Cura de espantos. Ramón López Reina
cuando una gran tormenta hizo que en medio del camino les cayera un aguacero tremendo que les caló hasta los huesos. Atravesando una cañada casi anegada, la mula dio un traspié y cayó al barro, haciendo que la madrina y el niño se despeñaran, cada uno por un lado, hacia el pedregal y el lodazal. La mujer sufrió daños en el hombro y la cadera. Milagrosamente, el niño salió ileso.
Haciéndose eco de aquel vendaval como advertencia divina, decidieron regresar a la casa sin bautizar al bebé, procurando que este fuera cambiado de ropa y amamantado. Pasó un tiempo hasta que la madrina terminó de recuperarse y volvieron a Antequera para bautizarlo el día 5 de marzo de 1942. La iglesia a la cual pertenecía para otorgar el sacramento era la Colegiata de San Sebastián, pero ese año se le había concedido el jubileo y permanecía cerrada. La madrina, desesperada, preguntó en varias iglesias, pero ningún párroco quiso bautizarlo sin que perteneciera a la misma hasta que finalmente llamaron a las puertas de la iglesia del Carmen. La madrina imploró llorando que lo bautizaran, porque se iba a morir. Entonces, el presbítero don Manuel Granados Leal procedió a su bautismo ante la imagen de la venerada Virgen del Carmen.
Y no. Como pueden ustedes percatarse, aquel niño moribundo sobrevivió a su delicado estado tras el nacimiento. A día de hoy es un hombre mayor de 76 años, que recuerda tal historia gracias a un amigo, Antonio Mayos, recientemente fallecido. En aquellos tiempos, un joven cabrero que trabajaba en aquella casa de campo y que siempre que lo veía le recordaba: «Verte conducir por esos caminos de Dios… ¡Y pensar que un buen día te estuvimos velando!»
Aquel niño no fue consciente de lo que le ocurrió en su inexplicable supuesto renacimiento. Tampoco lo fue de su otrora experiencia en aquel páramo oscuro con su ganado, donde aquella aparición en forma de niña angelical le escoltó. Todo surgió en su mente, como una bendita iluminación, muchísimos años después tras volver a ver la imagen de la Virgen del Carmen en aquel precioso retablo, en aquella misma iglesia. Y él me repite una y otra vez: «¡A día de hoy, ahora a mis setenta y seis años, sé que fue ella!»
Relacionado con el artículo «La niña aparecida al pequeño pastor», del anterior libro, La noche de los asombros.
El endiablado
Se hacen eco las noticias publicadas en los periódicos de La Vanguardia de 1887 y La Iberia del mismo año, pertrechándose un caso singular y extremadamente bizarro donde el protagonista es un muchacho que ya la prensa de la época tachó de loco, demente o perturbado por los hechos acontecidos y de los que fue autor.
En la mañana del 22 de junio, un joven conocido como el Carmonilla, estudiante o protegido de los frailes franciscanos del convento de Antequera, sin motivo aparente, decide entrar en el convento de Belén, aprovechando que la puerta estaba abierta y el templo permanecía vacío de público, momento que aprovechó para cerrar a cal y canto el portón, quedándose solo en el interior.
El Carmonilla se dirigió hacia el altar donde se encontraba la popularmente venerada Virgen de los Dolores en la localidad y presto empezó a rajar los paños de la capilla y a destrozar toda la cristalería. Le quitó los puñales clavados en el pecho de la imagen y comenzó a rajarle las vestiduras y el manto. Luego, empezó a dar golpes a la virgen con una ira inusitada, la despojó de la corona y la tiró al suelo, rompiéndola al tiempo que maldecía e insultaba a la imagen por tenerla como causante de su locura y acusándola de haberle engañado.
