Los días ciegos. Raúl Alonso Alemany

Los días ciegos - Raúl Alonso Alemany


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      No obstante, cuando el arco de seguridad no pitó, cuando no detectaron ninguna bomba en mi maleta ni líquido alguno en una botella demasiado grande, sentí un pequeño subidón de felicidad por formar parte legal de la parte legal del mundo. Como si un esquiador que viviera en la otra punta del planeta lo hubiera logrado, como si por fin hubiera quedado probado que la Pepsi-Cola es para los hombres buenos.

      Tras colgar el teléfono, se había hecho el silencio y había dado otras vueltas por los pasillos del aeropuerto. Siempre ese horror al vacío tras una conversación con Maria Elena.

      Supuse que ya no me encontraría a los dos soldados vestidos con trajes de camuflaje que había convertido en parte de mi historia, pues vi a otros dos guardias sentados donde antes habían estado ellos. En sus rostros ya no se percibía la quietud de la vigilancia nocturna, sino un frescor opuesto. Para ellos ya era el día siguiente, aunque no hubiera rastro de la luz del sol detrás de la nube que cubre Moscú de noviembre a abril.

      Comprobé la hora en el móvil: poco más de una hora para que saliera mi avión y no había recibido ningún mensaje de Masha en el que me dijera que me quedara allí con ella, que diera media vuelta y regresara a su lado. Además, se me estaba agotando la batería del teléfono: el quince por ciento del dibujito de una pila verde para que ella me dijera sí, quédate conmigo.

      Arrastré mi maleta rota por los pasillos del aeropuerto por última vez, mirando de vez en cuando hacia la puerta por si aparecía Masha. Pero, al cabo de un rato, me resigné y me dirigí al control de seguridad, a esperar otros noventa minutos antes de que el avión despegara rumbo a Barcelona.

      Al quitarme las botas para atravesar el arco de seguridad, recordé los mocasines del hombre muerto, su rostro inerte de borracho; sin embargo, cuando pasé al otro lado sin que guardias de asalto como armarios roperos me derribaran en nombre de la justicia internacional, me pareció que también a él lo dejaba atrás. A él, a sus zapatos marrones y a aquel aliento a vodka que me había recordado quién era yo en realidad.

      Antes de colgar el teléfono, le había preguntado a Maria Elena qué tal le iba. Le había pedido que me contara algo de ella, de su vida en América, de si pensaba regresar. Habíamos hablado del pasado y de mí. Sin embargo, en cuanto lo hice, ella pareció tener prisa por acabar la conversación. Yo intenté alargarla, pero ella se disculpó porque tenía que salir o hacer no sé qué cosa a siete mil quinientos kilómetros de distancia y dejó su silencio a mi lado.

      Por eso había llamado a Elena a las seis de la mañana. No solo porque fuera la única persona que conocía que estaría despierta a esa hora de la madrugada, de la noche para ella, sino también porque Maria Elena Padovani y su silencio eran todas las mujeres de mi vida. Porque puede que, como antes con la llamada perdida a mi padre o con el recuerdo de mi madre, con los guardias, con la chica de la melena de cuento o con el hombre sin sombrero de ala ancha, detrás de su silencio pudiera encontrar la respuesta a por qué llevaba tantas horas solo en el aeropuerto internacional de Sheremetievo.

      Tras calzarme las botas y guardar mi portátil en su funda, volví a arrastrar la maleta por otra sucesión de pasillos buscando la puerta de embarque 35-A, que apareció ante mí después de diez minutos de caminar por un suelo encerado donde pude ver el reflejo de mi rostro.

      Al llegar a la puerta de embarque, noté que allí se respiraba un ambiente diferente. La sensación de irrealidad y pausa que había compartido con los demás viajeros durante diez horas se había transformado en un ambiente bullicioso en el que los susurros y los rostros dormidos habían dado paso a gritos y expresiones despiertas.

      Había niños corriendo, grupos de chicos jugando a las cartas y gente que se reía a carcajadas. Eran las primeras carcajadas que oía desde hacía días: los rusos no se carcajean así como así; al menos no en Rusia. Es como si en su país, con toda esa herencia de espiritualismo y frío, de historia y silencio, no tuvieran tiempo para tonterías. Esperan a estar en sus casas, tal vez, o a salir fuera de sus fronteras. Entonces sí que pueden dar rienda suelta a esa risa gutural de hombres obesos y de pelo paja que pasean en pantalones cortos de vivos colores por el centro de la ciudad, del brazo de mujeres de marfil con vestidos floreados que parecen, de tal guisa, también ellas, disparos en un museo.

