El sueño del aprendiz. Carlos Barros

El sueño del aprendiz - Carlos Barros


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más empezar.

      —No le menciones esto a nuestro director, te echaría a la calle en un abrir y cerrar de ojos —me advirtió.

      Sabía también que El Mercantil y Las Provincias sostenían una eterna disputa, aunque no imaginaba que las rencillas entre la prensa local podían llegar hasta ese punto. Al parecer, Peris Mencheta había perdido un pleito con Llorente al poco de hacerse cargo de El Mercantil, de modo que me pareció obvio que le irritaría cualquier mención al ilustre empresario de la competencia.

      Lorenzo pagó la cuenta y se ajustó el sombrero mientras yo ingería el último trago de café y notaba cómo se acrecentaba mi sensación de vértigo, preguntándome si realmente era consciente de dónde me había metido.

      —Bien, entonces no se hable más. Vamos a la redacción, te presentaré al director —zanjó—. Es un hombre de lo más interesante, ya lo verás.

      En realidad, tan solo unos pasos nos separaban de la redacción de El Mercantil, que ocupaba un viejo edificio de la misma calle Fumeral, en el número diecisiete. Nada más traspasar su puerta tuve una extraña sensación. Jamás había llegado a imaginar que algún día conocería los secretos que albergaba el interior de aquellas oficinas ante las que, estando tan cerca de mi propia casa y atraído por el magnetismo que ejercían sobre mí los periódicos, me había detenido cientos de veces.

      Una pared de madera separaba a los redactores y empleados de El Mercantil de la gente que llegaba hasta allí para publicar un anuncio o dar una información. Apenas cinco redactores, incluyendo a Lorenzo, ocupaban en ese momento la ruidosa sala. Uno de ellos revisaba unos archivos, otros dos charlaban animadamente y el último, recluido en una mesa retirada, escribía concienzudamente alguna cosa en un papel. Al irrumpir allí, me sorprendió que fueran capaces de trabajar en medio de semejante caos; los montones de papeles, de sobres y de prensa, se acumulaban por doquier y parecía que reinara la anarquía.

      Al fondo, separado por una puerta de cristal, estaba el despacho de dirección. Lorenzo me acompañó directamente hasta allí y me presentó a Francisco Peris Mencheta. Me sorprendió encontrarme con un individuo tan joven, de apenas treinta años, con una apariencia tan cercana y humilde, apostado tras la robusta y lujosa mesa de roble oscuro minuciosamente labrada que presidía el despacho. Parecía que hubiera usurpado aquel sillón de terciopelo rojo que en ese momento ocupaba.

      —¿Quién es este desgarbado? —preguntó con altanería al verme entrar acompañando a Lorenzo.

      —Le presento a Manuel Planes, mi nuevo ayudante.

      —¿De dónde lo has sacado? —inquirió sin estar muy convencido.

      —Es un estudiante de leyes que, a mi juicio, apunta buenas maneras.

      Tras soltarme la mano, que había estrujado con tanta fuerza que casi dolía, me miró de arriba abajo y disparó la primera pregunta:

      —Tú no serás monárquico, ¿no?

      —No señor —dije tras un carraspeo y mal disimulado intento de que no se me notaran los nervios.

      —¿Militas en alguna organización política?

      «¿Política yo?», me dije casi riéndome. Aquel era un tema totalmente prohibido en mi casa. Mi padre echaba humo por las orejas si a alguien se le ocurría mencionarlo.

      —Me interesa la política desde un punto de vista analítico, más objetivo —añadí tras negar con la cabeza.

      —¡Vaya! Pero imagino que algún tipo de idea defenderás, ¿no?

      —Por supuesto que sí, defiendo las libertades por encima de todo.

      —Bueno, eso está bien —dijo amagando una sonrisa.

      Suspiré al verlo al fin un poco más satisfecho.

      —Me imagino que sabrás que ahora mismo somos el único diario verdaderamente republicano de toda Valencia —añadió reclinándose en su asiento.

