Los días ciegos. Raúl Alonso Alemany

Los días ciegos - Raúl Alonso Alemany


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se le ocurre, David) solo es la punta del iceberg. —Dijo la última palabra en inglés, en cursiva.

      —No sé… Es complicado…

      —Todo es complicado, ¿no? ¿Por qué crees que se echó a llorar Psaménito? ¿Por que habían hecho prisionero a su soldado? ¿O por que violarían infinidad de veces a su propia hija (ahora una vulgar criada)? ¿O por que habían matado a su hijo? ¿Tal vez por que le habían arrebatado todo su poder?

      —¿Por todo?

      —Bueno, por todo, sí, claro —me respondió con algo de impaciencia, dejando escapar su acento italiano por primera vez—. Pero lo del soldado solo fue la gota que rebasó el vaso, ¿no? ¿Se dice así en español?

      —Sí, que colmó el vaso —la corregí.

      —Pues eso. Le importaba una mierda la vida de ese soldado. ¿Cómo le va a importar a un rey que un súbdito cualquiera viva hoy o muera mañana? Lo del dedo, Davide. Perdona que te diga alto tan obvio, pero no hay que mirar solo el dedo. Se necesita estar atento a la dirección que te señala. ¿No te parece?

      Por delante de mí, vi pasar a la chica de la melena de cuento, justo por donde me había imaginado que señalaba el dedo de Maria Elena. Estaba buscando con la mirada a alguien. En una mano llevaba el pasaporte, en la otra, la maleta de color calabaza. ¿Qué hora era ya?

      —Además, ¿qué es esa historia de los zapatos de un cadáver? —añadió Maria Elena.

      —Nada, es lo que te he dicho. Necesitaba contárselo a alguien —me justifiqué—. Un hombre se ha desplomado en mitad del aero­puerto. Creo que era un homeless que pasaba tiempo aquí. Me ha parecido como esa gente que existe solo como una forma del paisaje. Está el borracho del barrio, el tonto del pueblo, el listillo de la oficina… Y aquí, por lo que parece, estaba el borracho del aeropuerto.

      —Ya… Suena poco ruso que dejen pasear a un homeless como si tal cosa por el aeropuerto. Los espías como tú podrían informar de algo así y darles mala publicidad —bromeó.

      —Sí, es un poco raro —respondí, ajeno a su ironía—. Y, además, llevaba mocasines. Eso sería más para el verano. ¿No te parece extraño?

      Se hizo el silencio. Me la imaginé poniendo cara de impaciencia, tan lejos y tan cerca como siempre la había sentido.

      —Tú creías en los horóscopos y toda esa mierda, ¿no? —añadí entonces.

      Cuando hablaba con Maria Elena, cada poco salía esa palabra: «mierda». Quizá porque durante años tuvimos el sueño de irnos juntos a la mierda, o eso nos decíamos: lejos, donde nadie nos conociera, donde pudiéramos hacer de todo sin que a nadie le importara lo más mínimo, ni siquiera a nosotros mismos (sobre todo a nosotros mismos); una playa semidesierta, una gran ciudad extranjera con cláxones y contaminación, la falda de una montaña. A la mierda podía ser a cualquier parte. Sin embargo, finalmente, lo más parecido a eso que sucedió fue que lo nuestro, si es que alguna vez había existido, se fuese justo ahí: a la mierda.

      —Si lo dices de ese modo…, no, desde luego. Pero en algo hay que creer, querido. Mírate a ti: durmiendo en el aeropuerto de Moscú. Y supongo que eso es porque crees en algo, ¿no?

      —No sé si es lo mismo. No es que yo siguiera algún designio superior o que las cartas me dijeran que tenía que coger un avión y decirle a una mujer que la quiero o algo así. Simplemente, se hace.

      —Es tan impropio de ti, catalán —dijo Maria Elena tras resoplar.

      —¿El qué?

      Unos años atrás, había estado a punto de realizar un viaje así por ella, pero cuando llegó el momento cogí otro avión. Y cuando quise rectificar, ya fue demasiado tarde.

