El sueño del aprendiz. Carlos Barros
«Juanjo necesito que leas esto y hablemos. Un abrazo de tu amigo Mario».
De inmediato comenzó a examinar su contenido, sumamente intrigado.
—¿Quién es Mario? —le preguntó Elena al ver su gesto contrariado.
—Es… un viejo amigo, estudiamos juntos y...
—¿Lo conozco? —interrumpió Elena mientras trataba de hacer memoria para asociar a alguna cara aquel nombre que vagamente le sonaba.
—Estuvo en nuestra boda, y alguna que otra vez hemos coincidido —divagó él—. Pero hace bastante tiempo que no nos vemos, hemos perdido un poco el contacto.
Mientras decía aquello su mente revivía multitud de recuerdos de la facultad. Por un instante se trasladó a un tiempo feliz y despreocupado, y a aquel verano del dos mil diez en el que habían vivido tantas cosas y ahora parecía tan lejano.
—Sí, creo que ya sé quién es: pelo rizado, con gafas, un poco tímido.
—Sí —confirmó Juanjo, preguntándose qué mosca le habría picado y qué sentido podía tener aquello.
Y es que, tras hojear un poco el contenido de aquellas hojas, no podía ocultar que seguía completamente desconcertado.
—Igual necesita que le eches una mano con algún asunto legal, la gente se suele acordar de que tiene un amigo abogado en estos casos —comentó ella.
Juanjo negó con la cabeza, no parecía que se tratara de nada de eso.
—Creo que lo ha escrito él. Parece una novela —murmuró.
—¿Cómo que una novela? —preguntó Elena, igualmente asombrada.
—No lo sé, todavía no comprendo por qué…
—¿Es escritor? —indagó ella de nuevo.
Mientras tanto, Paula miraba a sus padres expectante y curiosa.
—Mamá, ¿quién es Mario?
—Es un amigo de papá —le aclaró ella con ternura.
—¿Por qué le ha dado un libro?
Elena se quedó mirando a Juanjo, invitándolo a que respondiera.
—Pues eso me gustaría saber —respondió él al fin, sin más, todavía dándole vueltas al tema en la cabeza.
—Papi, ¿me lo puedes leer a mí?
—No creo que sea para niños —le contestó con una sonrisa.
—Léemelo papá, ¡porfi!, ¡porfi! —insistió ella.
—Mejor hagamos una cosa —propuso él—: voy a guardar este rollo con las cosas de mayores y leemos un cuento juntos. El que tú quieras.
—¡Sí! —exclamó la niña contenta.
—¿Por qué no le llamas? —soltó entonces Elena, mientras la Paula tiraba con fuerza de la mano a su padre—. Tienes su teléfono, ¿no?
—Sí —confirmó Juanjo, aunque con escaso entusiasmo—. Eso haré.
— 2 —
Mario no había querido adelantarle nada más por teléfono. En lugar de eso, había propuesto que quedaran para poder hablar tranquilamente sobre ello. De hecho, su insistencia había sido tal, que no había parado hasta lograr concertar aquel encuentro.
Juanjo todavía no podía creérselo. ¿Cuánto hacía que no se veían? ¿Tres, cuatro años? Tampoco era que no le apeteciera. Mario era uno de aquellos escasos viejos amigos que, más o menos, mantenía. Pero lo cierto era que verse resultaba cada vez más difícil entre el trabajo, la vida en pareja, niños, etcétera. Sin embargo, Mario había sonado tan apremiante, impaciente incluso, que había terminado haciendo un esfuerzo para encajarlo, suponiendo que podría poner fin al misterio que encerraba aquella especie de manuscrito que había descubierto por sorpresa en el sobre que le había entregado.
