Antequera Blues Express. Juanjo Álvarez Carro
mientras templaba y terminaba su cante, una hora después. Lo demás era un tránsito lento y sin sentido hasta la próxima vez, hasta el siguiente escenario, donde regresaría a la vida.
Mientras tanto, su alma de anatomía flamenca permanecía en constante parada cardio-respiratoria y encefalograma plano como la vega de Antequera. Y mientras tanto eso no sucedía, sus manos hacían cestas o devolvían el soplo de vida a algún mueble viejo, como si entendiera el lenguaje en el que le hablaban para transmitirle sus males, los dolores y las penas. Como si Luis se hallara a las puertas de un autismo al que no terminaba de entrar, ni dejara asomarse para evitar desencadenar un tratamiento, un proceso de cura.
Luis andaba por aquel entonces preocupado con el quiebro de la voz. Matt recordaba cómo, aún jovencito, se le aflautaba incómodamente a veces, sin dejarse domeñar a gusto. Pero el Luis se aplicaba metódicamente al arte de romperla con mañas viejas del gremio. No quería fumar, ni beber, pero no le había quedado más remedio que plegarse al designio del ramo, dando por válidos a aquellos dos recursos. Los acólitos le prometían que con un par de veranos de galas, la voz estaría en su sitio, con un poco de suerte. Pero él comprendía —era joven pero no tonto— que alguno de los palos todavía se le negaba, aunque lo atribuía a la juventud y a la falta de rodaje. Lo cierto es que los palos se podían mezclar un poquito últimamente, entre las disonancias que se permitían algunos tocaores jóvenes, y la libertad que se daban a sí mismos los cantaores. A veces se podía perder un poco el tempo sin que los flamencos doctores se escandalizaran... mucho. Una bulería en tiempo es requisito antiguo, pero permite más margen. Una malagueña o una medio granaína son menos tolerantes, pero perdonan más al cantaor si es bueno. Ni hablar de tolerancias ni márgenes con una soleá o una alegría.
La cosa era que Luis estaba ya empezando a sentirse cómodo en casi todos los palos. No hacía mucho que el “Niño” había recibido el aprobado, en forma de silencio, de parte de Juan Hatero, el comentarista de flamenco en la radio local y arcipreste del arte en muchos kilómetros a la redonda. La confirmación del chavea había llegado tras un concierto en la velá de San Juan, en el patio del convento de San Zoilo de Antequera. Sin miedo ni dudas, Enrique de Melchor le ofició de coadyuvante para que el muchacho se pusiera a hacer nudos de cestería en las gargantas de los allí presentes. Sin mediar palabra, con cincuenta invitados contados por las sillas, las justas y exactas, Juan extendió un brazo y dio una palmada en la mejilla a Luis, después de apartarle la melena. Con el gesto, le daba el bautizo y la bendición paya, que en su momento barruntara el Camarón. Los calés ya lo habían refrendado en boca del santo varón. Hatero le daba el bautizo definitivo en el cante payo.
Hotel Antequera Golf
28 de junio de 200_
18:00 h
Canales abrió el móvil con desgana, porque lo tenía todavía en la chaqueta, allí colgada en perfecto estado de revista, muy cerca de su rostro. Así le había dado tiempo a sentir las vibraciones junto a su mejilla, en medio de los jadeos que le producía la rusa. Nadja, de uno ochenta de estatura, le daba calma con sus manos sobre aquella desesperada espalda, en el gimnasio del Hotel Antequera Golf.
—Sí, dime —contestaba tuteando al interlocutor con independencia de su identidad. Es la costumbre de quien manda y está habituado a que se le consulte vía teléfono sobre cualquier duda profesional o comercial.
—¿Dónde me dice? Ajá. Voy ahora para allá.
Pagó a Nadja con desabrimiento, malhumorado por el fastidio de tener que vestirse rápido, pero se volvió acordándose de que había que ser simpático con ella, o no habría más espalda calmada por las manos de aquel ángel. Sonaron dos llamadas más, aunque él había arrancado el Jaguar y se consideraba ya trabajando, así que el de las llamadas tendría que esperar.
