Los días ciegos. Raúl Alonso Alemany
se había abierto un abismo humillante. Era como si el mero hecho del paso del tiempo les hubiera arrebatado su condición de hombres: eran ancianos, viejos, abuelos, pero ya no hombres.
Aquel pensamiento me estremeció, la vida me estremeció.
Me observaron con pasividad: como si una cámara lenta los rodara en silencio. Todos. Desde un anciano peinado con brillantina y que olía a colonia barata y sudor, pero que intentaba mantener su antigua compostura con un batín de color rojo y un pañuelo de topos que sobresalía del bolsillo de su pijama, hasta una mujer menuda y encorvada que acompañaba a su cuñado, un hombre alto, pálido y con gafas de concha que dormitaba en la otra cama. Al observarlos a los tres, sus caras arrugadas, los pañales debajo de su ropa, su evidente confusión, pensé que aquella habitación era una suerte de sala de espera del juicio final: un lugar previo a la muerte.
Mi padre volvió a hacerme el gesto de que corriera la cortina, pero ya no era una petición, sino una orden, como si lo que estaba a punto de contarme le devolviera la autoridad que había perdido por culpa del derrame cerebral y la vejez. Me apresuraba a obedecer cuando el hombre del batín interrumpió mi gesto, sentado en una silla delante de su cama:
—¿Le gusta a usted la poesía, joven? —me preguntó.
Mi padre resopló, quizá porque no podía lanzarle una mirada de reproche a aquel viejo molesto, pues el rincón en el que le quedaba era para él un ángulo muerto.
—No me disgusta —contesté.
—¿Conoce usted a Espronceda? ¿La canción del pirata? —insistió el viejo, animado.
Y sin darme tiempo a contestar empezó a recitar con voz engolada y cerrando los ojos:
—Por cien cañones por banda, viento en popa a toda vela, no corta el mar, sino vuela, un barco benjamín…
—¡Un velero bergantín; no un «barco benjamín», hombre! —le corrigió mi padre, que soltó una risotada.
El anciano del batín se quedó callado. Asintió como si aceptara de buen grado la corrección de mi padre, pero no siguió: dejó los versos en el aire. Con el pañuelo de topos se frotó los ojos por debajo de las gafas. Mi padre, como si le quitara el juguete a otro niño, siguió recitando a voz en grito ese poema incrustado en su memoria:
—Qué es mi barco: mi tesoro; qué es mi dios: la libertad; mi ley, la fuerza y el viento, mi única patria, la mar.
Luego se hizo un silencio que solo rompió la sonrisa sin sonidos de mi padre. Todos se miraron entre sí y fingieron un vago sonreír, como si no les importara lo que estaba sucediendo en aquella habitación y no entendieran que competían entre sí por averiguar quién de entre todos ellos estaba menos decrépito, conservaba mejor los recuerdos y merecía otra oportunidad en esa antesala de la muerte.
—El señor Jorge escribía sus propias poesías, ¿verdad? —intervino de repente la cuñada del hombre de gafas de concha—. Tiene unas poesías muy bonitas dedicadas a su mujer.
El rostro del señor Jorge recuperó algo del prestigio perdidotras confundir un velero bergantín con un barco benjamín. Sí, efectivamente, él escribía poemas para su esposa, para su Rosa María, nos dijo.
—¿Quiere usted oír una de mis poesías? —me preguntó el anciano.
Mi padre hizo de nuevo un gesto con la mano, para que corriera las cortinas, pero yo decidí darle una oportunidad al poema del anciano, incómodo por la altivez de mi padre, en la cual intuí reconocer la mía. Fue de las primeras veces que le desautoricé, y eso me hizo sentir bien y mal al mismo tiempo, libre y triste por la misma cosa.
El anciano recitó:
—Era un día de primavera soleado, me encontraba yo desamparado. Las flores se marchitaban, los pétalos no me querían, mi amor se marchaba, y yo allí, y mis sentimientos me confundían. Y entonces apareciste tú, mi Rosa María; apareciste tú y todo fue una repentina e inmensa alegría.
