El latido que nos hizo eternos. Mita Marco

El latido que nos hizo eternos - Mita Marco


Скачать книгу
nadie la escucharía. El diario tendría que esperar.

      Recordó lo que había leído en él. Entendía a Inés al no querer abandonar su ciudad. Ella también echaba de menos Madrid.

      Mirando hacia todos lados, bajó de la casita y recorrió el camino hasta la casa, corriendo todo lo rápido que sus piernas le permitieron.

      Capítulo 8

      Alberto observaba a Fayna mientras esta pasaba la escoba por el porche. Hacía más de quince días que la mujer trabajaba en su casa y no había cruzado con ella más de dos palabras seguidas.

      Se la veía triste, taciturna. Comprendía que no estuviese pasando por su mejor momento, pues los golpes de la cara y los malos tratos por parte de su marido habían debido de causarle mucho dolor.

      Dejó el teléfono a un lado, cuando terminó de hablar con un socio sobre un cargamento que debía salir en unas horas, y caminó hasta donde se encontraba ella.

      Fayna, al verlo acercarse, abrió mucho los ojos y continuó barriendo con nerviosismo. No sabía por qué, pero el dueño de aquella plantación la ponía nerviosa.

      —Buenos días —la saludó con simpatía.

      —Hola —murmuró sin quitar la mirada del suelo.

      —Parece que hoy va a hacer calor.

      —Sí —asintió muy deprisa y sin dejar de mover la cabeza, consiguiendo que un par de mechones de su cabello escapasen de su coleta.

      Alberto la observó con más atención. Era guapa, aunque los moratones cubrían casi la totalidad de su rostro se podía adivinar que poseía una gran belleza.

      —No tienes por qué sentirte incómoda conmigo —comentó con amabilidad—. Aquí nadie va a hacerte daño.

      Fayna alzó la cabeza y lo miró por primera vez a los ojos.

      —Gracias, señor, le agradezco todo lo que ha hecho por mí.

      —No me las des —le quitó importancia—. Trabajas muy bien y me alegro de tenerte entre mis empleados.

      Ella asintió y sonrió de forma tímida. Sin saber qué más decir, continuó barriendo. Alberto se mesó el cabello y se humedeció los labios.

      —¿Te duelen mucho los golpes?

      —Un poco. Pero desaparecerán en unos días, no se preocupe.

      —No tienes que llamarme de usted —rio él—. Me haces sentir viejo.

      —Es lo correcto —replicó Fayna, sin mirarlo—. Es como se dirigen a usted los demás empleados. ¿Por qué iba a ser yo diferente?

      Él se quedó callado, sin saber qué decir. Tenía razón. Todos los trabajadores se referían a él en ese término. Entonces, ¿por qué no le gustaba que ella lo hiciera? Algo molesto, asintió. Se pasó una mano por la frente y dio un paso hacia atrás.

      —Bueno, pues te dejo que continúes, que pases un buen día.

      —Gracias, señor —dijo Fayna sin volver a mirarlo.

      Alberto caminó hacia el salón de la casa. No entendía por qué se sentía irritado. Ella no había dicho nada que fuese ilógico o descabellado. Sin querer pensar más en ello, volvió a coger su teléfono y marcó el número de otro contacto con el que tenía que tratar un tema de vital importancia para sus negocios.

      Amanda se despertó temprano. Era muy raro que sus ojos se abriesen antes de las doce del mediodía, pero esa mañana no podía seguir en la cama.

      Como sabía que Inma continuaba dormida, bajó a la planta baja y desayunó sola. Alberto acababa de salir para verse con un contacto, y en la casa solo estaba ella y los empleados.

      Esquivó las miradas venenosas de Dolores, dispuesta a ignorar a la mujer, y dio buena cuenta de su café.

      Al acabar, pensó en ir a la piscina, como era costumbre desde que vivía allí, pero no lo hizo. En su lugar salió a pasear por la plantación.

