Cazador de narcos II. Derzu Kazak
mano, y Yuan Yat–sen colocó en ella un portafolio rojo con ideogramas. Lo abrió ceremoniosamente en profundo silencio, y repartió a cada uno de los presentes el plan de trabajo que correspondía a su función en la organización.
– Allí está todo lo necesario. Lo estudian y lo destruyen con fuego. No dejen papeles sueltos. Los occidentales siempre buscan papeles. Estudien durante dos días lo allí escrito. Nos reuniremos nuevamente el viernes a las nueve de la mañana aquí mismo, para solucionar los problemas que encuentren al plan.
Terminada la reunión de trabajo... empezaba Michel.
Destapó unas botellas de “vin rouge” con la maestría de un cantinero; sacó por arte de magia jarrones de cerámica de scotch whisky Ye Monks de Luxe y botellas de Chivas Regal Royal Salute, champagne Cordon Rouge, Foundres Reserve Port de Sademan, vinos portugueses, y cerdo asado rodeado de una colección de bocadillos chinos y nepaleses, preparados por Lulú. Ninguno de los presentes extrañó el licor de arroz ni el té. Michel era un francés de alma.
Lo primero para él, era la buena mesa.
Fue el único que no recibió papeles del Capo de la Mafia China. Él estaba en otra etapa. La final.
Mientras los demás estudiaban y discutían la propuesta del Tigre, Michel vagaba por las polvorientas calles de Katmandú, al lado de hileras de casas de madera bellamente talladas y jamás mantenidas, donde la pintura original debía durar para siempre, y con los menos lavados posibles.
Bandadas de chicos con vivarachos ojos negros, y alguno que otro de dudosos ojos azules, herencia de algún trotamundos que busco el paraíso de la droga libre, se ofrecían para guiarlo, parloteando en dos o tres idiomas que habían aprendido en su trato con los hippies y los drogadictos occidentales que allí se asentaban por unos meses.
Con su aparente despreocupación, observaba todo lo que veía con más cuidado que los demás turistas. Contrató a un chiquillo despeinado y bastante zaparrastroso que caminaba descalzo a su lado con los aires de mundo de un pequeño gánster, hablando un argot afrancesado plagado de improperios y maldiciones propios de Marsella. Tendría unos ocho años vividos intensamente a su absoluto arbitrio, y le recordaba su infancia…
Le divertía hablar de hombre a hombrecito con un vocabulario que incluía tres barbaridades en cada frase, seguramente enseñadas a propósito para reírse de él por los trotamundos que pasaban el día recostados en la semiinconsciencia de una dosis de heroína, tomando sol en las escalinatas de la plaza Durbar.
Lo llevó por el templo de la virgen vestal Kumari, el templo Kashtamandap, que según el chiquillo lo habían edificado con la madera de un solo árbol, luego a la estupa budista Swayambhunath, ubicada en lo alto de la hermosa colina que permitía la vista de Katmandú y sus alrededores.
Estuvo conversando con algunos jóvenes franceses que frecuentaban la plaza Durbar, sentado en las escalinatas de la Stupa blanca y radiante, mientras le ofrecían drogas de todo tipo en bandejas colgadas al cuello. Pero eso le resultaba demasiado aburrido, ya conocía todos los templos, pagodas y stupas de Asia.
Le dio unos dólares al muchacho y le pidió que lo llevara al mejor bar donde tomar un trago y buscar amigos.
Luego de caminar unas tres cuadras, el chico le enseñó con la mano un parador que aparentaba estar en ruinas, despintado y sucio como tantos por la zona. Pero Michel estaba acostumbrado.
Abrió la puerta y parpadeó ante la oscuridad del interior. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, logró distinguir un mostrador y unas mesas con hombres medio alcoholizados o drogados, casi todos occidentales, y un par de chinos hablándose al oído en un rincón. Se apoyó en el mostrador de madera y notó que la pegajosa mugre podía rasparse con un cuchillo. Pero eso no tenía importancia en esas zonas.
– Sírveme un whisky.
Al sentir la palabra “whisky”, un hombretón bastante achispado se acercó a él tambaleando. Arrastró un banco de madera y se sentó a su lado mirándolo inquisitivamente.
Michel lo ignoraba.
