El latido que nos hizo eternos. Mita Marco

El latido que nos hizo eternos - Mita Marco


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orgullo herido, y muy cabreada, tomó camino hacia la casa. El diario tendría que esperar. En esos momentos solo tenía ganas de despellejar a cierto jornalero barbudo.

      A pesar de lo cabreada que llegó a la casa, cuando vio a Alberto esperándola para cenar el enfado se esfumó. Le apetecía hablar un rato con él. Al menos, esa sí que sería una conversación agradable; hablaría con alguien inteligente, y no con un don nadie que se creía el no va más.

      ¿Que no le gustaba? ¡Bah, eso no había quién se lo creyese!

      Rememoró su cara. Pues él tampoco era gran cosa. Había visto millones de chicos mejores que ese. Alto, delgado y con una barba mal cuidada.

      Bueno, debía de admitir que tenía unos ojos muy bonitos… y unas facciones bastante agradables… ¡Y una nariz perfecta! ¡Mierda, ese tío era muy guapo! ¡Era el puñetero dios de los leñadores! ¡Lo tenía que admitir aunque no quisiera! Eso sí, su personalidad era inaguantable. No había conocido a nadie más estúpido que él en la vida. No obstante, no sabía lo que tenía ese jornalero que… ¡le gustaba, maldita sea!

      El sonido de unas pisadas le hizo olvidar aquel altercado. Al girar la cabeza volvió a encontrarse con la mujer del rostro amoratado. Llevaba un trapo en la mano y se disponía a limpiar la mesilla auxiliar del salón.

      —Fayna —dijo Alberto, que cenaba frente a Amanda, llamando su atención—. Deja eso para mañana, puedes ir a descansar.

      Ella asintió con mucha rapidez, como si le diese vergüenza hacerlo, y se retiró por el pasillo que llevaba a las habitaciones de los internos.

      Amanda se quedó observándola hasta que la perdió de vista. Alzó la mirada hacia su hermano y mesó su cabello castaño.

      —¿Quién es?

      Alberto dejó el tenedor sobre el plato.

      —La mujer de un jornalero. Bueno, un antiguo jornalero —rectificó.

      —¿Qué le ha pasado en la cara?

      —Ese desgraciado le pegaba. La encontramos tirada en el suelo mientras la golpeaba.

      Ella asintió sin decir ni una palabra y continuó con su cena. Jamás había conocido a nadie que hubiese sido víctima de un maltrato. Amanda había tenido una vida fácil, cómoda y segura. No sabía de qué forma actuar ante esas situaciones. Aun así, sentía pena por ella. Ninguna persona merecía ser golpeada, y todavía menos por la persona que decía amarla. Se llevó el tenedor a la boca y masticó con lentitud.

      —Alberto. —Ambos alzaron la vista ante la llamada de Dolores—. Hay una mujer en la puerta que dice que es amiga de su hermana.

      —Déjala pasar.

      Amanda se levantó de su asiento y fue al encuentro de Inma, que entró en el salón con los ojos hinchados de tanto llorar.

      —Ay, Amanda —gimoteó mientras se abrazaban—. ¿Por qué me pasa esto a mí?

      —No te preocupes, ahora vais a estar bien, el bebé y tú —la consoló acariciando su barriguita, la cual ya empezaba a asomar con sus tres meses de gestación.

      Inma miró a Alberto con una sonrisa tímida.

      —Gracias por aceptarme en tu casa, no sé cómo voy a poder pagártelo. —Se enjugó las lágrimas—. Si no fuese por ti, estaría viviendo en la calle.

      Él se levantó y fue junto a ellas. Conocía a la amiga de su hermana desde que era una cría. Sabía que, al igual que Amanda, le gustaba la vida fácil y relajada, que jamás se había preocupado por estudiar o buscar un trabajo. No obstante, no podía dejarla abandonada a su suerte.

      —No te preocupes ahora por eso. —Le dio unas palmaditas en el hombro—. Ya encontraremos algo en lo que puedas trabajar cuando tengas al bebé.