Tomó dirección a Sevilla en el cruce de la Verónica, y después, ya en el cruce de la autovía, giró hacia Campillos. Quince kilómetros más adelante, un Range Rover verde le esperaba en la carretera, detrás de la vía, en la Colonia de Santa Ana. Canales aparcó allí el Jaguar y montó en el todoterreno. Pero Márquez no quería llevarle a esa finca al oeste, sino a la que se hallaba de camino a Córdoba, al norte de la ciudad. Era una precaución para asegurarse de que Canales viniera solo. El Range Rover volvió a tomar la autovía hasta llegar al nuevo nudo. Allí se desvió hacia Córdoba. Pronto se metieron en el campo hasta que llegaron al punto del hallazgo, como a quinientos metros de la carretera.
Márquez llevaba meses haciendo algunos destierres en sus fincas para allanar y estaba instalando riego de goteo en sus chacras. El tractor estaba parado y el conductor se fumaba un cigarro sentado bajo la sombra de la chaparrera. Jaime Gil Márquez llevaba sus RayBan colgadas y en el bolsillo de la camisa. Se las puso mientras andaban hacia el punto que les marcaba la pala excavadora detenida en medio del labrado. Al llegar al lugar hizo una señal con el dedo a Canales, para que viera en el fondo del hoyo el motivo por el que la máquina se había detenido. Un reborde cuadrado asomaba desde las sombras. Una de las uñas de la cuchara se había clavado en punta sobre el objeto y casi lo había partido. Márquez, quien seguía de cerca los trabajos en el momento del hallazgo, había mandado al conductor detenerse.
Canales miró al tractorista, luego dirigió su mirada hacia el terrateniente, haciéndole una interrogación muda sobre la fidelidad del maquinista.
—Puedes estar tranquilo —contestó Márquez.
Decidieron que habría que esperar a la noche para acabar de destapar aquello. La carretera no estaba muy lejos y era fácil que alguien pudiera mirar hacia ellos. Ya sabían de sobra lo que significaba hacer hallazgos en las propiedades. Un parón en la actividad, demoras en la excavación, retrasos en la valoración, recursos de diferentes organismos, para apropiarse de los yacimientos, y por fin, pérdida de derechos sobre los terrenos si el encuentro suponía un importante descubrimiento arqueológico. La pesadilla de cualquier propietario, en pleno ataque del virus de la especulación.
Cuando llegó la hora, sobre las nueve de la tarde, Canales se presentó con un primo suyo, acostumbrado a esos menesteres, para excavar adecuadamente los restos. El primo trabajaba habitualmente en yacimientos arqueológicos y tenía los conocimientos adecuados para proceder correctamente, en sentido legal o el contrario. El tractorista y el propio Márquez habían despejado todo lo que les había sido posible, hasta el regreso de Canales. Según la excavación hecha, la figura debía tener unos ciento cincuenta centímetros de largo, excluida la peana de mármol o granito. El que parecía ser el perito hizo un comentario seco y rápido:
—No nos vale la figura sola para su datación. Necesitamos ver algunas cosas más del entorno.
Gil Márquez puso cara de disgusto. Nada más lejos de sus deseos que la posibilidad de que aquello se convirtiera en un yacimiento, con equipos de prospección y curiosos incluidos. Márquez cogió del brazo a Canales e hizo un aparte con él:
—No. No podemos montar aquí un laboratorio ni un campamento, macho. No me jodas. Te he llamado, Canales, para que no me jodan.
—Tranquilo. Yo sé lo que me hago —contestó Canales muy excitado.
—Te estoy diciendo que no quiero ver a nadie en esto...
—Tranquilo, Jaime. Ha hecho usted bien en llamarme —intentó calmar Canales al terrateniente—. Mire. Lo que hacemos normalmente es poner unas vallas como las que se usan para las prospecciones de agua. Como si estuviéramos haciendo un pozo. Podemos traer el camión de perforación y lo hacemos en pocos días. Fin de semana incluido y poco ruido. ¿Vale?
—Vale. Todo lo que tú quieras, mientras esto no se convierta en un yacimiento de la universidad, ¿me entiendes? De esto sólo podemos saber tú y yo. Y éste, que ni pestañee.
—De eso me encargo yo —aseguró Canales con esa voz tan llena de razón que se le ponía cuando alguien intentaba dudar de su talante y profesionalidad, algo que para nada era descabellado, si se había hecho un seguimiento a su currículum vitae. Pero Canales siempre mostraba lo cabal de su palabra, enseñando un aspecto tan afectado como artificial. Pensaba