El sueño del aprendiz. Carlos Barros
y sus enormes ojos negros, eran siempre capaces de envolverme en una aureola de paz que parecía imperturbable.
Mi relación con Carmen era también muy especial. A diferencia de lo que le ocurría con mis otros hermanos, ella y yo nos entendíamos y nos llevábamos muy bien. Era quizás el único que se esforzaba en comprenderla y me percataba de la inteligencia, lamentablemente tan poco apreciada, que se escondía tras su mirada tranquila y sumisa. El problema era que todo el mundo estaba empeñado en casarla a toda costa, pues era el papel para el que había sido preparada; pero ella, tal vez en un acto de silenciosa rebeldía que obviamente nadie podía concebir, se resistía.
Lamentablemente, todo eso también parecía estar cambiando. Había muchos momentos en los que todavía creía ver en ella a esa niña que siempre soñaba y se enfrentaba a la vida con ilusión desbordante; pero luego había otros momentos en los que Carmen arrugaba la frente y, tras sujetar su mechón más rebelde detrás de la oreja y con él enterrar sus anhelos imposibles en un agujero muy profundo, no era Carmen. Eran esos momentos en los que, sencillamente, parecía que hubiera sido devorada por el omnipresente espíritu de nuestra madre ausente. Como cuando aquella mañana se decidió a romper el silencio para decirme:
—Ya era hora de que aparecieras, se te hace tarde.
La sutil diferencia era que, a pesar de la parquedad de sus palabras y el mensaje explícito, en sus labios nunca sonaban a reproche. Pues a pesar de todos los desplantes que le hiciéramos ella era incapaz de tratarnos con dureza. Su mirada irradiaba un halo de ternura inconmensurable, era una invitación constante a permanecer en el hogar.
Todos habíamos sido testigos de aquella increíble metamorfosis. Había ocurrido delante de nuestros ojos con una naturalidad asombrosa, sin que a nadie en aquella casa se le hubiera ocurrido pensar en todo lo que implicaba. Era algo totalmente asimilado de lo que nunca se hablaba, que probablemente ella hacía movida por una especie de obligado sentido de la responsabilidad, sin presentar objeción alguna a entregar los mejores años de su juventud a soportar sobre sus hombros el peso de velar por el bienestar de todos nosotros.
A menudo me preguntaba qué fue de aquella dulce e ingenua Carmen. Parecía que un ciclón devastador se hubiera llevado por delante su inconfundible luz, y también sus anhelos. Me apenaba verla ahora siempre vestida con tonos oscuros, con su mantilla negra anudada, permanentemente enlutada. ¿Acaso no merecía vivir la vida de otra manera? Sí, claro que sí. Ella lo merecía todo, más que ningún otro. Pero también era totalmente inútil tratar de convencerla de que se apartara un ápice de aquel papel que había asumido de manera natural.
En realidad, todo había sucedido demasiado rápido. Cuando empezamos a ser conscientes de la enfermedad que aquejaba a nuestra madre, ninguno estábamos preparados para comprender lo que realmente estaba a punto de ocurrir. Su malestar fue tan repentino como fulminante. Un prestigioso médico que hizo llamar mi padre le había diagnosticado una inflamación en el hígado y observó la conveniencia de iniciar un tratamiento muy agresivo y unos días de reposo absoluto. Y sin apenas tiempo de asimilarlo, al día siguiente agonizaba tras una angustiosa noche administrándole ineficaces calmantes.
Por desgracia mi padre nunca superó su pérdida. Y aunque hubiera decidido sufrirlo en silencio y no dejara traslucir sus sentimientos, fue muy triste comprobar cómo la sombra de su ausencia fue consumiendo su alegría vital día tras día. Su rostro amable se fue poco a poco desdibujando, tornándose alicaído y serio. Parecía que se hubiera convertido en una especie de autómata que solo mostraba interés por su trabajo, y esa imparable rutina fuera la única fuerza capaz de gobernar su vida. Su espíritu, antaño tan despreocupado y risueño, a menudo transitaba por una melancolía enfermiza que le restaba parte de su energía vital.
En cuanto a nosotros, de una manera u otra lo habíamos sobrellevado y habíamos salido adelante. Pero habría sido demasiado pretencioso atribuirlo solo a la fortaleza de Vicente, de Antonio, o la mía, pues el mérito de levantar la familia y de que la casa siguiera funcionando como debía era, en gran parte, de nuestra hermana Carmen.
