Los días ciegos. Raúl Alonso Alemany
para ayudarme. Me pareció que él debía de ser el guardia que siempre decía la verdad; sin embargo, en cuanto logramos cerrarla, la chica empezó a aplaudir tímida y sordamente, con las manitas bien pegadas a su cara redonda. ¿Tal vez fuera ella la que nunca mentía? ¿Por qué, si no, iba a ser tan mona?
Ambos me desearon un buen viaje. Otra vez esas sonrisas ensayadas: qué bien quedarían en las fotos, los corazones agradecidos y gustosos se acumularían en las redes sociales. Me sentí contento por ellos: sobre todo por el que siempre decía la verdad, aunque en el fondo lo mismo daba.
Empecé a andar por el pasillo: cable rojo, cable azul.
Entonces me sobrevino un escalofrío. Me palpé los bolsillos y me invadió el pánico: billete, pasaporte, maleta, cable del teléfono, servilleta arrugada…
—Excúseme, señor —dijo una voz a mis espaldas.
Cinturón de piel marrón que me había comprado cuando tenía quince años, cuarenta y tres rublos, dos caramelos Hall, restos de olor a colonia, una moneda de veinte céntimos de euro…
—Señor, excúseme —insistió la voz.
Me di la vuelta y vi otra vez la sonrisa ensayada de la chica: perfecta, blanca, neutra. Sonrisa de tristeza o de alegría, de veinticuatro horas al día: pase por aquí, entre por allá, gracias por volar con nosotros.
—Su teléfono, señor —dijo ella, que debía de ser la que siempre decía la verdad—. Se lo había dejado en el suelo —añadió.
La miré y le di las gracias con la cabeza mientras recogía el móvil de sus manos. Allí dentro seguía el último mensaje de amor para Masha, el decisivo. Pero aún no lo iba a mandar: me pareció más heroico y dramático esperar a estar sentado en el avión.
Cerré los ojos y volví a suspirar con la cabeza pegada a la ventanilla. Ya no podía prolongar más el momento. La mujer del pelo cardado estaba hablando a gritos con alguien al otro lado del avión, con más de una persona en realidad. En su huida grupal hacia el sol de invierno en España, había decidido sacrificarse por todos los demás y viajar sola las cuatro horas de camino hasta Barcelona, alejada de sus compañeros de aventuras. Eso supuse. Aún no eran las ocho de la mañana, pero ellos gritaban por encima de nuestras cabezas, y yo sabía que había llegado la hora: el día en que le pedí a la mujer a la que quería que se quedara conmigo para siempre, fuera ya no nevaba y el cielo azul asomó por primera vez en los diez días que pasé en Rusia.
Nunca había pasado tanto tiempo sin ver el sol y pensé en incorporar esa sensación a mi mensaje de amor para Masha. Sus ojos azules como el cielo azul. Sonaba tan vulgar…, pero no había dormido y un tipo que estaba muerto había arrojado sobre mi cara un espantoso hedor a vodka para recordarme quién era.
Además, yo sabía que los ojos de Masha no eran solo azules, así, sin más. En sus ojos azules, uno podía ver el mar. Pero no únicamente era el color. Se podía ver el mar porque el mar está lleno de cosas. En el mar hay de todo: hay tesoros escondidos y hay peces muertos; hay algas flotando y hay aguas cristalinas donde ves tu propio cuerpo; hay inmigrantes náufragos y hay piratas asesinos; hay barcos de guerra y hay embarcaciones de recreo. Y también había de todo en los ojos de Masha: había una alegría descontrolada por la vida y había una tristeza súbita; había cuando te mentía y había cuando salías detrás de ella para decirle que la querías; había la tristeza por tener que exiliarse y había la rebeldía contra las leyes de inmigración; había fidelidad y empatía, pero había traición y soledad; había que me dejara marchar de allí sin ella y había que convirtiera una ciudad en la que pasaban meses sin verse el sol en el mejor lugar del mundo.
—Señor, excúseme, señor. —Una voz sonó en mi cabeza.
Abrí los ojos, mis ojos verde-marrones en los que definitivamente no se podía ver el mar. ¿Qué se podría ver en mis ojos? ¿Qué es verde y marrón?