      Siempre había tenido la ridícula pretensión de pedirle perdón por aquello. Posiblemente, un gesto de amor así por Maria Elena no hubiera llegado a nada más que a «La noche en que le dije a la mujer a la que amaba que quería pasar el resto de mi vida a su lado, dormí toda la noche en una estación de tren del centro de Italia». Sin embargo, Maria Elena siempre me había parecido la mujer perfecta y pensaba que se merecía que algún idiota como yo hiciera eso por ella. Me parecía inteligente, divertida, guapa, buena. Quizá, bien pensado, por eso nunca había cogido ese avión, precisamente porque Maria Elena me parecía perfecta y estaba íntimamente convencido de que un tipo como yo no la merecía.

      —¿El qué? —me imitó—. Pues eso: que es impropio de ti hacer estas cosas. Pero, bueno, sea como sea…, mira: yo no digo que todo esté escrito, solo que a veces me parece que hay cosas que influyen, cosas que no controlamos. Si no, ¿cómo explicas lo de mi madre? —preguntó.

      —¿Qué le ha pasado a tu madre?

      —No, nada, está bien. Dentro de lo que cabe, ella es feliz como quien lo sabe ser. Es otra cosa.

      Maria Elena tosió a siete mil quinientos kilómetros de distancia. En Nueva York debían de ser casi las diez de la noche. Me la imaginé con una copa de vino en una mano, las gafas puestas y libros en varios idiomas desperdigados encima de una mesa de madera. A veces imagino clichés que me hacen feliz.

      —Ayer hablé con ella y me contó un sueño que tuvo —continuó—. Dice que se fue a dormir y que, nada más cerrar los ojos, empezaron a desfilar por su mente todas las personas que conocía de su viejo pueblo: mis tíos, mis primos, el vecino de al lado, el que hace quesos… Todos menos una persona: Lucrezia, cuya hermana había muerto hacía unos días. Mi madre se despertó de golpe y pensó que debía llamar a mi tía para pedirle el teléfono de Lucrezia, para poder darle el pésame. ¿Y sabes qué pasó?

      —¿Qué?

      —Pues que al día siguiente llamó a su hermana para pedirle el teléfono de Lucrezia, pero mi tía le dijo que Lucrezia, la hermana de Francesca, la única que no había aparecido en su sueño, había muerto hacía unas horas.

      Los bancos que hacía un rato estaban ocupados por pasajeros esperando medio dormidos la salida de su avión estaban vacíos. Se respiraba un aire diferente. Había más gente de pie y la primera luz del día se abría paso entre la nieve del exterior. Sentí una punzada de angustia. Algo parecido a la nostalgia por venir. Me empezaba a separar irremediablemente de mi noche de amor y, francamente, me importaba un carajo aquella nueva historia.

      —Tal vez fuera intuición. —le dije.

      —Puede ser eso, o puede ser algo que no se controla, tal vez sea una lección de humildad. Nos creemos capaces de manejarlo todo, sentimos que podemos controlarlo todo, pero no controlamos nada. Tal vez haya cosas que no dependen solo de uno: de tomar una decisión o la contraria. Llámalo cómo quieras, pero creo que hay cosas que se escapan de nuestra competencia. Simplemente, vienen y se van.

      —¿Quieres decirme que coja inmediatamente el próximo avión a Barcelona y me largue de aquí?

      —Yo no sé qué quiero decir, Davide —dijo, y soltó un suspiro—. Mira, has hecho lo que has podido…, pero a mí no me pinta nada bien. Cierto día recibes un mensaje de una mujer a la que dices querer en el que ella te insiste en que no le hables más, y ya no hay más explicación. Y sé que hay una pulsión interna por descubrir cualquier misterio que nos asalta, pero a veces es mejor no conocer la verdad, ¿sabes?, no vaya a ser que toda la épica se vaya a la mierda. No sé… En todo caso, con esa carta de mentira, que ni siquiera puedes tocar, con ese e-mail que no deja rastro alguno, que no huele a nada (no la puedes arrugar y hacer una bola de ella, no puedes pintar un corazón encima ni quemarla para ver cómo se deshacen las palabras), tú coges un avión, atraviesas toda Europa en pleno invierno para decirle a esa mujer, en fondo una desconocida, que no, que no te conformas, que no te rindes, que has ido a llevarle a la mismita puerta de su casa una historia de amor. Para que comprenda de una vez por todas qué es el amor. ¿Y qué hace ella?

      —¿Qué hace?

      —Deja que duermas toda la noche en el aeropuerto.

      —Bueno, más o menos.


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