La velocidad del pánico. Stuart Flores
disimular. La voz de Kazbek aún paseaba por los recovecos de mi cabeza. Y no era un avance que obedecía a la arquitectura de los pasillos de mi mente. Su recorrido era atroz y caótico y rompía puertas o paredes y creaba nuevos senderos, tramos que nunca tendrían que haberse abierto. Escuchaba la voz insistente del escritor haciendo caer sobre mí el peso de su lenguaje. Y hacía todo el esfuerzo posible para negarme al entendimiento, pero este irrumpía con fuerza descomunal dentro de mi cráneo. Se trataba de aquella iluminación en la cual uno logra verle las costuras a la realidad. A ese tipo de iluminación dolorosa me refiero, no a otra.
Había pasado mucho tiempo y el propio Herbert se acercó al baño, tocó mi puerta y dijo: no se lo diré a nadie, S; solo procura que no se note. Después caminó hacia el lavabo y lo escuché aspirar.
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