El sueño del aprendiz. Carlos Barros
mis padres recelaban un poco, se preocupaban; «hijo pórtate bien», «guarda mucho los modales en aquella casa», «que no me entere de que molestas a la señora», me decían. Pero, puesto que tanto el viejo local del negocio como la casa que ocupábamos en la primera planta pertenecían al matrimonio Abellán Torres, que habitaban en la segunda, nada podía negársele.
Doña Encarnación disfrutaba de mi compañía y yo de la lectura de los diarios del día anterior que ella amablemente me prestaba. Era un quid pro quo en toda regla, y una costumbre bien arraigada entre nosotros. Los periódicos eran de su marido, que se los traía del ayuntamiento una vez ya leídos y las noticias caducadas. El matrimonio me reservaba siempre un ejemplar de Las Provincias y El Mercantil, la prensa de referencia de la ciudad, y no ponía ningún reparo a que yo me los repasara después tranquilamente mientras doña Encarnación me ofrecía la merienda o simplemente se complacía con mi visita y me regalaba la oreja con chismorreos del barrio de toda clase.
No sé de dónde me venía esa afición a la prensa tan curiosa y pertinaz, pero mi padre alguna vez contaba que desde bien pequeño me llamaron la atención los diarios. El caso es que, a falta de otra lectura posible, desde que los descubriera un día casualmente en una de aquellas visitas, devoraba todo el que caía en mis manos sin importar formato ni corte ideológico. Disfrutaba tanto con noticias de política o de la escena internacional como con la narración de lo más cotidiano, la crónica local y los sucesos de la ciudad.
En aquella fría tarde de otoño ella estaba especialmente afable conmigo, tierna casi diría yo. Doña Encarnación me había servido un chocolate con galletas que yo devoraba a la par que las páginas del ejemplar de Las Provincias de hacía dos días y, entre noticia y noticia, ella me iba soltando alguna de sus “perlas” con una encantadora sonrisa. Lo acompañaba de un suave toquecito en el hombro o en el brazo si pretendía dar más énfasis a lo que me estaba diciendo: que si la de la mercería le había dicho esto, que si el hijo de la carnicera se iba a casar con esta otra...
Yo de normal le hacía poco caso, pero desde aquella mañana le daba vueltas a aquel asunto que, merced a la insistencia de Julio, me traía de cabeza. Sabía que no erraría al preguntarle a ella si lo que quería era obtener información fiable, nada de lo que pasaba en el barrio se le escapa. Tenía que aprovechar una de aquellas conversaciones para indagar sobre la nueva vecina, aquella enigmática chica que tanto interés despertaba en él. Su fijación era ya exasperante, le había prometido algún avance y no podía demorar más la respuesta, de modo que me lancé al agua.
—¿Se ha fijado usted ya en las nuevas vecinas? —pregunté aprovechando una de sus pausas, como sin darle mucha importancia.
—¿Qué vecinas? —soltó ella algo desconcertada por la pregunta inesperada.
—Al otro lado de la plaza —aclaré.
—Ah, esas. Sí, claro que me he fijado. A todo el mundo le causó curiosidad verlas aparecer por aquí, naturalmente. El mismo día por la tarde fui a preguntar a Manoli, la portera del edificio, que también es muy amiga mía. La conozco desde que era una chiquilla, ¿sabes?
Asentí concentrado, levantando la vista del periódico, invitándola a que prosiguiera el relato.
—Pues a mí no me gustan, la verdad —continuó tras fruncir el ceño—. Pero ojo, que yo no me meto en la vida de nadie. Vienen de un pueblo del interior, no me preguntes cuál porque ya no me acuerdo. Ella es maestra, en una escuela de mujeres por el barrio del mercado, dicen. Parece ser que el marido las ha dejado, o algo así. Yo me figuro que las pobres se fueron más que nada por el qué dirán, pero eso ya es cosa mía, claro. ¿Tú te imaginas lo que debe ser eso? ¡Ay! Yo cuando me enteré me dieron una pena…
Sin saber por qué, el dato del abandono paterno produjo una honda impresión en mí. Doña Encarnación debió de captar esa ligera turbación, pues enseguida trató de tranquilizarme.
