Los días ciegos. Raúl Alonso Alemany
reparábamos solamente en los acordes iniciales de la canción: nos escandalizábamos por la zafiedad del abuelo, bromeábamos sobre el machismo en blanco y negro, incluso algunos apuntaban que por fortuna los tiempos habían cambiado. Sin embargo, el subidón que a todos nos procuraba reconocer los acordes del hit más popular en la familia (I can´t get no satisfaction) no nos dejaba oír el final de la pieza, que se perdía en las mismas palabras, en la euforia desmedida del público de siempre (Cause you see I’m on losing streak). Nunca a nadie se le ocurrió preguntar: «¿Y qué hiciste tú, abuelita?». Quizá porque nos parecía obvio y habían pasado tantos años y palabras por aquella anécdota que ya casi era solo un ruido de fondo.
—No, no lo sé. Nunca lo habéis contado —respondí finalmente.
—Supongo que todo el mundo piensa que le cerró la puerta en las narices o que esperó al abuelo con un cuchillo o una sartén en la mano, para atizarle bien fuerte. La abuela tuvo esa fama, ¿no? —Sonrió y soltó un poco de aire por la nariz—. Pero ¿sabes una cosa? Nadie tiene idea de nada. Y, bueno, tu abuela hizo lo que hizo. —Acarició el ataúd—. Aquel tipo bajito llevaba un traje gris y un sombrero de ala ancha. Era la moda de aquella época. Y una escalera de color es mucho mejor que un trío. Tu abuela lo sabía. —Se rio—. Así que mamá esperó a que papá volviera mientras el hombrecillo aguardaba sentado en el salón. Cuando papá llegó, ella cogió al hombre de la mano y se lo llevó a su cuarto. No sé si después hubo cuchillos o sartenes, eso nunca me lo dijo. Lo que sí me contó es que no fue el mejor sexo de su vida, pero tampoco el peor.
Mi madre se echó a reír, pero con la risa de otra mujer, de alguien que había olvidado que su obligación era salvarnos a todos. Alguien llamó a la salita y nos interrumpió: el tipo de la funeraria asomó su cabecita y nos miró desconcertado.
—Disculpen, si están listos, deberíamos preparar a su familiar: la ceremonia empezará dentro de diez minutos —dijo en voz baja, apestando a colonia.
No le hicimos ni caso.
—¿Disculpen? —insistió él.
Pero mi madre no le respondió; me miró como si ahora que se había quedado sola en el mundo hubiera llegado mi turno.
—Sí, creo que la abuela ya está preparada para su último viaje —dije al cabo de diez segundos, en una de las frases más estúpidas de todos los tiempos, que rematé con un infecto—: Es que siempre fue muy coqueta y me ha dicho que está muy pálida y que esa no es forma de presentarse en un funeral.
Mi madre abrió mucho los ojos ante mi estupidez, pero el tipo de la funeraria se echó a reír dándose palmadas en los muslos.
—Ja, ja, ja… Qué bueno, qué bueno… ¡Nunca lo había escuchado!
Tanto se rio que por un momento pensé que me estaba tomando el pelo, algo que siempre me pasa cuando alguien me elogia más de cinco segundos o se ríe demasiado de una de mis bromas. Creo que es una cosa que les pasa bastante a los virgos, que son perfeccionistas pero inseguros, serios pero irónicos, fieles pero desconfiados. Aunque eso, claro, lo averigüé muchos años después, cuando los días ciegos. El tipo siguió mirándonos con gesto divertido mientras nos acompañaba hasta la puerta de la salita; sin embargo, antes de despedirse dijo con tono serio:
—Bueno, es verdad que no somos nada.
Luego se despidió con una ligera reverencia.
Antes de salir de la habitación, mi madre me acarició el rostro y me dijo:
—Qué hombre más mala pata, ¿no?
Se encogió de hombros y me sonrió.
Al salir nos recibieron familiares y amigos, que se reían y que hablaban, rezagados camino de la ceremonia final de la vida de mi abuela, donde se cantó el Virolai, sonó una cantata de Bach y un cura nos dijo a los allí presentes que una vez que empieza la muerte comienza la verdadera vida.
