Antequera Blues Express. Juanjo Álvarez Carro

Antequera Blues Express - Juanjo Álvarez Carro


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de oír la moto al arrancar.

      Luis había ido a caer encima de un montón de cajas de cartón vacías, destinadas a empaquetar discos compactos. Cuando Matt se acercó a él para ayudarle a levantarse, traía una llave inglesa en la mano, y no dejaba de mirar hacia la penumbra desde la que había salido el hombre, no fuera que hubiese aún más compañía aparte de aquel. Luis solamente pudo hacer un gesto de interrogación con ambas manos, sin poder contener otro estornudo.

      —Me parece que tengo un problema —fue la lánguida contestación de Matías.

      — ¿Has visto quién era? ¿Le conoces de algo? —quiso saber el Gitanillo.

      Negó con candidez y se pasó la mano por la nuca mientras recorría la nave con la mirada desde el fondo hasta el portalón.

      — ¡Ay, Matías! ¿En qué andarás tú metido?

      —No sé. Quiero que me lo digas tú.

      — ¿Yo?—preguntó el Luis, conteniendo una risa que no venía a cuento después de presenciar la huida de aquel intruso.

      —Ven. Te voy a enseñar eso.

      Matt pidió ayuda a Luis para apartar un poco más el tablero que tapaba la entrada del cuarto de limpieza y desde el que había salido el hombre. Cuando abrió la puerta y encendió la luz, vieron que la figura que Matt escondía allí, estaba totalmente descubierta del envoltorio en el que la habían traído. El papel estaba en el suelo, cubierto por unos cuantos terrones de los que se iban desprendiendo del efebillo y al fondo la manta que le pusiera Matt.

      Luis, embelesado, se apartó el pañuelo de la cara, y lo fue dejando caer a medida que la gravedad le iba tirando de la mano hacia abajo. Mientras tanto, no podía quitar sus ojos de aquella aparición. La bombilla cenital se había aliado con el papel y con la manta en el suelo, para crearle a la figura un ambiente posmoderno, que hubiera encajado sin desentonar en el Thyssen.

      — ¿Y esto? —preguntó asombrado el Gitanillo.

      —No sé, Luis. Me lo trajo tu pariente Canales. Me dijo que le escondiera esto aquí unos días —dijo Matt como si el parentesco le alejara de su situación crítica.

      — ¿De dónde lo sacó? ¿Te dijo dónde apareció esto?

      —Venía muy nervioso. Yo no había visto así a Canales nunca. Lo sacamos del coche, y lo metimos aquí. Me pidió que no dijera nada a nadie y añadió que ya vendría por él.

      —Bueno. La pieza es llamativa, pero Canales sabía de esto algo y no creo que se pusiera nervioso por eso...

      —Luis —dijo Matt con mucha formalidad—. Fue anteayer. Canales venía blanco como la cera y sudando. Traía mucha prisa y casi no me dejó ni hablar.

      El teléfono móvil de Luis empezó a sonar. Lo sacó del bolsillo y se lo llevó con urgencia al oído.

      — ¿Sí?

      Pasaron unos diez segundos antes de que Luis hiciera algún sonido como contestación al interlocutor.

      — ¿Canales?... ¿Qué me dices, Juan?...

      Luis se tapó la boca con la mano y empezó a estrujar los labios, buscando palabras en un gesto de pausa reflexiva.

      —Vale —dijo por fin el Gitanillo con la segunda sílaba más lacónica que pudo articular y cortó la llamada. Se acercó a la figura y le palmeó la pierna de bronce. Se volvió hacia Matt y dijo:

      —Pues sí que tienes un problema. O lo tenemos, no sé —dijo Luis ahogando la pena con su nudo en la garganta—. Canales ha muerto. Le han dado dos tiros.

