El sueño del aprendiz. Carlos Barros

El sueño del aprendiz - Carlos Barros


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interrogaba sin cesar. Odiaba esa incómoda sensación de media certeza, y al mismo tiempo, había algo en mí que seguía dispuesto a ignorar cualquiera de esas señales. No, no podía hacer nada solo con eso. Hubiera necesitado una evidencia más fuerte, y de todos modos, de confirmarse esa sospecha me pondría en una tesitura muy difícil con Julio, así que, en parte, prefería seguir viviendo en la ignorancia.

      Él, por su parte, obviamente se había propuesto impresionarla en esa primera cita, así que empezó a desplegar toda su artillería dialéctica. Cuando traspasamos la calle del Trench y llegamos a la altura de Santa Catalina, ya había conseguido acaparar totalmente su atención.

      —¿Qué te ha contado Manuel de mí? —le preguntaba.

      —No hacía falta que mandaras un mensajero —respondió ella resuelta—. Fue muy divertido el día que se presentó en mi casa sin avisar, estuve a punto de creerme que de verdad era para darnos la bienvenida al barrio.

      —Es el tipo de favor que hace un buen amigo, es algo que hacemos continuamente —dijo Julio para justificarse.

      —Ya, ya veo que vosotros dos os conocéis muy bien —comentó ella mirándonos a ambos.

      —Demasiado bien. Julio es como un hermano para mí —intervine yo.

      —Ah, ¿así que os lo contáis todo? ¡Qué tierno! —continuó ella divertida.

      Pero nada de lo que ella dijera habría hecho que Julio cejara en su empeño. Detecté enseguida ese brillo especial en sus ojos y sabía perfectamente lo que significaba: que estaba loco por ella. No podía evitar que se le notara a leguas de distancia y supuse que Cecilia, por fuerza, también tenía que haberse dado cuenta. Aunque no parecía importarle mucho. «¿Cómo era posible que para él todo resultara así de natural y fácil?», me dije. Y a pesar de mi asombro, me di cuenta de que, en el fondo, lo envidaba. Me pregunté si sería capaz de sentir algo así por alguien alguna vez, de traspasar esa barrera de la devoción y la entrega absoluta.

      Al poco llegamos a la chocolatería, muy próxima a la Puerta de los Hierros de la catedral, que un sábado a esa hora estaba a rebosar. Suerte que los propietarios, Emilio y Josefa, eran amigos del padre de Julio y nos hicieron un hueco en una apretada mesa al vernos entrar.

      Julio no paraba de hablar. Estaba desplegando todas sus artes y ella se reía divertida con toda naturalidad, parecía encantada con tantas atenciones. En cierto momento me sorprendí disgustándome por que hubieran congeniado tan bien en tan poco tiempo. «Pero, ¿qué esperabas?», me dije. Julio era encantador, y con sus bucles castaños, mirada segura y sonrisa perfecta, tenía ese aire de chico rebelde que las volvía locas. No sé por qué había llegado a pensar que con ella sería diferente, tal vez porque parecía tan distinta a todas las demás.

      —Estás muy callado Manuel —me dijo ella sacándome de mis pensamientos.

      —Déjalo. Él es así, chico de pocas palabras. Siempre en su mundo. ¿Te ha contado que ahora quiere ser periodista?

      —No tenía ni idea. Pensaba que a los dos os atraía eso de ser abogados —dijo Cecilia de pronto, muy interesada.

      —No le hagas caso, de eso no hay nada de nada. Como mucho soy aficionado al mundillo, eso es todo —aclaré.

      —No le creas, es mucho más que eso. Lo que pasa es que es muy modesto, cualquier día lo verás dirigiendo su propio periódico —comentó medio en broma.

      —Vaya Manuel, qué bien tenías guardado el secreto. ¿Hay algo más que no me hayáis contado?

      Aquello me descolocó un poco y me sentí algo incómodo, sin saber muy bien qué decir. Aunque no tuve tiempo de replicar nada, pues Julio de nuevo se adelantó:

      —La verdad es que a mí tampoco me gustan nada las leyes —dijo retornando a su tono jovial—. ¿Me imaginas poniendo pleitos? ¿defendiendo a presos peligrosos?

