La velocidad del pánico. Stuart Flores

La velocidad del pánico - Stuart Flores


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dijo, refiriéndose a los libros: no saques ninguno de tu habitación. Puede ser peligroso. Me preguntó si quería pastillas para dormir. Le dije que sí, pero no tenía planeado intentar dormir esa noche. Dejó dos pastillas sobre el velador y también un libro. Después me arropó y deseó las buenas noches. Por un momento quise que me diera un beso en la mejilla. El beso de las buenas noches.

      El libro del velador era la novela de Tonino que Lila había empacado. Comencé a leerla de inmediato.

      La novela de Tonino me atrapó desde el inicio. Contaba la historia de un chileno que viaja a Cuba para buscar unos manuscritos que Hemingway había dejado en aquella isla. En especial, el manuscrito de una novela titulada You are the night, Elsa. El chileno, llamado Arturo Gospel, encuentra dicha novela, la lee en un par de días y se obsesiona tanto con ella que llega a enloquecer. La novela trata sobre un escritor que encuentra el cadáver de una antigua novia, Elsa Ford, y conduce el cuerpo hasta su habitación para escribir la biografía de su amada y narrar los años que pasaron juntos. Gospel, en alguna parte del libro, llega a padecer el mismo trastorno que sufrió Hemingway al final de sus días. Piensa que los herederos de la obra del escritor estadounidense lo están buscando para arrebatarle el manuscrito. Piensa, sobre todo, que Elsa Ford está viva y que también lo persigue para quitarle la novela. Como era de esperar, en el último capítulo, este personaje se suicida de la misma manera que lo hizo Hemingway, pero antes se come el manuscrito hoja por hoja.

      Ya había leído otros libros de Tonino, pero este me sorprendió de manera grata. La trama estaba muy bien urdida y uno llega a mimetizarse tanto con el propio Gospel cuando este comienza a delirar y cree que incluso la policía internacional está tras sus pasos.

      Me levanté de la cama. Tras las cortinas se adivinaba la odiosa luz del amanecer. No hay nada que un insomne deteste tanto como la luz del nuevo día. Salí de mi habitación (por un momento pensé que habían echado la llave en la cerradura) y atravesé los pasillos buscando un reloj. Solo encontré a algunos pacientes sentados en las esquinas, abrazando sus rodillas y con la cabeza gacha. Parecían dormir. No había ningún reloj pero asumí que serían las seis de la mañana. La gorda de escasos cabellos rubios estaba dormida sobre su silla y con la boca abierta apuntando hacia arriba. Roncaba.

      Me dirigí entonces hacia los jardines y me senté en una banca.

      Un hombre se encargaba de regar unas hortensias. Fue fácil deducir que no se trataba de ningún jardinero. Llevaba el traje celeste con el que me habían uniformado. Por un momento creí escuchar que hablaba con las hortensias. O quizá estaba hablando consigo mismo. Preferí creer que estaba recitando algún poema que había aprendido de memoria, lo cual, a mi parecer, es la peor manifestación de la locura.

      Tras las lejanas montañas que rodeaban Vurgolz, un sol perezoso se iba anunciando. Y lo odié con toda mi alma. Cerré los ojos, agaché la cabeza y sentí que unos rayos de luz se iban estrellando dulcemente contra mi nuca. Pensé en Gospel y en su delirio. Pensé también en Hemingway y en su delirio. Entonces una pesada mano se colocó sobre mi hombro.

      5

      El editor general de El Nictálope, la revista donde trabajaba, era un hombre muy perspicaz. Se rumoreaba que tenía un «asunto» con el director. Lo de «asunto» jamás lo entendí cuando lo escuché por primera vez. Las siguientes veces tampoco lo entendí, pero simulaba que sabía. Luego también comencé a difundir aquel rumor. «Herbert tiene un asunto con el director, así que ten cuidado de estarlo contando por allí». Cosas así, sobre todo a una muchacha pelirroja, practicante de la sección. Es bueno aparentar saber algo cuando en realidad no se sabe nada.

      Herbert fue el primero en notar mi enfermedad.

      Como ya dije, era un hombre muy astuto. Nada, absolutamente nada, se le pasaba por alto. Por eso la revista era una de las más impecables del medio. Un día me llamó a su oficina para hablar a solas y me dijo: S, sé que tuviste ese horrible accidente en la playa, pero estás enfermo. Yo asentí y lo miré fijamente. Quería hacerle notar con la mirada que sabía lo de su «asunto». Es decir, que siempre lo había sabido, solo que ahora era necesario hacerlo evidente. Quería intimidarlo. Creo que no lo conseguí. ¿Se me nota mucho?, pregunté. Lo suficiente, dijo. Deberías ir al doctor hoy mismo. No lo podrás ocultar por mucho tiempo. Y luego me miró y en aquellos ojos pude percibir que él sabía lo que yo sabía. Vale decir, lo de su «asunto» con el director. Eso, a fin de cuentas, resultó más intimidante. No se lo diré a nadie, finalizó y me puso una mano sobre el hombro con actitud piadosa.