      Asentí levemente y me limité a mirarlos alternativamente, a él y a Lorenzo.

      —Pero has de tener en cuenta una cosa —prosiguió—: la clase obrera, por lo general, no compra periódicos. Primero, porque la mayoría no sabe leer y, segundo, porque no puede permitírselo. Y esto se trata de vender periódicos, ¿verdad?

      —Claro —respondí mecánicamente.

      —¿Quiénes son nuestros lectores, entonces?

      Su actitud me tenía totalmente desconcertado. Pero Lorenzo observaba la escena con deleite y no parecía querer salir en mi ayuda.

      —Los intelectuales —me atreví a decir.

      Asintió, lo que me hizo pensar que tal vez me estaba acercando.

      —¿Quién más?

      —La gente con ideales.

      —De esos cada vez quedan menos —murmuró chasqueando la lengua—. Continúa.

      «¡Me rindo!», estuve a punto de decirle, cansado de aquel extraño combate dialéctico. Afortunadamente, ante mi silencio él decidió terminar el juego.

      —No olvides nunca que tu lector puede ser cualquiera. No se puede encasillar a los lectores. Es una regla muy importante, escribe con ese pensamiento y trata de no traicionar demasiado a la verdad.

      —¿Ha superado la prueba entonces? —preguntó Lorenzo en tono desenfadado.

      —Por supuesto que sí. Aún no sé si tiene alma de periodista, pero es indudable que tiene ganas y no me cabe duda de que si está aquí es porque has visto algo en él, con que no tengo nada que objetar. Bienvenido a nuestra casa, Manuel —dijo tendiéndome la mano otra vez—. Este es un oficio complicado, te deseo mucha suerte. No te fíes de nadie, y menos de este —añadió al final señalando a Lorenzo, sin estar yo muy seguro de si bromeaba o me lo estaba diciendo en serio.

      —¿A qué se refería con eso del alma de periodista? —le pregunté a Lorenzo después.

      —¡Veo que no se te escapa nada! —exclamó riéndose—. Peris Mencheta es un hombre apasionado, ya lo conocerás mejor. El alma de periodista… —divagó como para sí—. A veces dudo seriamente de si eso existe en realidad. En cualquier caso, eso, amigo mío, es algo que tendrás que descubrir por ti mismo.

      —¿Cómo lo sabré? —pregunté de nuevo, confuso.

      —No tengas tanta prisa, apenas acabas de empezar —me frenó—. Veamos —añadió cavilando un poco su siguiente respuesta—, dime una cosa: ¿te has preguntado qué tipo de noticias te gustaría dar? ¿Lo has pensado alguna vez?

      —Lo cierto es que no.

      —Es normal, no temas —dijo adivinando mi preocupación—. Pero ya que vas a trabajar aquí, tal vez deberías empezar a hacerte ese tipo de preguntas.

      —Supongo que me gustaría narrar un gran acontecimiento.

      —Ya, bueno —dijo desdeñoso—. Todos los periodistas soñamos con contar algo grande, observar y explicar al mundo algún suceso importante que ocurra en nuestra ciudad. Pero no a todo el mundo le llega su momento de gloria. Lo cierto es que, aun siendo muy bueno en su oficio, la mayoría se retiran sin tener esa oportunidad.

      —También me interesa mucho la política —añadí.

      —Claro, la política. Estos últimos años todo es nuevo y confuso, no paran de suceder cosas. Llevábamos décadas instalados en una triste monotonía y fíjate ahora: elecciones, partidos políticos, sindicatos... La gente parece que ha acogido los cambios con entusiasmo, pero a la vez recela de la incertidumbre y la novedad desconocida. Y la política, aunque tiene su parte excitante, también puede resultar muy monótona y aburrida.

      —Eso es cierto —concedí.

      —Y luego están las guerras, las desgracias, cuyas crónicas abundan mucho en los periódicos. Tendrás


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