Antequera Blues Express. Juanjo Álvarez Carro

Antequera Blues Express - Juanjo Álvarez Carro


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era ninguna novedad que el tal Canales era candidato fijo a la muerte que le había tocado. Pero nadie lo hubiera esperado de verdad, porque los tiros en Antequera no eran moneda corriente. Eso era cosa de la costa o de Granada hace unos años, con los italianos y los rusos dando de qué hablar en los telediarios. Pero dos tiros, dos y tan certeros no era nada habitual en estas tierras. Antequera estaba creciendo mucho y muy deprisa, decía todo el mundo… Y Canales, como el bailarín que también llevaba su nombre, se había hecho la estrella del ballet en medio de la coreografía de constructores, bancos, inversores de pelaje vario, especuladores de nueva cosecha, aventureros de diversa índole y, como escenario, la piel de toro de sus entrañas. Alguien como Enrique, del bar “A La Fuerza” le había dicho alguna vez al propio Canales que parecía un predicador de los de negro spiritual, en pleno cántico coral dirigiendo una masa enfervorizada, asintiendo entre aplausos, mientras la parroquia entera se entregaba gritando aleluyas y amén. Dios diría en qué acababa todo aquello. Y, como toda misa, por supuesto, por alta que fuera la fé y el fervor conseguido, llegaría sin duda a su fin.

      Amaya y Azpilcueta se llevaban bien. Dentro del cuartel les llamaban Pili y Mili, como las ya olvidadas mellizas de la historia cinematográfica española. Con lo cual, la gracieta del sobrenombre solamente servía para los que tenían más de cuarenta y cinco. Como Amaya se llamaba Emilio y a Azpilcueta solían deformarle el apellido añadiendo una “i” de más, tenía que corregir constantemente a la ciudadanía al respecto, ya que Azpilicueta derivaba entonces fácilmente en “pili”. Y además siempre estaban juntos. Y si había algo de extraño y singular en el picoleto vasco, también lo había en Mili, porque era calé. Así que esas condiciones no deseadas ni lucidas, les convertía en una pareja conocida entre los de verde, dentro y fuera de la provincia de Málaga. Dentro y fuera del ramo del tricornio.

      Azpilcueta tomó su móvil y marcó sin bajarse del coche.

      —Hola, Mili. Soy tu Pili. Vamos a ser pareja de hechos otra vez. Cuando puedas, acércate al despacho del comandante Velasco, que quiere hablarte y te pondrá en antecedentes, supongo. Yo estoy contigo allí dentro de diez minutos.

      Tuvo que esperar a que terminaran de cantar los Take 6 en el CD del Alfa GTV. El coro de 6 voces, cada uno a la suya, era impresionante y no se les debía hacer el feo. Y menos cantando Mary. Cuando terminó la canción, Azpilcueta apagó el contacto, se bajó y cerró el coche. Cuando entró por la puerta del cuartel, a las 8:15, saludó al guardia Narváez, que parecía sacado de una ilustración del siglo diecinueve, con su estatura, barba gris, larga y cuidada.

      —Te prometo, Narváez, que cuando me jubile pienso pintarte al óleo y a tamaño natural, de capote y tricornio —le dijo poniendo su mano en el hombro del guardia

      —¿Me saco una foto en pose de saludo, mi teniente, por si no llego a ese momento?

      Lo de teniente siempre acarreaba el chiste, entre los del ramo milico-picoleto, de qué es lo que se tiene, cuando se es teniente de algo. El algo era fácilmente imaginable: el miembro del capitán. Después de alguna que otra variante del chiste privado sobre el apelativo, se dirigió al despacho del comandante Velasco y encontró al subteniente Emilio Amaya en el pasillo, esperando a que el comandante terminara con una visita. Unos minutos más tarde salió un hombre alto, con aspecto de extranjero y pocas maneras. Los dos guardias entraron a hablar con el comandante que obvió al personaje recién salido y les puso al corriente de las novedades del caso Canales. Con un gesto de la barbilla hacia el hombre, les explicó:

      —El nuevo juez. Tenemos que dilucidar, por lo visto, aún si el asunto es para la Policía Nacional o para nosotros. La estación todavía es zona fronteriza... En fin. Id para allá. Que el juez decida allí lo que le parezca oportuno. Pero me juego la paga de este mes a que si lo halló uno de los nuestros en moto, dirá que el muerto, para nosotros.

