Antequera Blues Express. Juanjo Álvarez Carro
caminando por el campo, aquellos le traían a la cabeza otros aún más desagradables. La solidez del Range Rover le reafirmaba en la de su vida actual, sin desperfectos ni averías que le alteraran su discurrir, pero le rompieran la monotonía asfixiante a que se había visto abocado. El valor de sus fincas le aseguraba la vida regalada que llevaban él, su mujer y sus niños. Pero hubiera dado un brazo por tener que arreglárselas con menos y pelear; por llevarse algún mamporro que le hiciera sentir que estaba vivo; por justificar el sudor de cada poro con una meta a conseguir. Al llegar a la carretera asfaltada, ya para dirigirse a Antequera, concluía que la vida le había reservado su lugar con insistencia, con esa misma fría paciencia que muestran nuestras tías viejas y serviciales en las fiestas a las que van solas y no esperan a nadie interesante, excepto a ti, para que les salves la velada. La vida, con mayúsculas, se había convertido para él en esa fiesta a la que uno no quiere ir, pero toca ir, para escucharla hablar de ti con engolamiento ante personas que ni conoces ni te conocen. Y, en última instancia, cuando ya has mirado a todas partes en busca de un lugar, por incómodo que sea, no hay otra alternativa más que ir hacia ella con una sonrisa en la boca diciendo “Gracias, Tita, por reservarme sitio. ¿Te sirvo tinto o blanco?”
Durante la velada, Márquez no se privó en absoluto de nada para obsequiar a su viejo amigo con charla y buen rato, con sorbitos de grandes vinos y muy caros. Marisco con Rosal, albariño magnífico. Riberas del Duero para la carne y un Oremus de Tokaj para el tiramisú de Malena. Todo eso para amenizar los momentos previos a aquellos que realmente complacían al alcalde: Márquez le abría el sótano lleno de objetos de arte y restos arqueológicos. Entre monedas romanas, aperos de campo, vasijas y jarrones pasaban la parte más excitante de la noche, que, desde hacía años, constituía el momento cumbre para aquel especialista en arte metido momentáneamente a gestor de la ciudad más prometedora de España en su materia.
Todo aquello cuidadosamente recolectado durante años de labradío de las vastas tierras que su familia había cultivado en generaciones completas de terratenencia.
—¡Jaime! —llamó Malena desde la puerta del sótano—. Te buscan. Sube.
Gil Márquez se diculpó ante el alcalde con un gesto de sorpresa, pues no esperaba a nadie.
—Discúlpame un segundo. Ahora bajo. No puede ser nada importante. Yo no he citado a nadie.
Al llegar al salón encontró a Canales cumplimentando a las dos señoras como él solía hacer. Márquez no pudo evitar recordar a Sancho Gracia, con la patillas de Curro Jiménez, besando la mano de su víctima mientras desproveía suavemente a aquellos dedos aristocráticos de sus anillos. La esposa de Márquez, como siempre, se alejó para evitar el saludo de aquel piojo resucitado.
Cuando ambos hubieron entrado al despacho de Márquez, éste cerró la puerta apresuradamente.
—¡Canales! No te esperaba hasta mañana por lo menos. ¡Qué sorpresa!
—¿Seguro que estás sorprendido, Márquez? Yo no lo creo.
—¿Por qué me dices eso, Canales? —preguntó Márquez, descolocado por el repentino tuteo del calé anticuario.
—Porque sabíais perfectamente —y de antemano— dónde se hallaba lo que el tractorista encontró.
The way to ruin is
always down hill*
Estudios Antequera Blues Express
30 de junio de 200_
07:00 h
La puerta del estudio casi se estaba cayendo con los golpes que le daban. Matt no podía bajar más rápido las escaleras para abrir a Canales. No sonaba como las otras veces, ya que la voz del calé parecía desesperada. Llamaba a gritos. Y no es que los gritos no fueran frecuentes en Canales, pues no acostumbraba ser persona paciente —y menos con Matt— pero era extraño que llamase tan temprano por la mañana. Con esa urgencia no se llama para contratar una amplificación, ni para traer un regalo. Malo, aquello debía de ser malo de verdad.
—Abre la compuerta que tengo que meter el coche dentro, Matt —le dijo sin esperar a explicarle. Pero, claro, eso de las explicaciones era un formalismo al que Matt había renunciado hacía años con Canales.
