La velocidad del pánico. Stuart Flores

La velocidad del pánico - Stuart Flores


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transita con dificultad y temor hacia la vida adulta. ¿Cómo no sentir empatía si yo también había atravesado con mucho esfuerzo el mismo camino? Crecer, a fin de cuentas, es inevitable, y uno va acostumbrándose a la idea de que jamás habrá un punto de retorno. Todo lo contrario. Uno camina hacia un abismo y se detiene apenas en el borde y considera a veces la idea de arrojarse al vacío. Mi pequeño ángel decadente estaba llegando a esos confines. Para distraerlo, le decía que podíamos ver una película o ir a tomar algo. Y S siempre aceptaba. Sonreía de forma leve, mostraba sus dientes de conejo y siempre decía que sí y nos mirábamos y en aquella mirada solo percibía la inocencia de la que tendría que desprenderse si quería convertirse, algún día, en un adulto. Sin embargo, en sus ojos notaba que se negaba a esa posibilidad.

      En cierta ocasión, me pidió que lo llevara a una galería donde estaban expuestos algunos cuadros de Lila porque S estaba preparando un artículo sobre sus pinturas. Fuimos al lugar, una casona decrépita, y solo encontramos a un hombre que dormitaba en una de las esquinas de la sala principal. Podría tratarse del vigilante. Roncaba de manera hostil. Me lastimaba los oídos.

      Los cuadros no me parecieron nada asombrosos. Mucho color, demasiado trazo violento, carencia total de armonía. Se lo dije a S y él me dijo que justamente por eso la exposición se titulaba «Ruido». La idea era provocar en el espectador un trastorno, un exceso de realidad. Sí, dije, es cierto. Son cuadros con mucho ruido. Pero lo dije pensando en los ronquidos del que podría ser el vigilante de la galería.

      Yo no había visto antes cuadro alguno de Lila, pero S me hizo notar la presencia inalterable de un personaje que aparecía en la mayoría de los lienzos. Un hombre calvo que vestía de negro y que cargaba un maletín. Me recordó a aquellos viajeros que han perdido el tren de la mañana y que se resignan a esperar el siguiente o que simplemente están allí porque no tienen algún destino preciso. Los viajeros desamparados, dijo S. Sí, dije yo, son gente a la que el tiempo ha decidido abandonar. Entonces son como seres inmortales, dijo S, y sonrió mostrando sus dientes de conejo.

      S realizó numerosos apuntes sobre cada uno de los cuadros. Al abandonar el lugar, noté que de un oído del vigilante corría un hilo de sangre. Ya en mi auto, le propuse a S ir a un bar. Y luego del bar fuimos a mi casa y nos sentamos en el sofá de la sala y me dijo que no podía dormir. Como si no lo supiera, querido S. Habías nacido para la noche. Le pregunté si estaban listos los cuentos que estaba preparando. Me dijo que era él quien no estaba listo para publicarlos. Solo me había mostrado uno hacía mucho tiempo. No recuerdo el título pero sí algo de la trama. Un anciano sale a comprar el diario y luego olvida el camino a casa. Con el diario bajo el brazo comienza a recorrer la ciudad y llega a un puerto. Tampoco recuerdo cómo es que al final del cuento el anciano está en un bote en medio del mar. Alguien rema y le dice que lo está conduciendo a casa. Que no se preocupe. Solo dígame qué noticias hay en el diario, decía el que remaba. Y el viejo leía en voz alta las noticias del día. Era fácil adivinar que aquel anciano era el padre de S.

      Le dije que se recostara y cerrara los ojos. Y así lo hizo. No voy a dormir, insistió. No importa, le dije, solo cierra los ojos.

      Aquella madrugada sentí un gran estímulo debido a la presencia de S en mi casa y escribí un cuento titulado «Los viajeros desamparados» y por fin pude capturar por escrito algo que me sucedía con S, es decir, la ausencia del tiempo. Con S me abandonaba a un tiempo estático. O, mejor dicho, el tiempo se apartaba de nosotros y en su lugar solo cabía nuestra soledad compartida. Era un tiempo plagado por la delicadeza de sus gestos y el vaivén de mi deseo. Estar con él era como apresar con las manos, por un breve lapso, la escurridiza ave de la inmortalidad.

      Cuando acabé el relato ya había amanecido y noté que en el cuarto de baño el agua caía con el sonido de una lluvia inesperada, ese tipo de lluvia que raras veces nos asalta durante los inviernos en esta ciudad donde casi nunca llueve. S tomaba una ducha. Entonces preparé café y huevos revueltos. Pronto tendría que dejarlo en la puerta de la revista.