—Ahora que, por lo que se oye, ella debe de ser de armas tomar. Claro que también hay que echarle carácter para emigrar una mujer sola y empezar la vida en una ciudad nueva como Valencia. ¡Y con una hija! Figúrate qué panorama —decía con tono lastimoso.
—Y ahora que lo menciona, ¿qué se sabe de la hija? —indagué centrando el foco donde más me interesaba.
—Poco te puedo contar, la verdad. He oído que es amiga de libros y estudios, como la madre. Yo qué quieres que te diga, dos mujeres solas en una ciudad como esta no lo veo. Más les valía buscarse un hombre, que ya se sabe que hace falta uno en una casa para que esté todo en orden. Tú ya me entiendes —remachó.
Asentí mientras apuraba mi taza de chocolate y asimilaba todos aquellos datos para elaborar mi estrategia.
* * *
«Toc, toc, toc», sonaron tímidamente mis golpes sobre la madera.
La conversación con doña Encarnación me había provocado una impetuosa curiosidad que no esperaba. Siguiendo un inusual impulso, a los cuatro días estaba allí plantado delante de su puerta. Pero todo mi aplomo se había desvanecido en apenas un instante, sintiéndome de pronto como un completo idiota. Tanto, que estuve a punto de darme la vuelta y echar a correr escaleras abajo. Pero ya era demasiado tarde, la puerta se abrió poco a poco a la par que asomaba tras ella la figura de doña Blanca, la señora de la casa.
—Buenas tardes —dije forzando una sonrisa, con un tono que sonó algo inseguro.
—Buenas tardes —me respondió.
Su rostro sereno me miró con una mezcla de curiosidad y ternura.
—Mi nombre es Manuel Planes, soy el hijo del zapatero Vicente Planes, al otro lado de la plaza.
Ella asintió y abrió por completo la puerta, invitándome a entrar.
—Pasa, pasa.
Su sonrisa cercana, franca, resultaba de lo más cautivadora y consiguió que me relajara totalmente. Me di cuenta enseguida de que aquella mujer tenía un aura especial difícil de describir. Pero a la par que desplegaba su carácter y gran determinación, también intuía que se trataba, en parte, de una pose autoimpuesta que ocultaba cierta fragilidad y miedo.
Llevaba ya varios minutos mirándola mientras hablábamos de alguna banalidad, de su llegada a la ciudad o del ambiente del barrio, esforzándome en aparentar una seguridad de la que a todas luces carecía y preguntándome cómo demonios se suponía que mi estrategia de acercamiento iba a funcionar.
—¿Quieres tomar algo? Hay café hecho en la cocina —me ofreció con gran amabilidad.
Me sorprendí diciendo que sí sin pensármelo dos veces. Sin duda debió deberse a la atmósfera agradable que ella había creado, que había conseguido que en tan poco tiempo me sintiera como en mi propia casa. Definitivamente intuía que le había caído bien, y desde luego ella también a mí.
—Enseguida vuelvo —dijo con dulzura.
Mientras esperaba sentado en aquella pequeña salita observé con detenimiento el espacio que me rodeaba. La casa no podía ser más austera y sencilla, y los muebles, escasos; sin embargo, desprendía una extraordinaria calidez muy reconfortante.
Cuando ella apareció con el café, escuché cierto murmullo de fondo que parecía provenir de otra voz femenina, lo que me recordó de pronto el motivo por el que realmente me había decidido a ir hasta allí. Después, ocurrió todo de una manera tan natural que todavía me cuesta creer que sucediera así en realidad.
—Me preguntaba si está su hija en casa —quise saber mientras sostenía la pequeña taza en la mano.
—Así es, aunque ahora mismo tiene visita —respondió.
—Oh, en ese caso... —dije con cierto fastidio—, no quería molestar.
—No creo que sea ninguna molestia —dijo captando enseguida mi sorpresa e incomodidad—. Pasa —añadió tras levantarse invitándome con insistencia a entrar en la cocina—, mi hija Cecilia está repasando la lección con