El sueño del aprendiz. Carlos Barros

El sueño del aprendiz - Carlos Barros


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profundamente abatido. El motivo no era otro que la proximidad del momento de su periodo de instrucción en el ejército. Con el carrusel de emociones al que había estado sometido en los últimos días, casi había olvidado que debía presentarse en Capitanía dentro de unos días para conocer su destino. Intenté animarlo lo mejor que pude, y esperé ansioso hasta disponer de algún momento de intimidad para poder contarle todas las novedades.

      Empecé por explicarle la propuesta que me había hecho Lorenzo Vila, pero aquello no consiguió sacarlo del todo de su aturdimiento, y su entusiasmo fue mucho menor de lo que yo esperaba.

      —¿O sea que tú también dejas las clases? ¿Vas a tirarlo todo por la borda? —me recriminó con gesto adusto.

      —No voy a dejarlo Julio. Haré lo que pueda para seguir el ritmo del curso, pero no puedo dejar pasar esta oportunidad. ¿Es que no lo entiendes? —traté de explicarle.

      —No lo sé, dímelo tú. ¿Es de fiar ese tipo? ¿Desde cuándo lo conoces?

      —Ya te he dicho que es un cliente de mi padre y es un hombre respetable. Y sí, claro que es de fiar —dije irritado por su inusual recelo—. Además, lo que cuenta es que es redactor y me abrirá las puertas de El Mercantil, ¿acaso eso no es suficiente? —añadí fastidiado porque no fuera capaz de entender algo tan obvio.

      —A propósito, ¿lo sabe tu padre? —preguntó.

      —Claro que no, y no debe saberlo. Después de lo que ha costado mi ingreso en la universidad no lo consentiría.

      —Tendrás que andarte con pies de plomo, entonces.

      —Para eso cuento contigo, espero que me apoyes en caso de que sea necesario.

      —Por supuesto, pero conmigo en el ejército no sé si seré de mucha ayuda.

      —Eres mi única coartada —le rogué.

      —¿Estás seguro de que vale la pena?

      —Este es mi sueño Julio, tengo que hacerlo.

      Se limitó a asentir como distraído. Aunque yo en el fondo sabía que, a pesar de sus dudas, contaba con su apoyo. Decidí entonces tratar el otro asunto, aquel con el que estaba seguro de que conseguiría cambiar su ánimo.

      —Conseguí hablar con esa chica que te gusta, Cecilia —le deslicé guiñando un ojo.

      Por supuesto, a mí aquello me parecía mucho menos importante comparado con poder verme pronto como ayudante de un redactor en El Mercantil, pero como me figuraba, su interés creció exponencialmente.

      —¿De veras? ¿Pudiste hablarle de mí? —dijo de pronto mucho más animado.

      Traté de explicarle cómo fue mi encuentro con ella en su casa sin omitir ningún detalle, tampoco el comentario que me hizo al despedirse.

      —¿Cómo que otro chico? Explícate, ¿qué quiere decir eso? —me apremió.

      —Eso fue lo que me dijo exactamente, justo antes de cerrar la puerta. No sé nada más.

      Pareció meditarlo durante unos segundos.

      —Dime sinceramente: ¿qué opinas de ella después de conocerla de cerca? —preguntó tras tomarse un poco de tiempo para asimilar toda la información.

      —Tenías razón, es diferente —empecé diciendo, y en ese momento estuve a punto de confesarle la honda impresión que me había causado, que apenas me había repuesto aún de aquel encuentro, o que no estaba realmente seguro de los sentimientos que en mí había despertado. Pero me contuve a tiempo y, en lugar de eso, me limité a encogerme de hombros—. No negaré que tiene mucho encanto.

      Pero sin duda Julio debió de percibir algo en mí que le hizo sospechar un poco.

      —Oye, ¿no será que a ti te está empezando a gustar? No serás tú ese chico en el que se ha fijado, ¿verdad? —me recriminó elevando un poco el tono.

