Antequera Blues Express. Juanjo Álvarez Carro

Antequera Blues Express - Juanjo Álvarez Carro


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Azpilcueta observaba a sus colegas de criminalística recién llegados de Málaga, haciendo su trabajo. Se admiraba de la pulcritud y el orden de su labor, que le recordaban a las mismas que veía en otros lugares. En el mundial de rallyes o en la fórmula uno, por ejemplo, cuando un participante llega a su taller, se puede ver a doce profesionales echarse encima del coche sin estorbarse unos a otros...

      —Hola, Jabo. ¿Cuándo oficializas tu retiro antequerano?

      —¿Qué tal, Zárate?—contestaba Azpilcueta con pocas ganas de palique.

      —Te echamos de menos. El gran jefe, sobre todo. Me dice que te convenza de pasar por Málaga cuando tengas a bien.

      Azpilcueta torcía el gesto, a sabiendas de que no podía continuar con su comisión de servicios en Antequera por mucho más tiempo. Y debía retornar, a regañadientes, a su oficina en su destino natural de la capital. No sabía qué podría inventar para no irse de la ciudad que le había regalado lo mejor de su vida. Música y felicidad estética.

      —Si esperas a que alguno de los jefes te dé la patada en el culo para tomar la decisión, lo llevas claro. Ninguno quiere perderte. ¿Cuánto hace ya de lo de tu cuñado, Jabo? Dos años, o por ahí, ¿no?

      Asentía bajando la mirada. Y sabía que pronto debía tomar una decisión.

      —No te apures, tío. No sé qué les das, pero ninguno dice nada de tu situación. Mientras les cumplas, les da igual dónde fiches por las mañanas...

      Volvió Zárate a lo suyo. Y Jabo, que sabía de la conveniencia de no pensar en ello, también retomó su oficio.

      Se preguntaba si las cámaras de seguridad de Adif les podrían aportar algún dato. Él mismo llamó al responsable de la estación para solicitar una copia de aquellas grabaciones, incluidas las noches anteriores, y querían también las posteriores.

      Amaya había recopilado ya información sobre los socios de Canales en la construcción. Además había pedido los datos de una tienda de antigüedades que una prima del fallecido llevaba en Osuna a medias con él.

      Lo primero que hicieron fue acercarse a la estación y ver el alcance de las cámaras de seguridad. Las del aparcamiento eran muy bajas y solamente registraban lo sucedido dentro del recinto. Pero se fijó en que las de tráfico de las vías, colocadas en postes más altos, abarcaban más distancias y panorámicas mayores. Quizás algo podrían sacar en limpio, aunque no tenía muchas esperanzas.

      Emilio Amaya se movía con una soltura gatuna en terrenos burocráticos. Se tendría que encargar de recopilar toda la información más próxima a los acontecimientos: había que saber en qué negocios andaba Canales últimamente y con quién. Los asuntos de las antigüedades no eran menos sugerentes ni lo eran los asuntos de la música. Habría que buscar en los tres terrenos, ya que todos eran foco más que probable de incidentes, dada la nueva prosperidad económica del país. Ladrillos nuevos y ladrillos viejos. Siempre un negocio. Siempre un arte.

      Robert de Niro en Ronin

      Sábado 3 de julio de 200_

       9:50 h

      Junto al cartel de Promociones Ronin, S.L., había otro de Antigüedades Osuna. En la entrada de Fuengirola, en el mismo lugar donde se había establecido una antigua empresa italiana de conservas allá por los cincuenta, la nave que había comprado la promotora de Canales estaba rodeada por más de tres hectáreas de terreno. Aquella nave era una más de las que, al empezar los sesenta y el boom turístico, habían quedado un poco lejos del centro urbano y se mantuvieron así durante años, esperando agazapadas a la siguiente fiebre del oro. En algún momento supo ser taller mecánico para camiones y maquinaria. Hasta allí llegaba la información que Amaya había conseguido de la promoción. Aunque lo más llamativo, sin duda, era el cartel. Le llamaba la atención a Azpilcueta el nombre que Canales había elegido para la promotora de construcción: Robert de Niro había protagonizado una película llamada así en los noventa. Recomendable en su totalidad, tuvo que explicarle a su joven suboficial de compañía. Y éste, marcando su eficiencia, tomaba nota de la película. Aparcaron dentro de la obra de la nave, de la que conservaban la estructura principal, pero que habían vaciado en su totalidad.

