Cómo aprender a aprender. Eric Barone
esto, (es una playa sin peces ni conchillas...) pero el reloj no marca el tiempo, porque la arena no se desliza, o se desliza a la inversa, o todo pasa de golpe de una botella a la otra o, al contrario, cae grano a grano. Así llegué a admitir que estoy perdido en la eternidad.
Entonces empecé a leer.
Estuve leyendo, semanas, meses o años; ¿quién lo sabe? El tiempo pasa sin detenerse... Una sola vez me sentí mal. No, no era ni ansiedad ni melancolía por mi familia; sabía que volvería a verla cuando hubiese descifrado el enigma.
A medida que leía en un desorden increíble, tuve la impresión de una gran mentira. Leía centenares de libros que hablaban acerca de la energía, los mundos invisibles, las fuerzas que nos rodean, la influencia de los planetas, cómo el hombre y el planeta están recorridos por meridianos de acupuntura, cómo las energías de las estrellas influían sobre el código genético, cómo las energías se reflejaban y concentraban en las formas y volúmenes.
Por otra parte, leí también centenares y millones de libros que se decían científicos. En ellos busqué explicaciones, referencias, sobre aquéllos que hablaban de energía. Pero no había nada. Leí sobre la energía atómica, la energía eléctrica, los rayos X, los haces hertzianos, el láser. Pero ninguna referencia a esas otras energías casi inteligentes, que hormigueaban en los textos que había leído.
Mi mal se agravaba y me sentía próximo a un gran desequilibrio. Me preguntaba: Si una parte de la humanidad miente, ¿cuál es? ¿Los científicos o los otros? ¿Quién tiene razón? ¿Tengo que quemar los libros que no son científicos? ¿Puede ser que tantos seres supuestamente inteligentes, respetados en su época, se hayan puesto de acuerdo para enredar a la humanidad en realidades imaginarias? No. Debía haber una verdad para descubrir.
Dormía cada vez más, como una manera de intentar escapar de esa realidad que me angustiaba. En un sueño vi el número de un libro, en una parte de la biblioteca en la que no había estado jamás. Me desperté sobresaltado, mientras el sol aparecía en un cielo nublado y me precipité, tirando casi la pila de libros que acababa de leer. Y, en una suerte de locura volví a mi cuarto y empecé a leerlo, allí mismo, sentado en la alfombra bordó y apoyado en el balcón.
Este libro resumía la teoría de Augusto Comte, una teoría llamada determinismo. Simple y evidente. Cuando se dan las condiciones ABCD se sigue necesariamente la consecuencia E. Lo traduje en hechos concretos. Si tu auto tiene el motor en perfecto estado, el tanque de nafta lleno, la batería funciona y haces los gestos exactos y necesarios, el coche arranca. Esto se llama determinismo y sin él, no habría coche, ni motor, ni ser humano que lo hiciese arrancar, y mucho menos una sociedad que penalizara su uso.
Si un óvulo fecundado por un espermatozoide no diera un embrión, si una manzana lanzada al aire decidiera continuar subiendo en lugar de caer, si los rayos del sol fueran fríos en lugar de calientes, ¿qué existiría, o qué es lo que no existiría? Sabes... esta teoría tan simple fue un alivio indecible. Reencontré en seguida mi entusiasmo por el estudio: la contradicción que me aterrorizaba no existía más.
Es posible que las condiciones que determinan un fenómeno no lleguen a ser descubiertas... pero ¿impediría eso que el fenómeno dejara de producirse? Evidentemente no. ¿Quién puede pretender explicar todo el funcionamiento del cerebro? Y el hecho de que no pueda hacerse, ¿evita que el cerebro funcione?
Había mucha hipocresía en todos esos libros científicos. Pretendían pertenecer al mundo de la ciencia, en el que todas las condiciones son conocidas y pueden ser reproducidas. ¡Hipócritas! La humanidad va avanzando a partir de fenómenos inexplicables. El vapor fue utilizado antes de que la teoría molecular pudiese explicar la causa de sus propiedades. Y, ¿qué decir de la electricidad?
Después de este descubrimiento, decidí que podía admitir los fenómenos ya comprobados aún si no son explicables, sabiendo que un determinismo invisible los dirigía. Se ha comprobado que la pirámide puede momificar la materia orgánica; todos los científicos pueden reproducirlo en el laboratorio, pero ninguno puede explicar por qué. Admito el fenómeno, porque evidentemente hay un determinismo que le permite existir, pero ignoro cuáles son las realidades que lo producen. Por lo tanto, no tengo el derecho de negar el fenómeno de la momificación sólo porque no puedo explicarlo.
