Adolfo Couve: imágenes inéditas. Claudia Campaña
es descubrir, y estos apuntes reflejan precisamente los descubrimientos que hace Couve de la expresión lineal. Ejecutados con simplicidad de medios y en pocos minutos, anticipan además la estética del autor, esa que construye figuras insignificantes con trazos esenciales.
Resulta interesante señalar que, en unas de sus columnas de 1980, el crítico literario Ignacio Valente comentó la novela de Couve La lección de pintura en los siguientes términos:
Los personajes, de los cuales se nos entrega una sicología muy sumaria y de pocos trazos esenciales, muestran, más que su propia y escasa personalidad, la sistemática preferencia del autor por las pequeñas gentes, los seres marginales, los destinos carentes de toda importancia. (…) se trata más bien de lo conmovedoramente pequeño, de los seres insignificantes que nunca contarán en este mundo, de quienes viven y mueren sin pena ni gloria.
De hecho, si se cambiase la palabra “personajes” por “figuras”, la anterior sería una descripción muy acertada de los dibujillos que a continuación se comentan, todos “conmovedoramente pequeños” y logrados con “pocos trazos”.
5 Véase, por ejemplo, la entrevista de María Elena Aguirre, El Mercurio domingo 10 de febrero de 1980.
6 Véase Campaña. Adolfo Couve: una lección de pintura, 2015, pp. 65-67.
Desnudo: ecos de Olympia
1. Adolfo Couve. Desnudo, 1959. Lápiz negro sobre papel, 14 x 18 cm. Colección privada
El mejor solucionado de estos dibujos es Desnudo (fig. 1). Se trata de un guiño a una figura desvestida icónica –Olympia (1863)– y a un artista tutelar –Édouard Manet–. No hay cita explícita, pero todo recuerda a ese cuadro en particular: la pose de la mujer recostada, el giro de la figura hacia su derecha, el rostro que mira directamente al espectador, la mano izquierda que cubre el pubis e incluso la gruesa línea negra en el cuello, mediante la cual estimo que Couve sugiere un je-ne-baise-plus (una cinta de terciopelo que sostiene una piedra o camafeo).
Más aun, el pelo está peinado hacia un costado, evocando la protuberancia de aquella enorme orquídea que vemos próxima a la oreja izquierda de Olympia (fig. 2). Este dibujo prueba que, a temprana edad, Couve se sintió atraído por Manet, convirtiendo la obra de este pintor decimonónico en uno de sus referentes –cuando residió en París a principios de los sesenta, pudo estudiar varios originales del artista francés por cerca de un año.
2. Édouard Manet. Olympia, 1863. Óleo sobre tela, 90 x 130,5 cm. Museo de Orsay, París
Arte y “letras” se hacen aquí presentes, pues la imagen interactúa literalmente con dos palabras. Buena parte de la zona superior derecha la ocupa la palabra “Desnudo” (escrita con separación de sílabas y una conspicua “D”), en tanto que la firma del autor (Couve) está marcada con cursiva en la zona inferior izquierda. Etimológicamente, “cursiva” proviene del latín y significa “correr”, de la misma manera en que este apunte exuda agilidad. La letra manuscrita y apresurada agiliza no solo la lectura, sino que viene a enfatizar la celeridad con la cual está trazado el sinuoso contorno; es decir, esas líneas continuas, dinámicas y sin valorizar que delimitan el cuerpo femenino.
Dos figuras solitarias
“Es por los vestidos escotados que se evapora, poco a poco, el pudor de las mujeres”, sentenciaba el novelista Alejandro Dumas. Couve realiza otros dos dibujos pero esta vez protagonizados por una figura femenina vestida y pudorosa, que insinúa poco y nada.
3. Adolfo Couve. Mujer sentada, 1959. Lápiz negro sobre papel, 18 x 14 cm. Colección privada
El primero de ellos (fig. 3) es el único fechado solo por delante (Couve 59). Se trata de una robusta mujer sentada, vestida con traje de manga corta y cuello alto. No enseña su escote, aunque sí deja ver los brazos y unas fornidas piernas construidas únicamente por tres líneas que ni siquiera culminan en pies. Todo está sometido a síntesis: el rostro parece una máscara, el pelo se indica mediante algunos pocos trazos, y la mano izquierda no es más que una tenaza en la cual no se individualizan los dedos (solución de las manos que también se observa en Desnudo). Todo ello confiere a la imagen una apariencia algo robótica, en tanto que la imprecisión provoca un efecto de trasparencia, con la línea de la espalda que pasa por sobre el brazo izquierdo o viceversa. Y si bien cinco trazos esbozan lo que podría considerarse un asiento con respaldo, este opera más bien como marco y límite, contribuyendo a subrayar el aislamiento de la protagonista.
La figura solitaria es recurrente tanto en la obra pictórica como en las novelas de Couve; en estas últimas siempre hay un personaje que experimenta y sufre el abandono, el aislamiento o el desamparo. Las líneas finales de La lección de pintura están, precisamente, dedicadas a la soledad. Couve cierra su relato explicando que el joven protagonista (Augusto Medrano) conoce “por primera vez la soledad que aguarda en este mundo a los más afortunados”. ¿Afortunados? Couve siempre se quejaba por la soledad: la temía.
4. Adolfo Couve. Figura en movimiento, 1959. Lápiz negro sobre papel, 18 x 14 cm. Colección privada
La segunda figura femenina se sitúa en un espacio abrumadoramente vacío (fig. 4). Con vestido de manga larga, no sabemos si está bailando, sentada o a punto de caer. ¿Acaso intenta equilibrarse? Los ojos miran hacia abajo como si estuvieran atentos a las piernas abiertas y sin pies, que parecen esquivar la firma que el autor colocó entre ellas. La imagen podría bien describirse como “la figura de los labios carnosos” o “la figura en movimiento”; en relación a esto último, las dos mechas que insinúan una melena parecen estar agitadas por un fuerte viento, mientras que los brazos describen diagonales. En términos gráficos, la figura aparece inestable e insegura; nótese que Couve repasó más de una vez los contornos con el lápiz, ya sea en un intento por valorizar la línea o simplemente porque su habilidad para solucionar el dibujo era aún insuficiente.
Figura (o monje) con capucha
El refrán popular reza que “el hábito no hace al monje”, pero quizás este dibujo podría ser un monje con hábito (fig. 5). De pie y de contextura gruesa, con una enorme cabeza y posando en tres cuartos, la figura inspira simpatía porque es la única del conjunto que esboza una sonrisa. Narigón y orejón, viste una suerte de abrigo con capucha y, como único accesorio, una hilera de cuatro botones –ninguno circular, y todos distintos entre sí–. La firma se ubica cerca de la manga izquierda, con la “e” de “Couve” que parece construir la mano correspondiente.
Por lo redondo del rostro, lo grueso del cuello y la abultada barriga que se adivina bajo el abrigo, podría ilustrar de manera sutil a un goloso. La nariz conspicua, aunque sin fosas nasales, recuerda la capacidad del hombre para percibir olores. La oreja izquierda, que más bien parece una lengua, evoca a su vez el sentido del oído –sobre lo anterior, Couve no sentía particular placer comiendo y nunca fue gordo, pero la música lo conmovía: escuchaba ópera y los clásicos, e incluso disfrutaba con las canciones de Roberto Carlos.
5. Adolfo Couve. Figura con capucha, 1959. Lápiz negro sobre papel, 14 x 18 cm. Colección privada
¿La caricatura de Carlos Aguiar?
Varias descripciones literarias de Couve son muy próximas a la caricatura. Al observar este dibujo de formato apaisado