      El encargado de la obra no había llegado todavía a su trabajo y se hallaba en algunas gestiones con bancos, según les explicó la secretaria.

      —¿Le importa que esperemos aquí mismo? —preguntó Azpilcueta señalando unos prometedores sofás de cuero, dormidos en el centro de la oficina, flanqueados por plantas brillantes y lustrosas, a pesar del polvo que reinaba en el exterior.

      —¿De bancos en sábado? —preguntó Amaya.

      Una vez sentados, Azpilcueta sacó su móvil y buscó en la lista de la agenda. Localizó a Juan Manuel Clavijo en ella y pulsó llamada.

      —Hola, Jabo—se oyó lacónica la voz del director de la emisora de Onda Cero Radio Antequera.

      —Hola, Juan.

      —Vaya tela, mi teniente—exclamó Juan con la garganta algo más clara—. ¿Qué ha sido esto, Jabo?

      —Pues por eso te llamo, Juan. ¿Me das algo de luz?

      Juan Manuel no era solamente el director de una emisora de radio. Había ejercido muchos años de comercial, en radio y en prensa, en El Sol de Antequera. Pocas cosas de su ciudad se le ocultaban. Juan Manuel oía lo que había que oír, sabía lo que había que saber y si no era así, lo adivinaba. O simple y llanamente le contaban lo que había que contar. Había llegado a amar y a conocer su ciudad como pocos, a base de hablar a diario con todo el mundo, con los que sabían y con los que creían saber, hasta convertirse, por la vía laboral, en algo que muchos no consiguieron ni por la vía política, ni por la académica: en un digno acreedor del gentilicio, antequerano hijo de su ciudad y querido por ella.

      —Pues poco puedo añadir a lo que tú ya debes saber, Jabo. Últimamente picaba en muchos sembrados.

      —Ya.

      —Y lo otro que siempre andaba diciendo. Ya sabes.

      —¿El qué, Juan?

      —Bueno. Con unas copas encima, siempre acababa diciendo que tarde o temprano sacaría cosas a la luz. Cosas de su familia…

      —¿Me puedes contar a qué se refería, Juan?

      —Nunca supe realmente nada de eso. Eran vaguedades, ya sabes, con unas copas se dicen muchas tonterías… Pero las decía con frecuencia, últimamente. Más que antes.

      El encargado de la obra apareció por la entrada principal a bordo de un descapotable verde botella.

      —Te dejo, Juan. ¿Podemos vernos en estos días y me cuentas lo que sepas de eso? Me interesa.

      El encargado se acercó de inmediato hacia Azpilcueta, tras sacudir el polvo de los zapatos antes de entrar. Vestía con una elegancia poco práctica para alguien que debía convivir a diario con el polvo y la suciedad de las obras. Una confusión en el dato que tenía Amaya sobre el cargo, que quedó inmediatamente aclarado por la secretaria cuando le presentó como el administrador de la empresa.

      —Miguel Barbadillo. Encantado. Me han llamado de la Comandancia de Málaga, pero me dijeron que vendrían ustedes el lunes. Siento haberles hecho esperar.

      —Bueno. Hemos tenido que venir a Málaga esta mañana y decidimos que, ya que estábamos, podríamos acercarnos hasta aquí hoy mismo. Espero que no le resulte inconveniente —matizó Amaya.

      Echaron un vistazo rápido y muy profesional al despacho. Pulcro y elegante, casi de diseño, desentonaba con la obra exterior.

      —Suponemos que le informaron sobre lo que necesitamos...Mire, en realidad, lo que queremos es charlar con usted y que nos cuente qué le parece todo esto...

      —Ya. Bueno..., yo solamente soy el administrador de la promotora. Canales y sus socios son los que llevan el negocio. No sé qué puedo contarles que les


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