      Inma asintió. Quizá, en el pasado, la palabra trabajo hubiese sido como nombrar algún tipo de veneno. Sin embargo, saber que dentro de ella había una personita, le hizo abrir los ojos. Ese bebé no se merecía una madre irresponsable, e Inma iba a hacer todo lo que estuviese en su mano para poder sacarlo adelante y tuviese una vida feliz.

      —Amanda —dijo Alberto—, enséñale su habitación.

      Ella asintió y cogió la mano de su amiga. Subieron las escaleras y abrió una puerta, muy cerca de su propia habitación. No era tan bonita como la suya, ni con esa extraña magia que lograba darte paz, pero era un dormitorio amplio, limpio y cómodo, ya que tenía aseo propio.

      Hablaron largo y tendido varias horas, poniéndose al día sobre sus vidas, hasta que Inma se quedó dormida mientras le acariciaba el cabello.

      Antes de marcharse, le dio un beso en la mejilla y la arropó un poco con una sábana, ya que de noche refrescaba y no quería que cogiese frío. Cerró la puerta tras de sí y se dirigió a su propia habitación, pero al agarrar el pomo se arrepintió. Había algo que la llamaba.

      Sin que nadie la viese, dejó la casa y tomó rumbo al pinar. No llevaba chaqueta y el airecillo era frío. Pero no le importó. Continuó andando por el sendero que llevaba hasta la casita del árbol.

      Cuando estuvo arriba, lo primero que hizo fue abrir el cajón del escritorio donde se encontraba el diario. Se acomodó en la mecedora, quitando un poco el polvo que la cubría y observó por segunda vez aquel pequeño libro. Era de color verde pálido, pero los años lo habían vuelto blanquecino.

      Lo abrió. El nombre de su dueña volvió a aparecer en la primera página: Inés.

      Al pasar a la siguiente, se sintió nerviosa. Era la primera persona en muchos años que leía aquello. De hecho, estaba segura de que solo su dueña lo había hecho. Con un inexplicable nudo en el estómago, sus ojos se posaron en las primeras letras de aquel diario.

      12 de octubre de 1903

      Querido diario:

      Esta mañana padre nos ordenó hacer el equipaje.

      Todavía no soy capaz de dejar de llorar al pensar que, en unos días, abandonaré mi amada Ciudad Real para tomar rumbo a un lugar que ni siquiera sé situar en el mapa.

      Ni las súplicas de madre, ni las mías, han logrado hacerlo cambiar de parecer. Siento tal tristeza y amargura en mi corazón, que apenas puedo respirar. ¿Acaso no entiende que mi vida está aquí?

      En La Gomera perderé toda la vida social de la que gozo hoy en día. No volveré a saber de mis amistades, no podré asistir a los almuerzos en casa de doña Josefa, ni tampoco podré disfrutar de las veladas de la temporada.

      Rosa, por el contrario, está ilusionada con la idea de cambiar de ciudad. No ceja en su griterío, canturrea por todos lados que va a vivir en una enorme y lujosa mansión. Pero, claro, mi hermana es solo una niña de diez años, no entiende lo horrible que va a ser para nosotras.

      Padre repite, una y otra vez, que es su oportunidad de poder cumplir con la promesa que le hizo al abuelo en su lecho de muerte. Sin embargo, a mi parecer, lo único que lo mueve es su afán por el dinero. Está convencido de que la plantación de plátanos es un negocio de lo más rentable. Y yo no lo dudo, pero su ilusión de vivir siendo un gran terrateniente, va a ser nuestra muerte.

      Hace unos días, cuando regresó de su último viaje, en el que se aseguró de que la casa estaba terminada, nos dijo que la había bautizado como El árbol. Cuando madre le preguntó el porqué de ese nombre, contestó que se le ocurrió cuando vio el hermoso laurel que crecía junto a la entrada de la propiedad. A mí me pareció un sinsentido, como nuestra marcha a ese lugar.

      Quizá, lo mejor de todo esto, es que cuando llegue conoceré a mi prometido. Madre dice que es un joven muy apuesto, gallardo y educado, que posee una gran plantación al otro lado de la isla. Su nombre es Pedro Ribera, y tengo la esperanza de que me devuelva a mi amada Cuidad Real, cuando se celebre el enlace, y sepa que aquel lugar no es de mi agrado.

      Amanda se sobresaltó al escuchar


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