Antequera Blues Express. Juanjo Álvarez Carro
de la audiencia. Sin pensar que lamentablemente, su imagen era tan falsa como las marcas que vendían muchos en los mercadillos. Y el Jaguar era de segunda mano. No era más que una reproducción patética de su propia industria. Tras un rato de silencio e intercambios de miradas entre Canales y su perito, tuvo que salir al paso de la inquietud que mostraba el dueño del terreno.
—Escúcheme, señor Márquez. Este chaval tiene que datar un objeto que parece muy valioso. Pero lo será más o menos según le dejemos trabajar con precisión. Y para eso necesita que le dejemos otear lo que hay alrededor de la figura. Tenemos que excavar más de lo que vemos ahora.
El propietario se mostró mansamente de acuerdo, aunque con las reservas propias de quien ve en ese juego pocas posibilidades de ganar, como las que tendría un novato pardillo sentado a la mesa de timba, a merced de la inmisericorde veteranía de los otros tahures. La excavación continuó al día siguiente hasta abrir un foso de cuatro metros de diámetro alrededor de la figura que ya anunciaba ser de bronce. Con las picas, los pinceles y las escobillas de su labor fueron destapando algo parecido a una peana de mármol y otras pequeñas piezas de valor impreciso, pero indudable, decía el especialista. Por los gestos de su cara, Márquez quería dejar claro que aquel hallazgo no hacía más que empeorar su situación a cada barrido, a cada centímetro de bronce antiguo que quedaba al descubierto, en un momento ya de por sí delicado para él.
Canales y Márquez se fueron a tomar algo al Faro, a tiro de piedra de la excavación. Cuando les llamaron para decirles que habían extraído la figura totalmente, se presentaron como una exhalación en el lugar para averiguar lo que pudieran de primera mano y en la voz del experto. La datación a simple vista podía corresponder a la del Efebo de Antequera, con el que había similitudes en tamaño, estilos, fundición. Pero había otras características que, en un principio habían confundido al propio técnico, como por ejemplo, la profundidad a la que se hallaba el objeto o la ausencia de más restos de construcción. O los restos de escombros en los que el bronce estaba envuelto. Parecía que el efebillo había sido enterrado a propósito, en una especie de caja de cerámica rellena con piedrecillas y restos de cerámica rota o fragmentada. Pero todavía era prematuro hacer cualquier valoración, aún pendiente el análisis del primo de Canales, no averiguarían nada concreto sobre la datación ni el valor del hallazgo.
—Oye, Canales. De lo que salga de esto dependen muchas cosas. Ya lo sabes. Sólo te repito que no me jodas.
Canales le devolvió la mirada de alguien ofendido, a sabiendas de que era uno de sus gestos de actor, de los que él componía para la peña de incautos que creían estarle comprando algo de mucho valor en una de sus tiendas. Pero aquella noche entrevió algo nuevo en la mirada de Márquez, una mezcla de nerviosismo e inquietud algo sobreactuada, a juicio del Canales habituado a la comedia del mus. En la cabecita se le desataron varias alarmas: las secciones de disfraces cerraron, los departamentos de lenguaje socorrido de emergencia se silenciaron. Tan solo se abrieron las ventanas de los ojos, mucho, muy atentos a lo nuevo de aquella escena. Estaba descubriendo a alguien que hablaba el mismo lenguaje que él, oteando las orejas de un lobo insospechado. Le acababa de llegar, de repente, como al hocico de un galgo en medio del campo, un tufillo raro, nuevo, no identificado con precisión, pero que no se podía ignorar.
Era lo mismo que había sentido ante la mirada de un anciano, exactamente la misma que, no hacía mucho, le había desarmado con una facilidad pasmosa de toda aquella artillería gestual y postural de la que hacía gala en su negocio, que se había disuelto como papel en el agua de los ojos de aquel viejo, sombrero y bastón en mano, sentado ante él en un pazo gallego.