—Señor —me dijo la chica que hacía unos minutos me había dado el teléfono, la que siempre decía la verdad—, ¿usted hablar inglés?
Asentí y mentí, todo a un tiempo.
Y la chica empezó a hablar en un inglés de avión, más profesional que el de la sala de espera, con la boca cerrada y haciendo gestos con las manos cada poco tiempo, mientras la mujer del pelo cardado y yo asentíamos como si entendiéramos media palabra de lo que nos estaba diciendo y de lo que teníamos que hacer en caso de que el «aparato aéreo» se estrellara o amerizara. Como si en ese caso no fuéramos a ponernos a gritar como unos locos. Como si, en el improbable caso de sobrevivir, no fuéramos a subirnos por encima de las cabezas de los otros pasajeros para salir de allí lo antes posible. Sería muy mala suerte que después no se abriera la puerta de emergencia por no haber prestado más atención a las clases de inglés del colegio. Por lo demás, no me inquietaba demasiado el tema del accidente porque llevaba puestas mis lentillas. Eso me hacía sentir incomprensiblemente seguro. En caso de siniestro, estaba preparado: lo vería todo perfectamente.
La chica que siempre decía la verdad continuó hablando y hablando mientras yo seguía con el teléfono en la mano asintiendo y cerrando los ojos cada poco. Por otra parte, consideré una buena señal que se me hubiera puesto a hablar precisamente ella, la persona que me había devuelto el móvil hacía apenas unos minutos.
Cuando por fin acabó sus explicaciones, sonrió y se incorporó un poco para ajustarse la falda, luego caminó hacia la cabina del avión. La mujer de anchas espaldas y pelo cardado me miró con cara de preturista, como si en cualquier momento fuera a preguntarme dónde quedaba la playa o si podía recomendarle un buen restaurante donde tomar una de esas famosas paellas. La evité y encendí de nuevo el teléfono móvil. Fui a la aplicación correspondiente e intenté mandar el mensaje, pero dentro del avión no había señal de wifi.
Otro pequeño error de cálculo.
Debía desactivar esa bomba que tenía entre las manos: cortar el cable de una vez y largarme de allí, preguntarle a uno de los guardias cuál era la solución para todo aquello.
Activé los datos del teléfono mientras oía unos gritos en la parte delantera del avión a los que no presté atención. Aquel alboroto no hablaba de mí, ya no tenía nada que ver con la noche que pasé en el aeropuerto internacional de Sheremetievo, cuando le pedí a Masha que se quedara conmigo para siempre.
Leí unas cuantas veces el mensaje que resumía la historia de mi vida en unas pocas palabras. Tenía siete, doce, quince, veintidós, veinticinco, treinta, treinta y tres años… Una sucesión de tiempo: la vida condensada en un par de frases. Y ahí estaba yo, montado en un avión ruso camino de mi casa y activando el roaming. A la porra todo: cuando estaba con Masha, no había nadie más en el mundo.
Eso era lo único importante, lo único que había que decir.
Es probable que en algún momento los gritos dentro del avión me despistaran de aquel texto, de quien siempre mentía o de quien siempre decía la verdad, del cable rojo o del cable azul, pero no lo recuerdo.
En las dos frases que le escribí a Masha, aparecieron el borracho muerto de los mocasines marrones, apareció mi padre y su enfermedad, el hombre que componía versos y la mujer que los aplaudía, apareció la chica con melena de cuento de hadas y sus amantes (el joven y el viejo), los signos del horóscopo y la gente que creía en el destino; allí estaban los enfermeros, mi madre y mi abuela; aparecieron el relojero, la viuda y Sofia Arnaboldi en su burdel, también la chica que hacía de figurante y el tipo condenado a vivir para siempre en un asilo; apareció la niña japonesa que lloró y el hombre coreano que se había afeitado solo la mitad de la cara; apareció el silencio de Masha la noche que pasé en el aeropuerto tras pedirle que se quedara conmigo para siempre y apareció Maria Elena, dicho así, a la italiana, con acento en la primera «e», con sus palabras y sus silencios eternos, para siempre, para toda la vida, a más de siete mil quinientos kilómetros de distancia de mi avión.
Tan lejos, tan cerca.
Pulsé en la pantalla sobre «enviar» y el mensaje se fue de mí. En ese momento, por primera vez en los últimos meses