      —Pues la verdad es que no —respondió ella mientras todos reíamos de buena gana.

      —¿Y te ha dicho Julio que pronto ingresará en el ejército para el servicio obligatorio? —solté casi sin pensar, confieso que sin medir bien las consecuencias.

      Julio palideció, visiblemente contrariado, y un repentino silencio rompió la hasta entonces agradable armonía de la velada. Agaché la cabeza arrepentido, en parte, pensando que probablemente me había excedido un poco, pero es que me había salido del alma. Aunque, a decir verdad, se lo debía, pues él tampoco debería haber mencionado lo de mi estreno en el periódico. Se suponía que era un secreto entre los dos.

      —Nunca se me dieron bien los sorteos, los hay que tuvieron más suerte —dijo después ya algo recompuesto, pero atravesándome con la mirada. Luego inspiró aire y miró al frente mientras Cecilia rebañaba los últimos restos del chocolate de su taza—. Será solo temporal, y tendré días de permiso. No iréis a abandonarme, ¿no? —añadió en tono lastimoso.

      —No, claro que no —le dijo ella conciliadora—. ¿Cuándo será eso?

      —El miércoles. Dentro de cuatro días.

      —Entonces habrá que hacer una fiesta de despedida —dijo dejándonos paralizados a los dos.

      Ninguno nos lo esperábamos, pero empezábamos a darnos cuenta de que con ella la sorpresa estaba siempre asegurada. Y mientras nos miraba a ambos expectante, Julio no apartaba los ojos de mí aguardando mi respuesta.

      —¿Entre semana? No contéis conmigo —dije enseguida, desmarcándome.

      —Tú qué dices Julio, ¿conoces algún sitio? —le preguntó entonces a él directamente.

      —Dime una cosa Cecilia, ¿tú de dónde has salido? —le dijo sin poder borrar una amplia sonrisa de su cara.

      —Encerrada en un pueblo demasiado tiempo. Y ya va siendo hora de que empiece a recuperar el tiempo perdido.

      —Brindemos por eso —remachó Julio eufórico.

      * * *

      Hecho un manojo de nervios, de pronto me percaté de que mi ropa de diario estaba hecha una porquería y que el traje de los domingos era el único decente que tenía. Pero era un detalle sin importancia, pues estaba decidido a dar el paso y ya no había vuelta atrás. Traté de escabullirme rápido para no llamar la atención en casa y me presenté en el café Madrid ataviado con él y con mi gorra de hule calada hasta las cejas. Pese a llegar a la cita cinco minutos antes de lo acordado, nada más entrar descubrí la figura de Lorenzo Vila recortada en la esquina de la barra, ligeramente ladeada hacia el brazo en el que sostenía su taza de café.

      —Buenos días, señor Vila —dije aproximándome con cautela.

      —Buenos días, Manuel.

      —Prudencio, pon aquí otro café —soltó con familiaridad al hombre de mediana edad que estaba despachando al otro lado de la barra. Este atendió con celeridad su pedido sin mediar palabra alguna—. ¿Estás seguro entonces? —añadió justo en el momento en que colocaban la taza frente a mí, sobre la barra.

      Me sostuvo la mirada sin decir nada más y yo asentí casi sin pestañear, acercándome el vaso de hirviente café a los labios mientras trataba de ocultar mis nervios.

      —Lo primero que has de saber de este periódico es que es muy joven y se encuentra en una situación muy delicada —comenzó a hablar entonces muy despacio, como si dispusiéramos de todo el tiempo del mundo—. Esto no es Las Provincias. Así que trata de aprovechar el tiempo todo lo que puedas, porque cualquier día de estos podría cerrar.

      Debió de captar mi gesto contrariado, pues confieso que no era el tipo de frase que esperaba.

      —Lo siento Manuel, no voy a engañarte, Las Provincias es el mejor periódico de Valencia. Llorente tiene los mejores medios y el mejor equipo, nosotros hacemos lo que podemos —prosiguió sin inmutarse pese a mi reacción, algo confusa—. No debería sorprenderte. De hecho, hace unos meses El Mercantil


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