Lágrimas en la caja fuerte
Urbanización Antequera Golf
29 de junio de 200_
22:05 h
Cuando Márquez llegó a su casa, encontró a Malena, su mujer, preparando las bebidas y la cena. Rápidamente cogió una cerveza y un platito de cacahuetes para tomárselo en el despacho de la buhardilla. Desde allí, en todo lo alto de Gandía, donde se decía que salía el hambre antes que el día, tenía una vista privilegiada de la vega antequerana. Veinte kilómetros de radio, recorridos con la mirada de un ave. Se volvió hacia la pared trasera de la habitación. Y abrió la caja fuerte de la que extrajo unos planos de extensión. Los desplegó para volver a mirar el trayecto del AVE Sevilla—Granada y el proyectado anillo ferroviario. Le iba a partir una finca en dos pedazos. Generosos pedazos, pero pedazos al fin y al cabo, que sometían a sus fincas a un diezmo no usual en las propiedades de la familia. En fin. Si el pago era en buenos euros, no había por qué sumirse en la tristeza. Pero las fincas no mejoraban su valor ahora que estaban a la vera del AVE y la autovía. Y al otro lado de esta última, el futuro aeropuerto de Antequera. Márquez ya invertía mentalmente las cantidades a ingresar en buenos fondos, haciendo un repaso a los mejores de la Bolsa. Todo genial, pero incierto, pues dependía de que se hiciera una valoración adecuada. De otra forma, si los proyectos no evolucionaban como se preveía, todo lo que fuera reducir los tamaños de las fincas era una destrucción irreparable de su capital.
Salvo por el hecho de que la aparición de la figura en la finca trastocaba los planes. Cualquier hallazgo suponía un incordio automático para toda planificación y debía conseguir que se mantuviera el silencio a ese respecto. No las tenía todas consigo Márquez, ya que en las dos tardes de excavaciones había aparecido por allí demasiada gente. Más de la deseable y mucha más de la recomendable en aquella situación. Si se enteraba el Ayuntamiento o alguien de la administración del hallazgo, estaba perdido. Así que había que manejar aquello del bronce con maestría, había que jugar con dos barajas, poner una vela a Dios y otra al diablo.
Sólo que para su suerte, la excavación estaba teniendo lugar en la mitad que acababa de vender pocas semanas antes. Repasó los ingresos del pago en la caja fuerte. Menos mal que los rusos habían pagado a tocateja. Y ahora, la aparición de la figura iba a desinflar las expectativas de los recientes inversores rusos sobre su flamante adquisición… A lo mejor los rusos se asustaban y decidían deshacer el trato, pero con una figura romana en ristre, eso no podía ser, porque ahora el valor de las tierras había cambiado. Si querían deshacer el trato, sería pagando una cláusula de cancelación tan alta que resultaría disuasoria. Y si no era así, la ejecución de la cláusula ayudaría a comprar pañuelos para llorar y hacer llevadera la pérdida. Que ellos decidan sobre qué hacer con la pieza. Porque si le tocaba a él gestionar lo de la figura, sabía perfectamente cómo hacerlo.
Se encaminó entonces al salón donde le esperaba su esposa, con una de aquellas mesas tan bien dispuestas y elegantes que saben preparar las mujeres, aunque hoy estaba mejor de lo habitual, ya que tenían visita. El alcalde y su mujer no tardarían en llegar para compartir con ellos la mesa y la velada.
Márquez y el alcalde habían ido juntos al colegio de los Carmelitas, luego al instituto, e incluso habían compartido piso durante un par de años en Granada, mientras hacían sus respectivas carreras. Pero Márquez había vuelto antes de tiempo a Antequera, ante la muerte súbita de su padre, para hacerse cargo de los negocios de la familia. De esa forma, el viejo Jaime Gil había conseguido interrumpir sus estudios y, de paso, su carrera. Márquez no conseguía controlar una maldición dirigida de vez en cuando a su padre quien, veladamente y quizás de una forma más inconsciente que acertada, siempre había querido dinamitar la voluntad del hijo de irse a la universidad. Y al final, irónicamente, el viejo lo había conseguido. Apartarle al mismo tiempo de la medicina y también de Guadalupe, su novia universitaria, para condenarle a las frías tardes de domingo en los olivares de Fondeo, la finca de Antequera.
Jaime Gil Márquez había ido cambiando lentamente el compromiso social, la inquietud por ayudar al prójimo estudiando una carrera de sacrificio y ayuda, por el envaramiento de las formas a que le obligaban su alcurnia y su rango. La teterías de Granada, igual que su pelo largo, habían sido arrancadas violentamente de su vida para tornarse despacito, casi como las enfermedades degenerativas, en barras de pub con fútbol y whisky. Cazadoras verdes de Barbour y el Range Rover, también verde, de su padre. Y en Malena, su novia de siempre. Malena llenaba de sexo las tardes de domingo en la finca, al tiempo que el frío empezaba a invadir cada