecto recuérdese que «entre la muchedumbre de apátridas y vividores», que acompaña la carpa del amor errante de Eréndida, «estaba Blacamán, el bueno, trepado en una mesa, pidiendo una culebra de verdad para probar en carne propia un antídoto de su invención» (García Márquez, 2012b, p. 107).
Por último, en relación con los hechiceros, se tiene que el padre de Ulises, en el cuento «La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada», conoció a un hombre que podía caminar sobre el agua, «pero hace mucho tiempo» (García Márquez, 2012b, p. 87). Atendiendo a dicha referencia, la historia de la cándida Eréndira se ubica en la línea diacrónica aportada por la crónica de La Sierpe en los tiempos en que esa facultad, propia de los hechiceros, se perdió por jugarla a las cartas. Es decir que ellos sirven para reconstruir la cronología del proyecto literario global.
El cuento «Los funerales de la Mamá Grande» se autodenomina crónica (García Márquez, 2012a, pp. 111, 112). Esto es, en el plano de la reflexividad del género literario, reforzar el desplazamiento de la ficción a la realidad y viceversa. Por ejemplo, entre los asistentes a los funerales también se encuentran «los mamadores de gallo de La Cueva» (García Márquez, 2012a, p. 111). Ellos también hicieron presencia en el ocaso de Macondo en Cien años de soledad. Se hace un viaje a la ficción para reportar, desde ahí adentro, universos narrativos que intersectan el logos y el mito, a los que se traga la leyenda. La historia de la cándida Eréndira se narra en tercera persona. Así ocurre hasta el último cuarto del cuento, cuando emerge, momentáneamente, una voz en primera persona. Una voz narrativa anónima que afirma haber conocido a la abuela y su nieta. El narrador de primera persona, literal y simbólicamente, hace un viaje a la ficción en la camioneta de Cepeda Samudio. La leyenda, registrada también por Rafael Escalona, se ubica en un lugar liminal: el desierto y su frontera (García Márquez, 2012b, p. 106). Ahora el universo no es pantanoso; sin embargo, las ciénagas ayudan a dibujar un cronotopo: «las ciénagas del pasado» (García Márquez, 2012b, p. 72) y el presente del desierto. En este último, el cuento deja a Eréndira, por fin, libre de su abuela, corriendo, escapando de la palabra: «ninguna voz de este mundo la podía detener» (p. 119). Corre a las fauces de la leyenda: «jamás se volvió a tener la