El sueño del aprendiz. Carlos Barros
No la sigas juzgando de esa manera, ha pasado ya demasiado tiempo. Lo importante es que ahora está aquí y que, afortunadamente, hemos madurado un poco —dijo Mario apaciguándole y tratando de aportar sensatez—. Ya somos mayorcitos y, te guste o no, a mí me encantaría poder recuperarla como amiga.
—Mario, por favor, ¿después de cómo se portó? ¿Largándose así sin más, sin querer siquiera despedirse?
—Pasa página, de verdad. Éramos unos críos, ya lo hemos hablado muchas veces. No vale la pena volver a eso ahora. Y, además, yo prefiero quedarme con los buenos momentos.
—Ya sabes mi opinión. No entiendo por qué me cuentas ahora todo esto.
—Pensé que te gustaría saberlo.
—Haz lo que quieras, pero a mí déjame al margen. ¿Vale?
—¿Todavía le guardas rencor?
—Vamos a ver, Mario. ¿De verdad quieres que te lo explique? —respondió con un deje de cansancio en la voz.
Mario inspiró hondo y miró para otro lado mientras soltaba el aire despacio. Sabía que no iba a ser fácil. Después, giró la cabeza y le miró fijamente de nuevo al ver que dejaba un billete para pagar la cuenta y, contrariado, se levantaba de la silla y se preparaba para irse.
—Espero que no te tomes a mal lo que voy a decirte, pero yo creo que deberías verla —le dijo cuando aún podía escucharle.
— 3 —
Celia apenas se atrevía a tocarlo. Contemplaba el manuscrito de Mario, depositado sobre la sencilla mesa de su escritorio, como si estuviera poseída por un extraño pavor. Llevaba toda la tarde intentando armarse de valor, superar el bloqueo que le impedía abrir la primera página, pero era incapaz de conseguirlo. Una misteriosa fuerza la frenaba. Las imágenes de aquel inesperado reencuentro con Mario le golpeaban una y otra vez, hasta dejarla totalmente conmocionada.
«¿Por qué ahora?», se preguntaba. Como si no tuviera bastante con superar el amargo trago de su reciente ruptura, sin apenas tiempo para hacerse a la idea de lo que suponía volver a casa de su madre con un fracaso a sus espaldas, había tenido que enfrentarse al regreso de Mario. Con su aura tranquila y pacífica, con sus dulces palabras y aparente inocencia, aparecía de pronto en su vida para trastocarlo todo de nuevo.
Ni siquiera sabía cómo se había enterado de su regreso. No creía haberlo comentado a nadie cercano a su círculo… ¿Acaso habría sido su madre? Podría ser, Mario y ella tenían buena relación y quizás, pese a sus advertencias, había caído en la tentación de contárselo. Pero daba igual cómo lo hubiera hecho, el caso es que siempre se las arreglaba para enterarse de todo, su astucia estaba a prueba de dificultades. Por eso no le había sorprendido tanto encontrarse su mensaje aquel día, sin previo aviso, preguntando si podían verse.
En un principio, incluso emocionada por aquella posibilidad, enseguida estuvo tentada de aceptar. «¡Qué ingenua!», pensaba ahora. ¿Cómo no se dio cuenta de que aquello no podía ser del todo casual? Claro que tenía ganas de verlo, muchísimas, pero tal vez no estaba preparada todavía para las emociones fuertes, quizás lo prudente hubiera sido esperar un poco. Y ahí estaban las consecuencias, delante de ella, esperando pacientemente encima de la mesa a que se decidiera a activar aquella bomba de relojería. Porque sabía que, de alguna manera, aquel manuscrito encerraba una trampa fatal.
Al principio todo fue bien. Bueno, todo lo bien o mal que podía esperarse. En cuanto Mario le abrió la puerta de su casa su cuerpo se estremeció. Aquellos ojos negros tan sinceros, directos, entregados, la miraban con la misma intensidad de años atrás. Por un instante ambos quedaron como paralizados, hechizados por la magia de aquel momento, el de un reencuentro secretamente anhelado, pero también insólito e inesperado.