Las monjas del convento, al percatarse de tal estruendo y vocerío, comenzaron a pedir a gritos ayuda sin obtener socorro alguno. Fue entonces cuando decidieron tocar las campanas para alertar a los vecinos de que no podían acceder al interior del templo, totalmente cerrado. Estos tuvieron que descolgarse desde el coro con cuerdas para poder reducir al perturbado joven que, en su intento de forcejear, tiró un santo rompiéndolo en mil añicos y le cercenó un brazo a la Virgen de los Dolores. Se sabe que después de reducirlo fue llevado al hospital, ya que era el único lugar de Antequera donde podrían hacerse cargo de tal desequilibrado, pues no se le conocía familia cercana. Poco o nada se sabe de lo que le paso después a ese muchacho, un hombre desquiciado que recorría las calles de Antequera en solitario. Los frailes franciscanos que le educaron y dieron hospicio casi le tuvieron que echar del convento al percatarse de su pasión desbordada por las imágenes y los santos que le alejaban cada vez más de la razón y de la cordura.
El misterio de una posible promesa que la Virgen le confirió al Carmonilla por su lealtad y admiración desbordada incumplida fue el punto de no retorno hacia el camino de la sinrazón y la locura.
El espectro de las uñas largas
Tengo que reconocer que la historia que narraré a continuación me llamó sobremanera la atención, no solo por la narración en sí, sino por la peculiar forma de aquel extraño personaje, que casi parecía sacado de alguna proyección cinematográfica. La escena se sitúa en la campiña cordobesa, en un territorio conocido como La Lastra o como La Carrasca, nombres de cortijales de la localidad agraria de Almensilla.
Allí se cuenta como un vecino de la aldea próxima de Sileras, en una tarde noche sobre las 21:30 horas, tuvo un encuentro con una aparición espectral que le heló la sangre. Este hombre, presto a coger la carretera asfaltada antes de que la oscuridad se cerniera sobre él y dos mulos que le servían para trasportar sacos de grano, apresuró su paso por delante del citado cortijo de Las Lastras ya totalmente inhabitado y en la más manifiesta ruina. De repente, oyó lo que él describió como un bufido o gruñido muy ronco que le sobresaltó. Comentó que no podían ser imaginaciones suyas, puesto que sus animales también se asustaron. Miró hacia atrás y se quedó perplejo, contemplando la figura de lo que parecía ser un hombre anciano y enjuto con una calvicie prominente, pero una melena demacrada en la coronilla, no muy alto y encorvado, sentado sobre una de las piedras de la entrada al cortijo. Lo más significativo y peculiar es que este viejo tenía las manos huesudas con dedos alargados y unas uñas tan largas que se retorcían en su crecimiento hacia dentro. En un principio, aunque asustado, decidió nuestro testigo acercarse a aquel supuesto anciano para brindarle su ayuda por si estuviera necesitado de socorro. Fue entonces cuando aquel espectro se alzó y extendiendo los brazos le instó a que se alejara del cortijo con un bufido o un gruñido quizá más notorio e intenso. Este buen hombre comenta que incluso llegó a perseguirle durante unos instantes, saliendo a la fuga como alma que lleva el diablo y separándose de sus animales, que también corrían despavoridos. Una hora tardó en recuperar sus cabalgaduras y huir hacia el pueblo, jurando que jamás volvería a pasar por las inmediaciones de aquel cortijo en ruinas.
El tuerto de la Olivara
Era una fría mañana de invierno, donde la escarcha hacia presencia en los campos de olivares. Un cielo gris plomizo amenazaba con una posible tormenta que descargara su manto intenso de agua sobre las tierras del campo aledaño a Archidona. Un hombre mal encarado, con ropajes viejos y luenga capa oscura, recorría los caminos de tierra embarrada con un mulo que le servía para cargar víveres en desgastados y sucios sacos. La presencia de este hombre, extraño recovero que vendía o cambiaba vituallas por las cercanías de la localidad, causaba inquietud entre la gente.
El Tuerto de la Olivara era el prototipo arquetípico del hombre del saco que servía a modo de espantaniños y que causó no pocos terrores entre los críos de Archidona durante varias generaciones. Un hombre siniestro de faz oscura y con un ojo malogrado que, según la gente del lugar, estaba dispuesto a acechar a los niños entre los trigales altos y en la soledad de los campos cometer el rapto con posteriores perversas intenciones.
En principio, podría parecer un mito, aunque los ancianos sí comentan haberlo conocido e, incluso, tratado con él. Hasta aquí, supuesta fabulación hasta que en mayo de 1908 se produjo en las cercanías de la cueva de Menga un terrible asesinato a manos de un personaje llamado Francisco