—Me he descuidado un poco. Pero no te preocupes, voy bien —le contesté mientras me hacía un hueco entre ellos.
—Pues yo me tengo que ir ya —dijo Antonio en un seco tono neutro.
Me entretuve apenas unos minutos más, lo justo para llenar un poco el estómago antes de salir de casa; y me deslicé, como siempre, por las escaleras que comunicaban nuestra vivienda con el taller del negocio.
Al igual que mis hermanos, yo me había criado en la trastienda de aquella “zapatería de viejo” o de remiendos. Aquel lugar siempre me recordaba a mi infancia. Los sonidos, los olores, los rincones, la tenue luz filtrándose por el sucio ventanuco, la de horas que habíamos pasado allí jugando juntos. Todos mis recuerdos estaban asociados a ese lugar, al penetrante aroma del cuero y del betún que lo impregnaban todo. Y el hecho de ver a mi padre y a mi hermano Vicente pululando por allí desde bien temprano era el mejor síntoma de que todo estaba en orden.
Mi padre no había parado de trabajar en toda su vida, a todas horas, de forma paciente y concienzuda. Tras faltar mi madre se había instalado en una rutina gris plomizo sin remedio ni posibilidad de solución y, pese a todo, su lucha extenuante le dejaba todos los días en el mismo punto de partida. Era como remar contra corriente, sin avanzar, pero con el peligro constante de verse arrastrado por la fuerza del agua si se le ocurría dejar de dar golpes de remo.
Me adentré en su territorio con deliberado sigilo, como una sombra, temeroso de interrumpir alguna tarea importante, y mi padre levantó la vista al poco de sentir mis pasos dedicándome una leve inclinación de cabeza, sin variar un ápice su gesto adusto y concentrado. Con frecuencia temía no estar preparado para enfrentarme a la mirada de mi padre, a veces tan dura, a veces tan tierna, a veces tan ausente; constituía casi siempre un enigma para mí. Desde que me alcanzaba la memoria, esa imagen de mi padre entregado con devoción a su trabajo, su laborioso afán en remates y remiendos, el manejo con habilidad de cada una de las herramientas, sus manos duras y precisas, apenas había variado lo más mínimo. Ese taller era su vida entera, su espacio, su santuario.
Por su reducido tamaño, allí ningún hueco estaba desperdiciado. Los bancos de madera que recubrían las paredes hacían la doble función de mesa de trabajo y almacén de herramientas, muchas de ellas fabricadas por él mismo, en el que cada milímetro, cada resorte, tenía una función específica. El fleje para cortar el cuero, el abridor de hendidos para excavar la suela, el martillo de remendar o para asentar las piezas, varios tipos de leznas para hacer agujeros en la piel, las tenazas de montar para sujetar el corte y el forro, hierros de lujar para el abrillantado de los cantos, martillo galgo para clavar los tacones largos o escofinas para perfilar.
Y por supuesto, en el centro, en un lugar privilegiado, estaba aquel trípode o burro donde apoyaba el calzado para todo tipo de arreglos. Allí consumía los días armado con la manopla de cuero que le dejaba los dedos libres y la palma de la mano cubierta para no hacerse daño, el tirapié o correa que sujetaba las piezas al muslo, y ese mandil de cuero que le resguardaba pecho y piernas para no cortarse con ninguna de las herramientas. Nunca me cansaría de admirar su habilidad y su técnica, tan pulida tras tantos años de trabajo.
Mi padre tenía muchas virtudes, pero el orden no se encontraba entre ellas. Piezas de cuero nuevas y viejas, retales, hormas y suelas, tacones, clavos y tachuelas, pequeños frascos o tarros, esponjas y todo tipo de paños raídos y sucios se amontonaban por doquier sin aparente criterio. Todo ello unido a la escasa limpieza —una pequeña barrida de tanto en tanto— y la falta de ventilación de aquel espacio, provocaba que el inconfundible olor de aquel oficio hubiera impregnado las paredes del recinto y se hubiera apoderado hasta la médula de toda la planta baja.
Pero a pesar de ese aspecto descuidado, y aunque no fuera siempre debidamente reconocido y considerado, era un trabajo muy fino y puramente artesanal. Prácticamente todos los zapatos del barrio habían pasado por sus manos. Era capaz de reparar cualquier calzado con suelas, tacones, cosidos, remaches y cordones nuevos y hasta lustrados en un abrir y cerrar de ojos, devolviendo a la vida incluso las prendas que parecían destinadas al destierro definitivo. Aquella destreza para lograr un fino acabado y perfectamente