Antequera Blues Express. Juanjo Álvarez Carro

Antequera Blues Express - Juanjo Álvarez Carro


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reto interpretativo. No. Era otra cosa. Desde que había leído sobre las terribles jornadas de sufrimiento que padecía el pobre Sergei Rachmaninov, ella siempre se había preguntado en qué medida los dolores del nervio trigémino, que le afectaban mientras componía la pieza que ella ahora tocaba, habían provocado la salida de cada nota, de cada acorde, de cada arpegio. ¿Qué habría sido de la lluvia de notas, caídas en aparente azar creativo, si la mitad de su cara no le doliese tan endemoniadamente? ¿Qué paraíso artístico habría alcanzado el ruso si los dolores de cabeza no le hubiesen privado de la necesaria concentración? ¿O era precisamente el dolor lo que paría aquella belleza tensa?

      Ella misma había experimentado la utilidad de la emoción o la excitación contra los dolores. La adrenalina generada ante la expectación y los nervios de un concierto, anestesiaban al compositor ruso, calmando, aunque fuera durante breves momentos de la ejecución, los intensos dolores de su cara. A ella, le servía para los mensuales, o incluso los del espíritu. Cuando escuchaba la Sonata número 2 para piano, interpretada por Arthur Rubinstein, la música alcanzaba ya los objetivos del ibuprofeno. Así que, ahora y aquí, interpretada por ella misma, el efecto era más que milagroso en lo terapéutico y en lo emocional.

      Seguramente la muerte de su primo tenía mucho que ver, esa ausencia reciente y muy dolorosa por la manera en que se había producido. La ausencia reciente y dolorosa de su hermano la había adiestrado en el sentimiento, en la necesidad de consuelo, y además la había empujado a los brazos de Jabo. Pero el adiestramiento no cumplía su propósito. Seguía notando la pérdida, notaba la ausencia en kilogramos exactos o en número de células. La misma ausencia, la misma pérdida que su madre y su abuela le habían intentado explicar, se manifestaba ahora en ella cada vez que respiraba.

      Por su parte, ninguna tarde de sábado o domingo le alegraban la vida a Azpilcueta. Ni en invierno el fútbol, ni en verano las playas atestadas. No le hacía la menor gracia tener que superar aquellas horas, transitar a ritmo de reloj desde la mañana hasta la noche por la vida detenida. Le parecía que era casi tan horroroso como pasear por un parque de atracciones cerrado. La noche, sin embargo, era el momento que realmente le causaba cierta expectación, en que se daba a la lectura de lo que estuviera en sus manos. Esperaba aquellos ratos creando un estado de anticipación, como llaman los ingleses a la dulce expectación. Y para dar valor verdadero al descanso que le producía aquel rato, reservaba la ducha y el tinto de verano para esa liturgia y, entretanto, dedicaba el día de sol para terminar papeles o hacer visitas cortas de rigor, como un día normal, siempre con relación a alguna investigación. Así conseguía superar con cierta dignidad ese accidente semanal en el que la cadena de la vida se interrumpe. Todo ello, claro estaba, salvo las veces en las que se acercaba a la casa de Susana.

      Y allí estaban, mirándose el uno al otro. Azpilcueta sabía de lo terapéutico de la música y Susana, las tristezas laborales de aquel hombre que ahora la observaba con la cabeza inclinada, desde el marco de la puerta, inmóvil hasta la terminación de la pieza. Y era sábado.

      Aunque ella hubiera terminado, él la observaba con el respeto educado de esperar hasta que se extinguiese la más leve de las vibraciones en el piano, como si aguardase a que el último jirón del alma regresase a su sitio. Entonces, ella respiraba y le miraba.

      —¿Sabes afinar pianos? —le asestó ella.

      —Sé apuntar con la pistola y dar en plena frente a pocos metros.

      —Muy benemérito tú.

      —Y tú, mucha puntería.

      Se lanzaron casi el uno encima del otro. Sin mediar más palabras que las consabidas, ni perdón ni por favor. Terapia de grupo de dos. Si aquel sofá hablase, podría narrar más sombras que las cincuenta y nueve de Grey.

      Veinte minutos después, ya en el epílogo de la terapia en la que Azpilcueta encontraba su mundo de nuevo sereno, y ella en paz otra vez con el cosmos, le preguntó a Susana por su primo, Luis, el Gitanillo.

      —¿Le has visto estos días?