      7

      Dijo que aquel hombre era su padre. Y agregó: no tiene ningún significado, salvo que nunca conocí a mi padre y me imagino que fue así, tal como lo he retratado en mis pinturas.

      Tal vez en ese momento se quedó ensimismado. Sus ojos apuntaban hacia el vaso de agua que Lila había ordenado para él y que permaneció intacto durante toda la entrevista. Él no recordaba ese detalle. Ella se lo contó después, mucho después, luego de su primera noche juntos. No era la respuesta que esperaba. Lo que acababa de oír comenzaba a resonar dentro de su cabeza, y eso es lo único que recuerda. La carencia de sentido. La sensación de la carencia de sentido. El hombre vestido de negro y que carga un maletín no podía ser descifrado. El hombre calvo y de cabeza amplia y reluciente no tenía ningún motivo de fondo. S pensó en su padre. Al llegar a casa, se quedaba un rato en el umbral y sostenía su viejo maletín negro, tan negro como su traje de oficinista, y su madre y él permanecían callados en la mesa, los platos de la cena debajo de sus barbillas, incluso dejaban de masticar los alimentos y colocaban los cubiertos a un lado. Su madre entonces agachaba la cabeza y luego se acercaba a su padre, tomaba el maletín y el abrigo y los subía a su pieza. Sentía el crujir de sus pisadas sobre la escalera de madera. Peldaño tras peldaño. Luego sentía la mirada de su padre sobre él. Hurgaba alguna señal en su rostro, algún mínimo gesto, y él cerraba los ojos y contenía la respiración. Luego el padre subía la escalera, pero debido al peso de su diminuto cuerpo no la hacía crujir. Su ascenso era imperceptible, casi fantasmal. El ascenso forzoso de un oficinista agotado. Un hombre aniquilado, signado por la muerte y que se daría el lujo de fijar su último día en la tierra. Entonces abría los ojos, volvía a respirar y veía la cabeza de su padre brillante por el sudor. Tenía el cráneo muy hundido en las sienes. Resultaba fácil imaginar su calavera.

      No era la respuesta que esperaba.

      De pronto, Lila le tomó una mano y lo regresó al mundo que tenía que habitar. Fue el contacto con aquella piel fría lo que lo despertó. Observó sus ojos pequeños y negros y su rostro pálido, muy pálido. Quiso tocarle los pómulos para comprobar que aquella frialdad también gobernaba en aquel rostro cansado. Sin embargo, tuvo un pensamiento extraño. Imaginó que aquella piel se terminaría adhiriendo a sus dedos, de tal manera que acabaría deformándola. Su mirada y su piel fría habían penetrado en S. Allí percibió que ella tenía ese poder. El de devolverlo al plano de lo real. Y Lila dijo: no es necesario que todo tenga un significado.

      Luego la mirada de S vagó por las paredes del café. Recuerda que había muchos cuadros con las escenas más famosas de la brillante carrera de Muhammad Ali. En otros se apreciaban los retratos de algunos de los simbolistas franceses. Qué combinación tan extraña, pensó. Le llamó la atención uno en especial. Estaba a espaldas de Lila, en la parte más alta de la pared. Se trataba de la reproducción del cuadro más famoso de Fantin-Latour. Aquel donde Rimbaud posa junto a Verlaine.

      Su taller quedaba cerca del café y le dijo que la acompañara. No le preguntó si tenía tiempo, tan solo dijo «acompáñame». Tampoco fue una orden. Lo sintió más bien como una invitación sutil y espontánea. Sabía que el efecto de las pastillas se iría diluyendo con el paso de los minutos y, sin embargo, aceptó.

      Tras las ventanas el día se adivinaba luminoso. Ya comenzaba a odiarlo.

      Salieron del café.

      8

      ¿Pudiste dormir?

      Era Jansen. Estaba sentado a mi lado. Quería mentirle, pero me había inspirado tanta confianza el día anterior que fui incapaz. Le dije que no.

      Yo tampoco. Aquí nadie duerme, dijo, y tras cavilar varios segundos, agregó: salvo la recepcionista.

      Y arrojó una sonora carcajada.

      Pude observar el interior de su boca. Me pareció que tenía más dientes de lo normal, afilados y diminutos, y que, bajo la luz del sol, poseían un brillo dorado. Los dientes de un cocodrilo, pensé. Su cabeza era pequeña y se adivinaba maciza. Podría arrojarse desde un alto edificio y su cráneo permanecería intacto. La mitad de la cara estaba tupida por una gruesa barba que comenzaba a escalar feroz desde su


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