Peligroso amor. Dayanara
—Elizabeth, disculpa a Clara, sino quieres ir no te sientas en la obligación, ella es así, mira que venir por una invitación.
—Descuida, creo que la pasaré genial con ustedes, ella parece ser una buena anfitriona y no creo que tu hijo se quede atrás.
—Me dejas tranquilo. Si ya terminaste con lo que tenías pendiente puedes irte, así llegas puntual —dijo con gracias.
Tapé mi sonrisa con cierta vergüenza y me levanté de mi asiento antes de que se arrepintiera de su oferta. Me di cuenta que parecía de mejor ánimo, debía aprovecharlo e intentar arreglar las cosas, sería raro ir a su casa y no dirigirle la mirada siquiera.
Rodeé el escritorio y me recliné sobre el mismo, él me atrapó con la mirada como si no entendiera lo que buscara. Suspiré lento y pedir disculpas por mi retraso fue lo único que se me ocurrió para retomar la conversación, pero como si él ya lo hubiera olvidado le restó importancia y me ofreció un chocolate, en su escritorio tenía una cajita llena de ellos.
—Te envío mi dirección a tu teléfono. Otra cosa, ha sido refrescante trabajar contigo esta semana, se nota que aprendes rápido. Espero que no tengas quejas de mí, he estado un poco abrumado estos días. He tenido algunas complicaciones.
Negué con la cabeza y jugueteé con la envoltura del chocolate.
—Pensé que dirías que había sido estresante lidiar conmigo. Soy yo la que tiene que estar agradecida, no te importó que mi experiencia en el área fuese nula. Y por el contrario me has apoyado y me has brindado muchas oportunidades.
Se quedó en silencio regalándome una mirada cautivadora. Una de esas que podían desarmar a cualquiera, pero que, al mismo tiempo no me convenía malinterpretar.
Jugué con mis dedos y antes de que me diera cuenta lo tenía frente a mí. Su mano derecha atrapó la mía sin previo aviso. Las mariposas en la panza no tardaron en aparecer. Tragué saliva. Sin embargo, él solo quería arrebatarme la envoltura dorada. Lo hizo y, con agilidad, la lanzó al bote de basura de mi escritorio. Sonrió.
Me encorvé tratando de disimular el rubor de mis mejillas, tenía el corazón latiendo a mil segundos. Estábamos a escasos centímetros de distancia, podía sentir su respiración irregular y su perfume Boss.
Las ganas de abrazarlo se apoderaron de mi razón y en un movimiento infantil, algo torpe y perfecto, me aferré a su cuerpo. Me sentí protegida de inmediato, era como si él fuese una respuesta del amor, de ese amor que sabes que no es tuyo y aun así no pretendes devolverlo.
—Elizabeth…
—Lo siento, n-no…
Quise separarme, sorpresivamente me presionó contra su cuerpo. Su mirada buscó mis labios por algunos segundos, no pude evitar repetir su gesto. Rozó mis mejillas y se acercó a mi oído: «gracias por alegrar mis días con tus ocurrencias, gracias por estar aquí», susurró, en un tono ronco.
Me quedé en silencio. ¿Qué podía responderle? Tenía unas ganas incontrolables de besarlo, él lo sentía.
Nuestros labios se reclamaban, estábamos tan cerca que bastaba con cerrar los ojos para perdernos en ese sentimiento prohibido, casi que podíamos escuchar el latido de nuestros corazones despavoridos.
—Elizabeth, no sé…
Su frase fue interrumpida por el sonido abrupto de la puerta, el mismo que hizo que me soltara como si fuese repelente. Estaba asustado.
Pasó sus manos por su cabello negro y caminó hacia al escritorio arreglando innecesariamente el nudo de su corbata. Revoloteó varios papeles, jugó con un par de lapiceros y apagó su laptop, fue solo después de unos veinte segundos —que parecieron eternos— que se atrevió a autorizar la entrada de Camelia.
—Buenas tardes, Esteban —saludó pendiente de su cuaderno—, solicitan su presencia en el departamento de diseño. Quieren mostrarle nuevos bocetos, según la sugerencia de Elizabeth, para los últimos ejemplares.
Guardó su teléfono en el bolsillo y luego de alcanzar su chaqueta, se dirigió hacia la salida en compañía de su recepcionista. ¿Y yo? Ni una mirada, como si no existiera.
Me apoyé en la pared, junto al pequeño librero y cerré los ojos con las manos alrededor de mi cuerpo. Estaba abrumada, habíamos estado a un paso de besarnos y la idea me asustaba, pero al mismo tiempo me tentaba lo desconocido. No sabía si estar en deuda con Camelia, o, por el contrario, culparla por su interrupción.
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