      —Mi primo se deja ver poco, sobre todo cuando está preparando gira o un disco. Pero ahora, con lo de Canales, ha apagado el móvil. No tiene muchas ganas de hablar.

      —Ya. Pues es lo que le faltaba al cuarto.

      —Entiéndele. Es que le llaman de la radio y los periódicos… y no tiene ganas. Incluso algún programa de la tele…—rezongó ella enseñando las palmas de las manos.

      —El caso es que mis jefes han hecho un sorteo entre ellos mismos y me han entregado a mí todas las papeletas de Canales. Necesito verle para hacerle unas preguntas. ¿Me vas a hacer el favor de decírselo? Si le ves…

      —Si veo a mi primo no será para traicionarle.

      —Dejarme hablar con él no es traicionarle. Hablas como tu abuela, morena. Y los picoletos somos ahora del siglo veintiuno.

      Lo de que eran del siglo veintiuno tenía su razón de ser. La parte gitana de la familia, tan apegada a la tradición, se aferraba también a viejos tópicos, a las reglas y los cánones que conformaban ese subconsciente colectivo étnico de los calés. Y era vieja la inquina de los verdes y los calés. Tan vieja como los chistes que mantenían vivos los tópicos.

      Azpilcueta y ella se habían conocido dos años antes, durante la investigación de un accidente de tráfico en el que había muerto el único hermano de Susana. Lo llamativo era que el cargamento de la droga iba en el otro vehículo implicado en el choque. Una mala coincidencia no permitía colocar claramente el cargamento en el coche que lo transportaba, pues así de violento había sido. Hubo que iniciar una investigación minuciosa para determinarlo, ya que los dos ocupantes del segundo coche sobrevivieron, aunque tardaron dos meses en confesar. Y Susana había asumido la portavocía de la familia.

      Fue entonces cuando, al meterse en un caso de ese tipo, topó de frente con la condición de la familia. No sólo por ser calé, sino por la sustancia misma de ser familia también. El guardia se vio obligado a abrir en canal, como la rana en la clase de biología, todos los principios, todos los tópicos, usando a un miembro fallecido como bisturí. Se vio obligado a mirar en todos los cajones de aquel mueble antiguo, bajo la atenta mirada de una pianista que se le metió bajo la piel. Y a Azpilcueta le encantaba la música.

      Ahora volvía a tropezar con la misma piedra, sin que él pudiera hacer nada para evitarla, salvo renunciar expresamente ante su jefe. Pero si lo hacía, tenía claro que la familia de su novia recurriría a él en busca de comprensión o ayuda. No conseguiría librarse de las salpicaduras, por mucho que lo quisiera.

      Desde entonces, desde que Azpilcueta había metido no solo la nariz, sino que se había metido de lleno hasta las verijas en el armario completo con los recuerdos de la abuela, Susana decía de él, cuando discutían, que era sobre todo un picoleto y éste pensaba que ella era una diva mediocre.

      Muy pronto se dieron cuenta de que esas palabras ejercían un poder afrodisíaco sobre ellos.

      Acostumbrada como estaba Susana a escuchar música ab utero matris tua, desde antes que la parieran, reconocía inmediatamente al duende donde lo oía o lo veía. Nacida entre emotividades supinas, la parte gitana de la familia Seisdedos la acogió de inmediato cuando vieron a la niña torcer la cabeza y cerrar los ojos al oir música. Fue entonces cuando decidieron que la niña había venido bendecida del cielo para el arte. Y en él la criaron, la mimaron y la educaron. Convencidos como estaban de que, igual que John Cage, los dioses andaban por todas partes, y de que las cosas poseen su sonido propio, su propia música, los calés saben que hay que dejarla salir, liberarla para que al salir pueda hacer felices a todos. Solo que raro era que alguno de ellos supiera quién era John Cage, el músico loco. Susana no tardó mucho en contar alguna vez a Jabo que Cage tenía razón. En fin, ya Santa Teresa había dicho muchos años ha, que Dios andaba también entre cazuelas y pucheros. Y nadie le dijo que estaba loca.

      Esa mañana habían enterrado a Pepe Canales Seisdedos, en Antequera. Lo que había convertido la ciudad en una convención de gitanos norteños, sureños, catalanes y portugueses. La flamenquía del país había venido a presentar sus respetos a Pilar Seisdedos, pero sobre todo a su marido,


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