La otra vez que mi madre no fue mi madre sucedió en una tarde de mi infancia. No recuerdo ni el año ni el mes ni las circunstancias. Solo me acuerdo de estar en mi cuarto. Era de noche y oí unos sollozos de hombre en el salón. Salí de mi habitación tras bajar lentamente el picaporte. Recorrí el largo pasillo que llevaba de mi habitación al comedor con las puntas de los pies acariciando las baldosas, como si fuera un personaje de dibujos animados: me imaginé llevando mis zapatillas con el logo de Bugs Bunny en la mano, siendo yo de colores más vivos y doblándome con las esquinas.
—Lo siento —dijo mi padre, que se sorbió la nariz—. Solo es que… Todos estos años… Sé que no me creerás, sé que no me lo merezco, pero quiero que sepas que eres muy importante para mí —añadió.
Asomé la cabeza por la rendija abierta, tan pequeña que temí que la pestaña de mi ojo derecho quedara seccionada si me aproximaba un poco más. Mi padre vestía un traje que le venía grande: había perdido peso y llevaba barba de unos cuantos días. Olía a tabaco negro y colonia barata.
Ambos estaban sentados en un espantoso sofá de flores naranjas que sobrevivió décadas en nuestra familia. Ambos me parecieron mayores, aunque aún eran jóvenes.
—¿A qué has venido? —le preguntó ella.
El rostro de mi padre se iluminó durante unos instantes.
—He venido porque quiero que estemos juntos. He comprendido qué es lo importante. He decidido cambiar…
—Con tanto cambio, al final no te vas a conocer ni tú mismo —le cortó ella—. Quizá tu estado normal sea el de estar en un perpetuo cambio. Quiero decir que tu quietud sea el cambio… —añadió mi madre. Se pasó la mano por el pelo, negro y largo por aquel entonces. Sus propias palabras la habían confundido—. Quizá sea la única manera en la que te encuentras seguro: sin estar quieto… Siempre con un montón de sombreros y queriendo tener un lugar de donde marcharte. A veces, me gustaría ser como tú.
Papá se removió en la punta del sofá y juntó las manos formando un ángulo, rogando sin darse cuenta.
—Comprendo que estés enfadada —empezó a decir él, que en realidad no comprendía nada—. Yo ya no soy el que era… Lo que ha sucedido… —intentó seguir.
Pero mi madre lo interrumpió con un gesto: levantó una mano, miró en mi dirección y se dirigió hacia la puerta del comedor. Yo y mi ojo derecho retrocedimos con la torpeza con la que el coyote huía de la trampa que él mismo le había tendido al correcaminos. Corrí hasta mi cuarto. Salté sobre la cama, me metí entre las sábanas y cerré los ojos bien fuerte.
Durante unos segundos, esperé que la puerta de mi cuarto se abriera y sentir la mirada censora de mi madre sobre mí: no estaba bien espiar a los demás.
Pero mi madre no me había seguido por el pasillo.
Finalmente, cuando ya me estaba quedando dormido, oí el sonido de la puerta de la casa al cerrarse. Abrí los ojos de par en par, intuyendo que mi padre había vuelto a marcharse de casa. Era algo que se estaba convirtiendo en una suerte de tradición del Baix Llobregat. Me incorporé un poco sobre la cama, esperando oír algo más: un ruido en la cocina, el familiar arrastrar de los pasos de mi madre por el salón, un interruptor que se apaga.
Sin embargo, cuando la puerta de mi habitación se abrió y vi encendida la luz del pasillo, quien estaba ahí era mi padre, con los ojos bien abiertos y apestando a sudor. Esperé un reproche, pero no dijo nada. Cerró la puerta del cuarto, y yo no volví a ver a mi madre hasta al cabo de dos semanas, cuando regresó para cuidarnos a todos y que todo fuera bien.
6
Me pidió perdón con la mano: anillo dorado, pelos negros y uñas mal recortadas.
Cuando la chica de la melena y el soldado ruso ya se habían ido de la cafetería, había empezado a caminar por los pasillos del aeropuerto sin rumbo fijo, hasta que me choqué con el hombre que no llevaba sombrero de ala ancha. Volví a no fijarme en su rostro: solo en su mano derecha y en sus zapatos. Tras topar con él agaché la vista inmediatamente, avergonzado por haber