Antequera Blues Express. Juanjo Álvarez Carro
de uno de sus mayores benefactores y mecenas. Y, por encima de todo, a Luis Perdiguero, la promesa antequerana en la sucesión al maestro Camarón.
Así que su desconsolado padre Agustín por la derecha, los primos de Luis por la izquierda, marcaban el camino a los demás jóvenes de las familias Canales y Seisdedos, transportando el féretro del pobre Pepe Canales arrullado por gritos y vivas. Azpilcueta y Susana observaban desde atrás el cortejo, para dirigirse calle Porterías abajo a la iglesia de la Trinidad, donde el padre carmelita Antonio Jiménez iba celebrar la misa de funerales.
La madre de Canales quiso que el cortejo pasara antes con el cuerpo de su hijo por el Corazón de Jesús, parquecillo con mucho aire de common inglés, donde Pepe se retiraba a pasear, o a descansar, sentándose en alguno de los bancos sombreados de la cara norte. Hasta allí se fueron todos desde la calle Porterías, siguiendo los deseos de su madre. Hubo algún arranque por soleá, pero quisieron no afearle a Pilar Seisdedos el momento. Agustín pidió silencio levantando su mano. Inmediatamente la bajó hasta su corazón para agradecer el gesto.
Terminado el recorrido, el enorme cortejo salió del parque y, con la ayuda de la policía local, se dirigieron hacia la puerta de la iglesia del Colegio de La Inmaculada, para saludar a la beata Madre Carmen, donde el niño Canales había pasado toda su vida escolar. Sin detenerse, regresaron calle arriba para embocar la calle Porterías otra vez, hasta la iglesia de la Trinidad. No se había programado un entierro tan multitudinario, pero así son las cosas de los calés. Eso supuso una vuelta del cortejo sin programar, para amargura de los responsables del tráfico. Dentro ya de la calle Porterías otra vez, cuando volvían a pasar por delante de la casa de Pepe, alguien empezó a batir palmas de una bulería. Y se oyó entonces una voz que paralizó al cortejo al completo. Una voz femenina empezó a cantar:
Bolita rodar, bolita rodar
Ay, por qué no echas tú, primito mío,
La bolita a rodar…
Pero nadie quiso faltarle al respeto. La dejaron que cantara sola: Era Estrella Morente la que le cantaba a Pepe Canales por bulerías.
Yo no le temo a la muerte
Porque morir es natural,
Le temo más a las cuentas
Que a Dios le tendré que dar
Yo no le temo a la muerte
Porque morir es natural.
A esas alturas todos, a coro, arrancando en la décima exacta de segundo, sin directores ni batutas, resonaban como una sola voz en toda la calle Porterías, para unirse al estribillo cuando Estrella terminaba:
Yo seré muralla, pá que no te ofendan
Y a ti no te tiren, gitano, por tierra.
Estrella había abierto la veda y se desató entonces la locura del sentir. Los aplausos se agrupaban en ritmo, acompasado con el corazón de los presentes. Y todos quisieron hacer sus palmas al último paseo de Pepe Canales.
Las primas de Osuna y otras gentes entonaron unos tangos muy del gusto del difunto, porque se pavoneaba divertido en todas las fiestas cuando las chicas se lo cantaban:
Desde que se fue mi Pepe
El huerto no se ha regao,
El huerto no se ha regao.
La hierbabuena no crece
Y el perejil se ha secao.
Una vez dentro de la iglesia, comenzada ya la misa, alguien pidió a Susana que fuese a hablar con su tía Pilar, la madre de Canales. Con una mano en el brazo indicó a Azpilcueta que la esperara hasta que volviese, sorprendida por la petición de su tía. Tuvo que tardar lo suyo en llegar hasta los primeros bancos, y cuando lo consiguió, Azpilcueta vió cómo Susana se agachaba para escuchar lo que Pilar tenía que decirle, en el primer banco del ala derecha. Susana se incorporó y marchó hacia el lado opuesto, hacia el ala izquierda del crucero. Un grupo reunió sus cabezas para escuchar lo que Susana estaba transmitiendo de parte de su tía. Todas se giraron hacia una de esas cabezas, que acabó por asentir. No alcanzaba a ver de quién se trataba, pero el mensaje no fue muy largo, así que Susana emprendió el camino de vuelta junto a Jabo. La misa continuó su curso, ya sin mayores interrupciones.