      —Claro que no —rechacé tajante—. Además, yo ahora no puedo pensar en eso.

      La verdad era que no estaba del todo seguro pero, obviamente, Julio no debía saberlo.

      —Entonces… ¿crees que tengo alguna posibilidad con ella? —me abordó preocupado.

      —¿Quieres que sea sincero?

      —Claro que sí.

      —Creo que harías mejor en olvidarte.

      —¿Por qué dices eso?

      —Bueno, pues porque está el problema de tu ingreso en el ejército y…

      —¡Ya basta! No me lo recuerdes —me interrumpió enfadado.

      —Perdón, pero espera, déjame terminar. Iba a decir que ya dejó claro que se ha fijado en otro, y créeme, es del tipo de chicas de armas tomar. Así que dudo mucho que la hicieras cambiar de idea fácilmente —traté de explicarle.

      Pero Julio no se daba por vencido. Estaba realmente obsesionado y, en su caso, tal vez la dificultad no había hecho sino acrecentar el deseo de acercarse a ella.

      —Proponle una merienda en la chocolatería de la calle Zaragoza, este sábado, los tres —me dijo sin pensárselo dos veces.

      —Estás loco.

      —Lo sé. Y estoy desesperado, que es mucho peor.

      —Ya veo.

      —¿Lo harás? —suplicó.

      Ya había visto antes en él esa mirada, sabía que no tenía nada que hacer.

      —Si lo hago me deberás una muy grande, Julio —le hice saber, exasperado.

      —Prometo ingeniármelas para buscarte un rato a solas con mi hermana.

      —Olvida lo de tu hermana de momento. Ya te he dicho que ahora no estoy para esas cosas —rechacé.

      —Vamos a ver, Manuel, no me fastidies. Una cosa es el trabajo y otra muy distinta las mujeres, perfectamente compatibles, además.

      —Ya te diré algo de lo del sábado, no prometo nada. Pero, que te quede claro, la próxima cita te la buscas tú solo.

      —Hecho.

      * * *

      Y mientras aquel sábado cruzaba el espacio oblicuo de la plaza que mediaba entre su casa y la mía a la hora acordada, no dejaba de sorprenderme por la facilidad con la que Cecilia había accedido a nuestra propuesta, casi como si ya lo estuviera esperando.

      Al llegar a su altura, de pronto sentí como si mi figura empequeñeciera a su lado. Su sola presencia causaba un inexplicable efecto entre todos los que la miraban. Nadie diría que, con esa falda marrón de hilo grueso cubierta por una ancha pañoleta y mantón de lana negro, iba a ser capaz de captar la atención y, sin embargo, lo hacía. El conjunto, tal vez un atuendo más propio del campo que de la ciudad, caía a la perfección a su pequeño talle coronado por esa mirada intensa y una brillante cabellera. Y es que eran aquellos ojos verdes de claridad penetrante y de una belleza que no solo era capaz de infundir en ella firmeza sino de inspirar en los demás una instintiva admiración, los que le conferían un atractivo carácter, al mismo tiempo prudente y audaz.

      Intercambiamos algunas palabras amables antes de que Julio apareciera, tarde, como siempre, en el momento justo en el que casi deseé que no se presentara para poder seguir disfrutando a solas de su personalidad arrolladora. Por más que me empeñara en negarlo, era evidente que ella cada vez me atraía más y que despertaba en mí sentimientos confusos. Era una sensación difícil de definir, pero que fuera lo que fuese, una obstinada resistencia interna se encargaba de ocultar, asumiendo que mi papel era el de mero acompañante, sin opción a intentar ningún otro tipo de acercamiento.

      Pensando en todo esto, mientras paseábamos, vinieron a mi mente aquellas misteriosas palabras suyas al despedirnos la primera vez que nos vimos en su casa. Aquella frase todavía resonaba en mi cabeza y durante


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