      Cerca de las siete de la mañana, volví a preguntarme si había hecho todo lo que estaba en mi mano para convencer a Masha de que se quedara conmigo para siempre. Estaba seguro de que esa era la puerta a la que tenía que llamar, pero tal vez lo había hecho mal: quizás había pulsado el timbre cuando lo correcto hubiera sido aporrear la puerta con los puños. Repasé los últimos días para intentar comprender qué había ido mal en mi plan, aunque debo reconocer que tampoco es que hubiera trazado una estrategia muy elaborada: cojo un avión, recorro Europa y le digo que la quiero.

      Fin de la historia.

      Tal vez me habían fallado la sencillez del plan o las mismas palabras. Quizá, si diera con la palabra justa, podría convencerla de que se equivocaba dejándome marchar. Puede que si le enviaba un mensaje antes de que el avión despegara se obrara un milagro final propio de una película de Hollywood: la chica corriendo por el aero­puerto, saltándose todos los controles, con guardias gordos persiguiéndola por los pasillos mientras se sujetaban con una mano la gorra, y con la otra, los pantalones por debajo de un vientre abultado en el que sobresalía un cinturón con una hebilla plateada. Y, al final, el reencuentro: quizá de lejos, pero el reencuentro: «El abuelo Davidka viajó hasta Rusia para decirle a la abuela que la quería. Y fuera nevaba».

      Poco a poco, me fui convenciendo de que tenía que haber algo que pudiera decirle y cambiara la suerte de la partida en el último momento.

      Llegué a pensar que la clave de mi felicidad era como uno de esos juegos de ingenio para todas las edades en los que hay que dar con la solución para sobrevivir: un hombre tiene que elegir entre dos puertas; una conduce a la muerte, la otra lleva a la libertad. Cada una de ellas está custodiada por un guardia. Uno siempre dice la verdad; el otro siempre miente. Y solo se puede formular una pregunta.

      Y yo pensé que Masha volvería a quererme si daba con la palabra apropiada, si resolvía el acertijo y nos convertíamos en una escena de película.

      Al cabo de un rato, me pareció ver pasar a la chica de la melena de cuento, pero no le presté atención; ya no tenía tiempo para eso. A esas alturas de la noche solo sentía curiosidad por mí, cosa que me ponía más y más nervioso: mucho más que ver a un hombre muerto o escarbar en mi pasado buscándole una explicación a mi soledad.

      El ruido de fondo fue perdiendo forma a medida que me convencía de que tenía que haber una solución. Si me montaba en el avión sin haber dado con ella, no habría vuelta atrás.

      Intenté concentrarme, a pesar del sueño y del cansancio de las últimas semanas. ¿Qué podía decirle a Masha? ¿Qué palabra era la justa? ¿A cuál de los dos guardias tenía que formularle la pregunta, al que mentía siempre o al que decía la verdad? En la pantalla del móvil, los minutos pasaban a la misma velocidad que se me acababa la batería. Tenía la sensación de que una bomba iba a explotar.

      Así hasta que se me ocurrió algo bonito que decirle. Y eso fue bastante para que me sintiera más animado. Recuperé mi fe desmedida en las palabras; sería trivial para cualquier otra persona, pero no para mí, que la sentía bajo la piel, como otra canción que hablaba de todos nosotros. Cortaría el cable azul o el cable rojo y que fuera lo que Dios quisiera. Lo que iba a decirle no era exactamente una palabra (un solo cable), más bien era una frase (un conjunto de cables azules o rojos). No podía fallar.

      —¿Tu planeador va pronto? —me preguntó una voz que me costó hacer regresar a mi mundo.

      El tipo que no llevaba sombrero de ala ancha me observó con una sonrisilla en los labios. Estaba de pie ante mí, mirándome desde arriba. Sentado, yo había empezado a escribirle a Masha aquella frase que desactivaría la bomba y que quedó congelada en la pantalla de mi móvil.

      —Sí, ir pronto —le respondí con ganas de quitármelo de encima.

      —Mí también —dijo él—. Pero a mí parecer que el planeador de ti ir


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