El impacto inicial de verlo allí delante, tan cerca, tan real, dio paso a un torbellino de emociones que Celia no estaba preparada para asimilar. Fue entonces cuando, movida por un irrefrenable impulso de ilusión recobrada, esbozó una sonrisa que era capaz de resumirlo todo. Era un simple guiño de complicidad, un «sí, soy yo, la misma Celia de siempre»; una invitación inequívoca, que propició que se acercaran lo suficiente como para fundirse en un cálido abrazo sin dar lugar a un ápice de duda o reserva. Sus cuerpos, que parecían tan distantes, ligeros y frágiles, lentamente se tocaron, casi flotando, y la emoción contenida fluyó como un torrente descontrolado.
—¿Qué tal? ¡Cuánto tiempo! ¿No? —se había atrevido a decir Mario, aún sin poder creérselo.
A Celia le sorprendió lo poco que había cambiado. Quizá algo más delgado, el rostro más perfilado, los gestos más firmes. Pero todo encajaba en la vívida imagen que durante tantos años había permanecido almacenada en sus recuerdos. No hubo duda de que, pese a lo confuso que le resultara volver a reconocerlo ahora, había dejado en ella una profunda huella.
—Sí. ¿Cuánto ha pasado? ¿Diez años? —observó como con una especie de pesar.
—Mucho. Tanto que pensé que ya no volveríamos a vernos —aseveró él.
Por supuesto ella también lo había pensado; apenas tuvieron contacto durante los últimos años y aquellos eran unos sentimientos que creía ya olvidados y superados por la distancia y el paso del tiempo. «Fue algo casi inevitable», pensaba. Un silencio impuesto por la cruda realidad de la distancia que ninguno de los dos podía reprochar al otro. Al principio lo intentaron, con moderado empeño, pero finalmente terminaron sucumbiendo al peso de la rutina y la ausencia prolongada. La intermitencia de algún mensaje aislado, cada vez más críptico y desapasionado, dio paso a la ausencia total de señales de vida en ambas direcciones.
Sin embargo, aunque todo aquello parecía formar ya parte de una especie de sueño lejano, junto a todos esos recuerdos de una juventud efímera y alocada que había precedido al mundo de la madurez y las responsabilidades; a su mente regresaban con frecuencia fragmentos sueltos de aquel pasado, retazos de algo vivido con gran intensidad. Porque, por más que se empeñara en pensar de otra forma, sabía que jamás lo podría borrar.
Pese a todo, el primer contacto fue frío. Se limitaron a observarse durante un largo rato con la sonrisa congelada; empleando un pequeño espacio de tiempo para reencontrar sensaciones, a reconocerse de nuevo. ¿Y qué esperabas?, pensó Celia. Quizás no era tan raro, después de tantos años. Sus miradas, por momentos inseguras y esquivas, delataban una extraña mezcla de vehemencia e inseguridad. Y es que, aunque intentaran disimularlo, ninguno de los dos estaba realmente preparado.
Volvió a mirar la primera página de la encuadernación: un folio en blanco, la nada, totalmente aséptica. Y recordó cómo la velada se torció justo en aquel momento, en el que Mario le había hecho entrega del manuscrito. Ahora se daba cuenta de que apenas le había dado alguna vaga pista sobre su contenido.
—La verdad es que no es fácil de resumir. Es una historia ambientada en el pasado pero que, de alguna manera, nos involucra —le había soltado él, siempre tan enigmático.
—¿Cómo que nos involucra? ¿Qué quieres decir?
—Es ficción —le había aclarado—, pero en ella hay parte de Juanjo, de ti, y de mí.
—¿Cómo que una parte? ¿De nosotros? ¿Qué parte? —había preguntado ella confundida.
—Pues, la verdad, creo que es mejor no adelantarte nada y que lo descubras tú misma.
En aquel primer momento, la curiosidad y una gran impresión habían crecido parejas en su interior. Al recogerlo, se había limitado a sostenerlo aún confundida, como si Mario acabara de hacerle entrega de una parte muy íntima de su ser. Encuadernado como un sencillo trabajo universitario, entre sus manos lo sentía tan pesado como si se tratara de uno de los tomos de El Quijote.
—Bueno, en realidad era el motivo por el que necesitaba verte —recordó que le había dicho mientras ella lo miraba con una mezcla de expectación y asombro—. Pensé que iba a ser más difícil.
—¿Puedo?