      Antes de visitar a un doctor, le pedí a Lila que anotara mi conducta durante una semana. Cenábamos en casa, veíamos la televisión hasta tarde y luego nos íbamos a dormir. Luego del accidente estábamos obligados a llevar una vida más sedentaria. (Cabe hacer aquí una aclaración: Lila no estaba obligada. Sin embargo, tal vez no tenía otra opción que la de acoplarse a mi nueva forma de vida). De aquella breve rutina Lila extrajo una valiosa información que en el futuro sirvió para mi historia clínica. Sobre todo, sacó a relucir unas insospechadas dotes de observación. Por un momento estuve muy convencido de que la escritura era lo suyo. Ya se lo había planteado con anterioridad, cuando me enseñó la libreta que llenaba el día que nos conocimos.

      Algunas tardes, al llegar a la redacción, Herbert se acercaba a mi sitio y me decía al oído: no se lo diré a nadie, pero procura que no se note. Luego me guiñaba un ojo y se perdía entre las nubes de humo que cubrían la sala, como un espectro que se disuelve en la neblina. Para ese entonces, el humo del tabaco que cubría la redacción no me molestaba en absoluto. Yo mismo ponía de mi parte para darle consistencia a aquella neblina. Después seguía con los encargos de la jornada, pero cada tanto iba al baño para mirarme en el espejo. Contemplando mi imagen pensaba que sí, tal vez se me notaba un poco. Lo suficiente. Y ante mi reflejo confirmaba lo dicho por Herbert. No iba a poder esconderlo por mucho tiempo.

      El diagnóstico del doctor fue muy parecido a las conclusiones que habíamos obtenido Lila y yo de sus apuntes. Le pedí que siguiera con las anotaciones por tiempo indefinido. Y con el correr de los días, las observaciones de Lila se fueron haciendo más sintéticas y no por eso menos precisas y certeras. Los últimos días solo escribía dos palabras en la libreta: tiene pánico.

      Y tuvo que llegar el día en que, por primera vez, experimenté el pánico.

      6

      S me empezó a atraer de forma lenta y apacible. Sobre todo cuando aprendió a fumar. Me gustaba su manera delicada de coger los cigarrillos que colocaba entre los dedos índice y medio. Durante las noches que pasaba con él parecía incluso que jamás se llevaba los cigarrillos a los labios y, sin embargo, al finalizar la charla, el cenicero ya estaba rebosante de colillas. Sus actitudes eran suaves e imperceptibles, y de ese modo el encanto fue penetrando silencioso dentro de mi pecho. De pronto, repentino como la escasa lluvia de nuestra ciudad, el sentimiento ya había echado raíces en mi interior y nunca me había dado cuenta.

      Antes S no fumaba. Según me contó, lo empezó a hacer con Lila. Me hablaba de ella con esa certeza un poco absurda que tienen los que van cayendo en el enamoramiento. Y, como es obvio, empecé a sentir celos de aquella muchacha. Antes de la llegada de Lila, S y yo lo hacíamos todo juntos. Íbamos al cine, tomábamos algunas copas e intercambiábamos libros. Y allí se fue gestando aquella atracción sosegada y tierna, una atracción que me atravesaba los intestinos de forma callada y a la vez tenaz, como quien va cavando un fino agujero de escape sin el menor apuro.

      Nos veíamos en las noches cuando él salía de la revista. Yo lo esperaba en mi auto, bajaba la ventanilla y lo miraba acercarse. Y observaba esa figura frágil y endeble marchar por el asfalto apenas iluminado por las farolas. Su cuerpo esmirriado recibía toda esa luz triste y anaranjada, y algo parecido a un afán protector despertaba en mí, algo que intentaba capturar en los cuentos que escribía de madrugaba, pero que solo en contadas ocasiones logré plasmar. ¿Por qué el deseo se vuelve inexplicable? ¿Por qué el lenguaje se vuelve un artificio inútil a la hora de entender aquel afecto que va arraigándose dentro de nosotros? Deseo incomprensible y lenguaje vacío. En eso consistía mi principal obstáculo al momento de escribir sobre ti, S.

      Ya en mi auto, S me hablaba


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