Hecha la comunión de todos los que se acercaron al oficiante, acompañada de alguna soleá casi murmurada, para no empañar el momento, el padre Antonio regresó a guardar el cáliz en la custodia. Cuando bajó a bendecir el féretro con el hisopo, una voz empezó a entonar unos tangos, acompañada por unas suavísimas y delicadas palmas.
En lo alto del Cerro de Palomares
En lo alto de la Sierra de Palomares
Unos dicen que nones y otros que pares
Y otros que pares…
Fatigas, fatiguillas dobles,
Pasa, pasaría aquel
Que tiene el agua en los labios
Y no la puede beber
Era la voz de Luis. Estaba en la iglesia, como no podía ser de otra forma. De repente, Azpilcueta supo, con un sobresalto, que debía intentar lo que fuera para hablar con el muchacho. No había duda de que, aparte de aquella, no se le iba a presentar una ocasión de hablar con él tan clara. Pero cuando lo pensaba, se daba cuenta de que tendría primero que atravesar toda aquella multitud, para llegar siquiera a tener la oportunidad de acercarse. Tampoco eso era garantía de poder tener un aparte con él. Miró a Susana y ésta le adivinó la intención. Con mucha ternura, pero sin aplacar autoridad, ella le dijo que ese día, imposible. Y todo concluyó. Sencillamente. El picoleto se rindió a la mano pianista que le aplacaba el instinto, y los ojos que le pedían rendición. Dulce rendición.
No tardó en darse cuenta de que hubiera sido como pedirle una entrevista a Elton John, cuando salió del sepelio en la catedral de Canterbury para grabar el disco que publicó cuando la muerte de Lady Di. Solo que esta vez, en lugar del Candle in the wind, Pilar le había pedido otro tema. Aquellos tangos del que “unos dicen que nones y otros que pares”. Azpilcueta barruntó que debían de tener algún significado especial para ellos. Era cuestión de preguntárselo a Susana. Pero, como siempre, otra cosa era que ella contestara.
La casa o la barca
Domingo 4 de julio de 200_
09:25 h
—Luis. Hey, Luis. Venga, tío. Despierta. Tenemos que irnos —dijo Matt mientras sacudía el brazo de Luis suavemente.
— ¿Irnos? ¿A dónde quieres que vayamos, con la que está cayendo?—protestó el Gitanillo.
—No sé, pero seguro que se te ocurre algo. Tenemos que hacer algo con el paquete de ahí abajo…
Luis se duchó y se vistió despacio. Mientras, Matt pensaba en el porte de aquel muchacho flaco, menudo. Ahí vistiéndose como un torero. Despacio y con una parsimonia exquisita, moviendo sus dedos en los botones como un bailarín en escena. Matt le observaba con la misma delectación que si estuviera encima de un escenario. Se quedó embelesado durante el suficiente tiempo como para reconocer una nota de su voz en cada movimiento de los dedos. Para Matt era como si el Luis fuera capaz de moverse a cámara lenta. Con la lentitud que enseñan esas cámaras súper-rápidas de la televisión que nos permite ver la caída ralentizada de un futbolista, con el gesto de dolor en la cara. La misma que nos acerca al rostro desaforadamente tensionado de un torero conjurando el miedo, o la torsión casi imposible de un fórmula 1 en plena curva y el casco del piloto golpeando enloquecido los lados, justo antes de recibir el empujón de los mil caballos. Todo ello invisible a velocidad natural.
Aquel gitano joven, sin otra cualidad aparente que la de su sacerdocio flamenco, tenía un imán en los ojos y en las manos. Y se aprestaba entonces, en aquel momento de su vida, a poner en funcionamiento el que había en su voz.
Parecía que Luis confirmaba el viejo dicho de que