La mujer pequeña aplaudió y exclamó que el señor Jorge era todo un artista, el hombre tendido en la cama no movió ni un músculo, mi padre resopló, el poeta asintió con satisfacción, yo sonreí y fuera de la habitación se oyó el correr de los carritos de las enfermeras que pasaban a esa hora de la tarde a cambiar los pañales de los enfermos.
Mi padre, que se olió el momento, volvió a decirme que corriera la cortina y esta vez obedecí.
Como si se le acabara el tiempo, me contó en tropel que llegó a la estación y que no tuvo adónde ir, que anduvo por las calles de la gran ciudad buscando una pensión que le recomendó el Foroso, el primero del pueblo en emigrar a Barcelona. Me contó que se «pateó» las calles hasta conseguir un trabajo, que no ascendió, que no fue honesto, que recibió a aquellos de sus hermanos que siguieron sus pasos escapando del hambre, que fue operario en una fábrica, camarero en un cine, chico de los recados en un banco… Me susurró que conoció iglesias, burdeles y campos de fútbol. Me dijo que se cansó de la mala vida y se hizo viajante, que vendía escobas y fregonas a quien no tenía suelo que barrer o pasillos que fregar. Me contó que conoció a mi madre. Me contó que la invitó a bailar, que se casaron y que quiso ser feliz aunque ya no le importaba.
Afuera de la habitación se oyó más cercano el rodar del carrito con los pañales, la carcajada de una enfermera y la tos de un paciente sin nombre, solo síntomas: hombre que tose y escupe flemas con sangre en la habitación 306.
Mi padre me contó que empezamos a nacer, mi hermana y yo. Los que sobrevivimos y los que no, dijo. Y yo no entendí. Me contó que se cansó de querer ser feliz y que tuvo que robar a su familia para poder seguir adelante. Me contó que se iba de casa, pero que siempre volvía. Me dijo que conoció a otras mujeres y que hay cosas que no debía saber nadie más. Me confesó que se iba bien lejos y que cada vez tardaba más en volver: porque viajaba y tenía que completar otras vidas.
Me contó que uno se vuelve indiscreto cuando la mentira es ya una rutina y que no le importó. Papá me dijo que por la boca muere el pez y que solo se vive una vez. Me dijo que fue otros hombres en otros lugares y en la misma ciudad, mientras yo iba al colegio, sus hermanos le dejaban dinero y mi madre se recostaba en el sofá, con dos lunares en la frente y la cena preparada. Me contó que un día volvió a casa, lloró y se quedó para toda la vida: esperando la hora de cenar y que pasara el tiempo.
Así de cruel y sincero, como la vida misma, dijo papá.
Y me siguió hablando, describiendo su vida pero sin darme una explicación (tal vez porque no había ninguna), hasta que el carrito de los pañales se detuvo en la puerta de la habitación y una enfermera gorda y de enormes pechos entró y nos dijo a los no enfermos que teníamos que salir de allí.
Observé que en el carrito había dos bolsas colgando a los lados: una amarilla y otra blanca. Y ese olor nauseabundo y en círculo de los pañales: de cuando empieza la vida y de cuando asoma la muerte.
Finalmente, mi padre me dijo que me largara y yo le obedecí.
Sentado en una cafetería de Sheremetievo, con el número de teléfono aún en la pantalla de mi móvil, me vino a la cabeza un cortometraje que había visto en televisión hacía algunas madrugadas. Contaba la historia de un veinteañero sentenciado a vivir durante un tiempo indefinido en una residencia de ancianos sin saber qué delito ha cometido. Al principio, no quiere implicarse en la rutina del asilo e intenta huir repetidas veces. Sin embargo, un insoportable olor a heces lo detiene en la puerta cada vez que pone un pie en la calle. Así pues, no le queda más remedio que volver a entrar en la residencia, el único lugar donde, poco a poco, acaba por sentirse seguro, confundida su juventud con el pasar de los días en el asilo, donde juega a las cartas y al dominó, y le cambian el pañaltres veces al día.
Ahí acababa el corto: no había más explicación ni final. Solo un fundido a negro, pero su recuerdo me seguía tiempo después y me alcanzó en el aeropuerto de Moscú, donde le di vueltas al mensaje oculto que debía de haber tras aquel abrupto final.
Me dije que tal vez mi padre, con toda esa descripción