Años o siglos más tarde tuve la impresión de estar girando en círculos: leía, pero no comprendía nada. Evidentemente me faltaban las bases, los fundamentos, y era mi memoria la que debía proporcionármelos. Yo debía recordar más y mejor que lo que lo hacía; de otra manera, entraría en laberintos cada vez más complicados en los que las cosas serían cada vez más incomprensibles.
Empecé a tomar notas y a tratar de clasificarlas. Inventé un sistema de tarjetas perforadas que podía seleccionar rápidamente con una aguja de tejer... Al final tiré todo al fuego, porque evidentemente cuanto más complicado era el sistema, más me reaseguraba. Pero mi memoria mejoraba en una proporción tan mínima que todo eso era, visiblemente, una obra de teatro que me representaba a mí mismo. Me dormí, vencido por la fatiga, y soñé con mi madre, quien con su habitual sentido común me decía: “Hijo, ¿ por qué olvidas que hay un momento en todo aprendizaje en el que empieza a ser inútil cambiar la forma en que estudias? Detente, no se trata de cambiar de forma: cambia tú, tú mismo”... Desperté sobresaltado. ¡Eureka!... Debo abandonar todos estos medios ridículos e interrogarme a mí mismo: ¿Cómo debo modificarme para tener una memoria eficaz?
En años-conciencia reflexioné, y el fruto de esas reflexiones las encontrarás más adelante, en este libro.
La práctica, larga y detallada, te la describiré en numerosas páginas, pero la teoría puedo explicártela en un momento.
Cuando vives normalmente, cuando me lees en este momento, estás en un cierto estado de conciencia. Lees lo que te he escrito pero no puedes evitar percibir el ruido de una puerta que se cierra, el canto de un pájaro, el calzado que te aprieta, el movimiento de tu silla. Puedes también recordar lo que hiciste ayer.
Si decides hacer dormir todo lo que no te sirve cuando lees (por ejemplo tus piernas, tu cuerpo), cambias de nivel de conciencia; podrás hacer funcionar mejor tu energía en la única parte de tu cerebro que trabaja. Evidentemente si aprendes una lengua extranjera, tu audición es la que funciona. Si aprendes un razonamiento matemático, será la zona lógica de tu cerebro la que actúe. ¡Esto me pareció tan claro! Cuando cambiamos nuestro nivel de conciencia, nuestro cerebro hace aparecer nuevas posibilidades, como por ejemplo, una concentración mayor y por lo tanto más útil. Y el sueño, ¿no es también un estado de conciencia? ¿Sábes cuántos descubrimientos que cambiaron a la humanidad fueron hechos durante el sueño? Por ejemplo, Niels Bohr soñó la estructura del átomo. Y el descubrimiento del radar, que salvó a Inglaterra y al mundo de la invasión alemana, ¿no apareció en los sueños de un ingeniero inglés? ¡Cuántos grandes autores y científicos han admitido que fue en un estado de semivigilia que las intuiciones los llevaron a sus descubrimientos! Es como si la conciencia rechazara las creaciones que el inconsciente trata desesperadamente de comunicar. Es por eso que cambiar de conciencia es cambiar de cerebro. ¿Y es esto suficiente para recordar? Evidentemente no. Es necesario comprender “qué es recordar”.
Un día caminaba por mi alfombra bordó, llevando una taza de café en una mano, mientras que, con la otra, lo revolvía con una cucharita. Al mismo tiempo iba dictando, en voz alta, una carta imaginaria a un marciano, carta con la que intentaba reírme de mi propia situación. No recuerdo por qué motivo miré la taza y tomé conciencia de que no era con una cuchara que estaba revolviendo el café sino ¡con mi lapicera! Eso me cortó la voz. En el momento de reírme de mí mismo, en pleno ataque de risa, (¿no es un estado de conciencia la risa? o ¿una ruptura del estado de conciencia?) se me ocurrió que dos cerebros habían funcionado a la vez para permitir este acto absurdo. Parecía que un cerebro había inventado una carta a un marciano y la dictaba en voz alta, mientras que otro había movido automáticamente una supuesta cucharita, en una taza de café. En el paso siguiente me dije: “Hola, amigo. ¿Tu conciencia es verdaderamente capaz de hacer dos cosas a la vez, al mismo tiempo? En realidad, puedes alternar tu conciencia, pensar doscientas cosas distintas sucesivamente y creer que son simultáneas”.