El gigante, seguramente algún nórdico por sus rasgos y su piel rosácea, con un tupido vello rojizo que asomaba entre su camisa medio abierta, estaba con toda seguridad bajo los efectos de algún alucinógeno. Mascaba algo gomoso, en tanto que los ojos obnubilados y perdidos oscilaban en su cara tratando de que Michel lo mirara. Hasta que se cansó de buscar su atención.
Le plantó la manaza sobre el hombro y lo giró bruscamente, al tiempo que le decía algo en un idioma que Michel no entendió, pero comprendió se refería al whisky. Le dio la botella sin mirarlo. Era una bebida adulterada por esas fábricas de whisky escocés que tienen los asiáticos. Una verdadera basura.
Agarró la botella y se la bebió mirando al techo de un solo tirón, como si fuese una mamadera de leche dorada. Trató de aproximarse torpemente, señalando que quería más. Michel lo separó con su mano, y el gigante cayó al suelo como una bolsa de papas. Allí comenzó a roncar.
Sus compañeros de mesa se levantaron enfurecidos. Uno de ellos, también con rasgos occidentales, tomó una botella de gin por el cuello, y le dio un golpe en el borde de la mesa sacándole la base y dejando afilados cuchillos de vidrio al descubierto. El otro sacó una navaja automática que chasqueó metálicamente al abrirse. Avanzaban amenazantes, envalentonados por el alcohol y la heroína.
Michel no deseaba problemas. Comenzó a dar un rodeo para emigrar del local, cuando alguien que estaba a su espalda lo sujetó vigorosamente de las ropas.
Michel era marsellés y aventurero, en su errante vida había desfilado por los peores tugurios de Asia y había sobrevivido. Pero sus métodos de supervivencia eran demasiado drásticos. Sacó de entre sus ropas una pistola Steyr Parabellum GB de 9 mm., y disparó al que lo sujetaba desde atrás sin mirarlo. Apuntó fríamente a los dos que tenía delante, y los revolcó en el suelo con un tiro en las piernas a cada uno. Miró fijamente a los demás clientes, y guardó el arma con una calma mortífera que dejó helados a los parroquianos. Salió despacio, sin preocuparse de mirar atrás.
¡Se acabaron las reuniones para mí! Pensaba el marsellés. Que las sigan los muchachos con sus dragoncitos tatuados… Debo buscar aire fresco. Regresó a su casa, y dejó un mensaje escrito a Lulú para el Tigre.
Con un pequeño bolso de mano se fue hacia el aeropuerto. Alquiló sin regatear una avioneta Piper bimotor, para hacer un itinerario fotográfico de los arrozales de Nepal y las estribaciones del Himalaya. El piloto hablaba inglés y se entendieron estupendamente. Era un día espléndido para ver desde cerca la ruta hacia el Everest.
En pleno vuelo, inesperadamente apagó la radio, y le pidió al aviador que lo dejase en Gorakhpur, en la India. El desconcertado nepalí accedió entusiasmado con numerosos asentimientos de cabeza cuando vio que la negra boca de una pistola automática le estaba apuntando.
Aterrizó en unos campos sin labrar antes de llegar a la cuidad y le dijo afectuosamente al piloto, mientras le entregaba un fajo de dólares: – Regresa inmediatamente a Katmandú, jamás me has visto y aquí no ha pasado nada. Si me entero que abres la boca, volverás a volar por los aires… Pero sin el Piper.
El piloto levantó su dedo pulgar en una actitud muy yankee, se remetió los billetes entre sus ropas y desapareció en los cielos.
Michel se evaporó misteriosamente en la inmensidad de Asia, su otro hogar.
Capítulo 7
Washington D.C. – USA
El Comandante John Parker estaba reunido con el Dr. Weeb Sullivan, Comandante general de la Administración Ejecutora de las Leyes Sobre Drogas, más conocida como la DEA, en Washington. También asistían a esa cumbre antinarcóticos el Dr. John Macnamara, por el Departamento Fiscal, su secretario particular y asistente, el teniente David Kant, el mejor experto sobre temas de computadoras en la DEA, y un Senador Nacional, el Ing. en electrónica Patric Scherer, en representación del Presidente de los Estados Unidos de América.
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