      Por el calor que hacía a esas horas de la mañana, sabía que iba a ser un día fuerte. Aun así, siguió caminando entre las plataneras.

      Cada pocos metros se cruzaba con algún jornalero, que educadamente la saludaba al verla. Cuando se cansó, dio la vuelta dispuesta a regresar al caserío. Sin embargo, al hacerlo, vio a un hombre sin camiseta, que cortaba racimos de plátanos con mucha rapidez y maestría.

      Al fijarse mejor, reconoció al hombre de la barba.

      Lo observó con detenimiento.

      Tenía buen cuerpo. Algo delgado para su gusto, pero aun así le agradaba. Su piel brillaba bañada por el sudor.

      Sonrió mientras sus ojos lo recorrían de arriba abajo. Era atractivo, y había algo que la llamaba. Se pasó un dedo por los labios y su sonrisa se hizo todavía más grande. Recordó los anteriores encuentros con él y su mal carácter. ¿Sería verdad que ella no le gustaba? No podía sacarse de la cabeza sus palabras. Jamás, ningún hombre le había dicho algo semejante. Estaba segura de que, si se lo proponía, podía tenerlo comiendo de su mano en menos que cantaba un gallo. ¡Y lo iba a demostrar!

      Con decisión, se acercó a su lado. Amanda carraspeó para llamar su atención y él apartó la mirada de la platanera.

      —Buenos días, jornalero —lo saludó con gracia.

      Oliver la observó como si nada, y volvió a lo que estaba haciendo, sin hacerle el mínimo caso.

      Algo molesta por su falta de cortesía, cruzó los brazos sobre el pecho.

      —¿No te enseñaron de pequeño a saludar? Es de mala educación no hacerlo, ¿sabes?

      —Yo solo tengo educación con quien se la merece —respondió con sequedad.

      —¡Vaya! —Amanda frunció el ceño. Abrió la boca para contestar algo mordaz, pero recordó su propósito. Expulsó el aire de sus pulmones y la sonrisa regresó a sus labios—. No soy tan mala persona como para que ni siquiera me saludes.

      —Eso es lo que crees tú —soltó, sin mirarla.

      Ella hizo una mueca con los labios y asintió.

      —Todavía no sé cómo te llamas, porque tienes nombre, aparte de toda esa barba, ¿no?

      Oliver paró de trabajar y la miró con ojos fríos.

      —Tengo. Pero a ti no te importa. Puedes seguir llamándome jornalero, obrerucho o estúpido. Se te da muy bien hacerlo, si mal no recuerdo.

      Amanda alzó la cabeza y curvó los labios.

      —Prefiero saber tu nombre.

      —Y yo prefiero que te vayas y me dejes hacer mi trabajo.

      Ella abrió la boca para contestar la primera barbaridad que se le ocurriese. No obstante, en vez de hacerlo, se humedeció los labios y asintió.

      —Oye, ya sé que no hemos empezado con muy buen pie, pero me gustaría que al menos tuviésemos un trato más cordial. Después de todo, eres un trabajador de la plantación de mi hermano.

      Oliver maldijo en silencio y colocó los brazos en jarra. ¿Es que acaso esa mujer no entendía el castellano? No quería tener nada que ver con ella, ni con nadie. Solo quería hacer su trabajo, meter entre rejas a Alberto Robles y volver a su vida de mierda. Punto.

      —Escucha atentamente, porque no voy a volver a repetirlo. —La miró a los ojos con fijeza—. No me gustas, no quiero tener ninguna clase de trato contigo y lo único que quiero es que desaparezcas de mi vista. ¿Te queda claro, o tengo que hacerte un croquis con las instrucciones?

      Aquello dejó a Amanda helada. Apretó los puños hasta que sus nudillos tomaron una tonalidad blanquecina. ¿Quién cojones pensaba que era ese tío


Скачать книгу