El sitio elegido fue un restaurante pequeño, pero coqueto y con esmerada cocina, en el que ofrecían un menú asequible a medio camino entre el trabajo de ambos. A pesar del tiempo que hacía que no se veían, y que su relación ya no era ni mucho menos igual de fluida que antes, Juanjo y Mario habían sido amigos inseparables durante mucho tiempo, por lo que, tras romper el hielo inicial, no tardó en aflorar la camaradería y la complicidad de antaño. Volvieron los viejos tics, la risa fácil, y Juanjo logró vencer la resistencia con la que había acudido a la improvisada cita. De pronto, incluso le invadió una inesperada nostalgia, si es que se le podía llamar así; y por un momento, si cerraba los ojos todavía podía volver a aquel tiempo en el que su máxima preocupación eran los planes para el fin de semana.
Pero después volvió a poner los pies en la tierra. Por más que se esforzaran, Mario y él ya no volverían a ser uña y carne, como hermanos. Sabía perfectamente que aquel chispazo era algo pasajero, como cuando se acude a una cena de antiguos alumnos para pasar unas horas reviviendo anécdotas de la infancia o la adolescencia, y luego uno se da cuenta de lo poco o nada que tiene ya en común con la mayoría de ellos.
Alguna vez se había parado a pensar en ello, en cómo la madurez y asunción de responsabilidades le habían terminado alejando de unas personas y acercado a otras sin apenas darse cuenta. Era algo a lo que con el paso del tiempo se había ido acostumbrando, se dijo para alejar de su cabeza aquella extraña sensación. Las circunstancias cambian, las personas cambian, pero la vida siempre sigue su curso pese a que, con el paso de los años, al echar la vista atrás, inevitablemente uno se lamente de que haya desaparecido de su vida tal o cual amigo.
De modo que la comida transcurrió siguiendo un guion muy previsible. Simplemente hablaron de todo un poco, poniéndose al día. Y al fin y al cabo, a Juanjo tampoco le importó que se tratara simplemente de pasar un buen rato, de comer de manera relajada, tratando de recuperar a su vez una amistad que milagrosamente aún permanecía viva desde la adolescencia y que había superado por el camino toda clase de dificultades, alegrías y sinsabores de la vida.
Pero a medida que pasaba el tiempo, le extrañaba cada vez más que Mario no se decidiera a sacar a colación el dichoso asunto, aquel que con tanto misterio le había llevado el otro día hasta su despacho, alimentando un poco más la intriga. No entendía por qué, tras haberse tomado tantas molestias, ahora lo dilataba. Aunque intuyó que aquel supuesto aire de despreocupación de Mario era algo fingido y que, en realidad, el verdadero motivo del encuentro amagaba con irrumpir tras cada final de frase, sobrevolando como una nube densa por sus cabezas.
Sus gestos lo delataban. Eran signos difíciles de calibrar: una simple mirada, un silencio, la forma de abordar ciertos temas, de sincerarse. Juanjo conocía demasiado bien a Mario como para que cualquiera de esos detalles se le escaparan. Aun así, prefirió no decir nada, detestaba tener que tirar de la lengua y dejó que fuera él quien marcara los tiempos. Confiaba en que, si realmente iba a revelarle su significado o decirle qué quería o qué esperaba de él, finalmente lo haría sin necesidad de presiones ni apremios innecesarios.
Tras los pormenores sobre un fin de semana anodino, alguna noticia de poca relevancia en el trabajo, anécdotas y comentarios sobre algún hecho de actualidad en la ciudad, cuando parecía que se habían agotado ya todos los temas, se hizo un pequeño silencio que Juanjo aprovechó para encenderse un cigarro. El del café de después de comer era uno de los tres o cuatro que no perdonaba a lo largo del día. Aspiró el humo relajadamente mientras se recostaba en la silla de la terraza y entornó ligeramente los ojos, cegado por la intensidad de la luz de una calurosa jornada de la primavera valenciana, dispuesto a saborear aquel agradable momento para encarrilar el resto de la tarde con buena disposición.
Después, mientras expulsaba hacia un lado los vapores del pitillo, volvió a inclinar la cabeza suavemente hacia adelante y fijó su mirada en la de su amigo, tratando de adivinar así sus pensamientos. Descubrió cómo sus inconfundibles ojos negros, grandes y aún insondables tras sus gafas de fina montura de pasta, también negra,