      La piruleta de Kojak

      Estación del AVE

       2 de julio de 200_

       12:30 h

      Cuando el juez dio por terminado el proceso del levantamiento del cadáver, Azpilcueta se acercó a hablar con Luis, el Gitanillo, quien a su vez, tenía a toda la pléyade de calés interesándose por su estado de ánimo ante la repentina muerte de su primo, su mentor y mecenas. Mientras los del servicio judicial se encargaban del atestado, Luis casi no podía evitar las lágrimas, puesto que, al fin y al cabo, aquel hombre le había abierto puertas, le había ayudado en su educación, y estaba a punto de embarcarse con él en la aventura de una gira con disco incluido y Vicente Amigo o el Tomate al toque. Sólo faltaba firmar con uno de los dos.

      —Lo siento, Luis. Sé que debes estar triste.

      —Gracias, teniente. Lo estoy de verdad.

      Luis y él se conocían desde hacía tiempo. Azpilcueta era habitual de las tertulias musicales que Juan Manuel Clavijo montaba en la radio de la ciudad. Allí, en la radio, pasaban mañanas de verano encantadoras, en las que escuchaban a los maestros de cada género volcar anécdotas y charlas profundas, que trasladaban después a la barra de Guanchi, donde entre tintos y cañas, saboreaban lo poco de bueno que la vida les iba a deparar.Como Clavijo padecía una fuga irremediable de su cabellera, ya recibía el nombre de “Calvijo”. Y Azpilcueta se llamaba “Piruleta”. Y más de uno celebraba la siguiente ronda saludando al calvo Kojak y a su Piruleta.

      Allí, en la barra de Guanchi, el Gitanillo había recibido parabienes de todas las áreas musicales, los bluseros, los flamencos y los de la zona clásica del Conservatorio.

      —¿Tienes alguna idea de qué ha sido esto, Luis?—preguntó Azpilcueta.

      —No pierde usted el tiempo, teniente.

      —Venga, Luis. Ya sabes que el tiempo es oro cuando se trata de algo así.

      —Pues no sé qué decirle, Azpilcueta.

      — ¿No me puedes decir en qué andaba Canales últimamente?

      —Eso ya lo sabe usted. Andaba mucho por la costa, tenía negocios por ahí, pero yo no le preguntaba sobre eso, ni él me contaba a mí nada.

      —¿Recuerdas qué negocios?

      —Construcción, teniente. ¿Qué, si no?

      —¿Sabes qué hacía concretamente?

      —No sé. Lo que más le oía, creo, era que andaba restaurando una fábrica antigua, para convertirla en hotel, y además una urbanización de chalés alrededor.

      —¿Nos puedes decir si tenía armas? ¿Si tenía costumbre de llevarlas encima?

      Luis se sorprendió por la pregunta del teniente, pero no supo contestar. Desde luego que no era por la emoción del momento, sino porque Luis no sabría negarle al guardia que las llevara con la vida que se daba últimamente. De un sarao al negocio de arte, del cante al ladrillo, de la antigüedad al sarao y otra vez al principio. Las copas y las bellezas, a deshora y en Marbella.

      No quiso Azpilcueta agobiar al Gitanillo, parco en palabras habitualmente. Ya le había dicho bastante comparado con lo habitual. Y estaba realmente compungido. Así que le dejó que se marchara con sus hermanas. Jabo Azpilcueta pensó entonces, viendo a Luis, la promesa local del flamenco, heredero del fallecido Camarón, retirado casi en volandas por sus protectores, que el subteniente Amaya iba a tener que aprovechar muy bien sus conductos étnicos para poder llevar una decente investigación. Luis se subió al Mercedes azul de Matt y salieron de allí, bajo la mirada del teniente. Había decidido dejar pasar por el momento al blusero, con su cojera achulada, pero el teniente no se privó de dejarle saber, con tan solo una mirada, que él también figuraba en la lista de posibles actores de aquel elenco de grand guignol.

      Azpilcueta observó la Estación de Santa Ana-Antequera, a menos de doscientos metros de donde había aparecido el coche de Canales, en plena raqueta de acceso al aparcamiento. Allí sola, se mostraba con su techo agaviotado en medio de la nada, como un arbolito en la llanura, de esos que pintaba Chavela Vargas en su cueca. Solo por eso, uno era capaz de perdonarle la pretensión.

      Había un guardia compañero de la Agrupación


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