      Salieron del cuartel de la Plaza de Castilla a las 8:45 y se acercaron al bar de Enrique, A la Fuerza, a tomarse el primer y único café de la mañana. Allí comentaban la muerte de Canales con horror, ya que era un habitual de las tertulias de los viernes, al mediodía, cuando Enrique traía música en directo para el local. A veces un grupo cubano, a veces una voz y un piano, pero siempre había un aderezo sonoro a las comidas que allí se servían con esmero y sin insultar al paladar del personal. Azpilcueta también iba los viernes, cada vez que podía. Y por supuesto, aquella mañana se comentaban en voz baja las razones posibles para el asesinato, ya que eran bien conocidas las andanzas del Canales más reciente con figuras de Marbella, del toreo, de la construcción y sobre todo, del arte y las antigüedades. Claro que le conocían. Emilio, porque habían estado más de una vez, codo con codo, en alguna boda gitana. Y Azpilcueta tenía una relación agridulce con él. Era primo segundo de Susana. En fin. Vuelta a las relaciones familiares. Una pesadilla para el vasco, después de la no muy lejana experiencia con el hermano de su novia.

      Azpilcueta no había querido redundar ante su comandante sobre la cercanía con el muerto. No quería alentar un discurso sobre la precaución que había de tener. El discurso iba de oficio en Velasco, y lo último que deseaba el teniente era un recordatorio profesional. Ni un caso en la familia. Y aún menos en la —casi— familia política. Aunque Azpilcueta y Amaya conocían las actividades de la víctima, sabían que cualquier novedad podía ser de vital ayuda en la investigación y de oficio iba el parar la oreja en la barra de Enrique. Por si las moscas.

      El regalo de Canales

      Viernes 2 de julio de 200_

       10:00 de la mañana

      En la Plaza de San Sebastián, junto al quiosco, Luis se subió al Mercedes azul agua de Matt. Aún tuvo que saludar a los tres jubilados que le habían entretenido la espera bajando la luna de la ventanilla y casi bendiciéndoles urbi et orbe. Tardaron ocho minutos en llegar al polígono de la Azucarera, y aparcaron a la sombra de la chimenea. Desde hacía un rato, Luis percibía claramente que Matt se comportaba de un modo extraño. Saltarse las señales de stop, ir en tercera con el motor a punto de echar las bielas por el costado, no eran su costumbre. Ni mascullar ininteligiblemente todo el rato. Matt tuvo que esquivar un coche oscuro, un Opel Astra azul, que no le sonaba de los habituales de la zona, como comentaba entre dientes sin que el Luis alcanzara a entender. También dijo algo de una moto aparcada allí que el día anterior le había adelantado, saliendo de la nada, allí mismo junto a su nave. Cuando se bajaron del coche, Matt miró hacia los lados de la calle, tratando de otear otras presencias antes de entrar, solo que esta vez no era una inclinación peliculera, sino algo más palpable, más real y, por ello, temible.

      Bajaron del coche con poco disimulada aprensión, que Matt había conseguido contagiar a Luis. Matt sacó las llaves e hizo sonar su manojo con destreza hasta que localizó la llave. Cuando la giró para abrir, se dio cuenta de que la puerta estaba tan solo encajada con su pasador. Entraron sin hacer mucho ruido, como si Matt temiera que hubiese alguien dentro. A veces, Canales le pedía las llaves del estudio para traerse alguna de sus amiguitas casi adolescentes, muchas de ellas hijas o sobrinas de conocidos, a los que el calé no quería ofender. Por eso no se las llevaba a hoteles ni a pisos, porque quería evitar encuentros desafortunados. Matt imaginó que el Opel bien podía ser de alguna de las niñas, así que entró haciendo el menor ruido posible, y se lanzó a comprobar si estaban solos. Le bastaba con mirar la persiana del cuarto de arriba, en el que Matt tenía su habitación, con una cama amplia, una pequeña cocina y una mesa de oficina que ejercía de refectorio o despacho y lo que hubiera menester. Según estuviese echada o no la persiana, averiguaría si Canales estaba allí. Al comprobar que estaba abierta, dio un suspiro de alivio y dejó a sus piernas y a su aparato respiratorio en libertad de movimientos.

      Descorrió varias cortinas, y la nave se llenó de luz. Y de las cortinas se echó a volar una nube de polvo. Matías no tenía problemas por la acumulación, pero Luis lo detestaba. Los rayos de sol se solidificaron con la nube de polvo marcando casi una pirámide de luz en el centro del estudio de grabación. Y el cantaor empezó a estornudar como un poseso. Se dio la vuelta para acercarse a la puerta de la calle, huyendo del polvo. Entre estornudo y estornudo, Luis se tapaba la cara con el pañuelo. Y en su camino hacia la puerta sintió el empujón que acabó por tirarle


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