El calé entró marcha atrás en la nave con tanta prisa que rozó el costado del Jaguar contra la pared. Asombrosamente, parecía no importarle y al bajarse, se mostraba muy nervioso. Había olvidado abrir el maletero y tuvo que volver a entrar en el coche para pulsar la tecla al lado del volante. Canales venía muy agitado, sudoroso, como jamás se habría dejado ver en público.
—Mira, Matt. Necesito que me guardes esto aquí unos días. Ya vendré por ello.
Cuando lo bajaron del coche, Matt pudo ver un paquete alargado, hecho con papel de embalar marrón, y atado con cordel. Era pesado, y pudieron colocarlo en un rincón a duras penas entre los dos.
—No lo abras ni le digas a nadie que te he traído nada. Guárdalo bien y que no se entere nadie.
—Pero ¿qué hago? ¿Quieres que lo esconda o qué?
—¡Guárdalo, joder! ¡Mételo en algún sitio donde nadie lo vea! Yo vengo por él mañana o pasado. Y que no lo vea nadie, Matt. Hazme el favor.
Montó en su Jaguar y se alejó a toda velocidad. Eso sí que formaba parte de lo habitual en él. Y Matt se decidió a dar a Canales el margen de confianza y de tiempo que se merecía: el suficiente para dar la curva y verle desaparecer por detrás de la nave, antes de volverse hacia el bulto para abrirlo.
El paquete no era perfecto ni el embalaje estaba protegido contra curiosos, con lo cual Matt tardó escasos segundos en desenvolverlo sin dañar irremediablemente el papel. Pudo ver una figura metálica, parecía de bronce, alrededor de un metro y medio, más o menos. Representaba una figura juvenil, en una postura agraciada, que recordaba claramente al Efebo de Antequera. Todavía estaba muy sucia y apenas se le veían pequeños espacios limpios de tierra u óxido. Umm. Restos arqueológicos. No era nada extraño que Canales anduviera con restos arqueológicos. Lo que le sorprendió a Matt era la prisa y el nerviosismo con que se condujo. Aquello debía ser un paquete gordo. Bien gordo. De sobra, Canales era archiconocido por tener, comprar, llevar, vender y hacer todo aquello que se pudiera hacer con restos arqueológicos desde siempre. No en vano tenía fama de gestionar una de las tiendas de antigüedades más conocidas de Andalucía. Su familia estaba en el ramo desde hacía varias décadas, con lo cual su patrimonio artístico y crematístico era proverbial. Y jamás Canales se había dado la menor prisa por esconder algo ni había derramado la más pequeña de las gotas de sudor por escamotear ningún paquete de los que él manejaba habitualmente. Madre mía, pensaba Matt. Canales se está haciendo viejo.
Hizo un intento de mover el paquete y tanteó cuál era el peso. Bueno, unos cuarenta kilos. Sin mucho cuidado lo arrastró hasta una de las paredes. Detrás de esa pared había un cuartucho de limpieza que Matt había agrandado hacía unos meses. Los paneles de madera que usaban para colocar por las calles programas del festival de blues, tapaban la entrada del cuarto. Además había colocado mamparas de madera para la insonorización general de la nave, así que el cuarto de limpieza apenas se veía, salvo que se supiera que estaba ahí. Además, desde su reciente divorcio, apenas lo utilizaba. Para poder hacerlo, cada vez que le daba por limpiar, tenía que apartar uno de esos paneles manualmente. Hasta allí arrastró como pudo la figura y la metió de pie, encima de un viejo amplificador que guardaba más por amor que por necesidad. Entonces cubrió la figura con una manta mugrienta. Al terminar de extender la manta para no dejar rincón a la vista, cerró la puerta mientras pensaba: “Un día de estos se la busca y me la busca a mí también.”
Más tarde, cuando se subía a su maltrecho Mercedes azul agua, se vio a sí mismo haciendo algo que siempre había querido hacer. Mirar a su alrededor y asegurarse, como en las películas policíacas, de que no había nadie en la calle. Mientras pasaba por delante de las naves de la Azucarera, todas iguales a un lado y a otro, imaginó las surrealistas tramas de Los Vengadores, la serie inglesa de los sesenta. O envuelto en una historia