El sueño del aprendiz. Carlos Barros

El sueño del aprendiz - Carlos Barros


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parecía que hubiera estado ahí esperando a que llegáramos, el establecimiento registraba una notable actividad a esa hora de la mañana.

      —¿Es cierto eso de que te gustaría trabajar en un periódico? —me soltó sin más preámbulos.

      —No lo negaré, siempre me ha atraído mucho la prensa.

      —¿Qué es lo que te atrae exactamente? —se interesó.

      Me sentí de pronto algo incómodo al ser examinado y cavilé un poco qué respuesta darle, por miedo a quedar como el pardillo que era. Era cierto que, teniendo en cuenta el entorno en el que me había criado, esa querencia mía por la lectura era una rareza difícilmente explicable. Pero dudé si era lo más adecuado confesar directamente la verdad: que había empezado a leer sobre todo periódicos por el simple hecho de que era de lo poco impreso a lo que podía echar mano en mis ratos libres.

      —No sé, es algo que me resulta difícil de explicar —comencé algo inseguro—. Pero es cierto que, cuando la leo, a menudo fantaseo con ser yo el que ponga voz al relato de lo que está ocurriendo.

      No pareció convencerle mucho la respuesta.

      —Puede que no sea como te lo imaginas. Hay que trabajar mucho, y muy duro —me advirtió.

      —No me asusta el trabajo.

      —Deberías pensarlo bien —dijo frenando inexplicablemente mis ansias—. También corres el peligro de que te atrape, y luego no puedas salir de él.

      —No me importaría correr ese riesgo —dije sin un resquicio de duda.

      Pero, de nuevo, no se dejó impresionar por mi ímpetu desbordante. Pareció meditar un poco lo que iba a decir mientras apuraba los últimos sorbos de su café y depositaba unas monedas sobre la barra.

      —Lo cierto es que me vendría muy bien un ayudante. ¿Te interesaría? —dijo con pasmosa naturalidad al tiempo que yo, al escuchar aquella propuesta, noté cómo una agitación repentina me subía lentamente desde el pecho hasta el cerebro, atribulándome.

      —Pero, señor, yo no tengo ninguna noción de periodismo. No sé si…

      —No te preocupes por eso, todo puede aprenderse —me interrumpió—. El periodismo se rige por tres o cuatro reglas básicas —explicó—. Conociéndolas, cualquiera un poco observador y dotado de cierto nivel cultural y sentido común puede ejercerlo. El oficio de periodista se aprende, como todos, fijándose en los buenos maestros —remachó.

      Traté de serenarme y pensarlo fríamente. Deseaba aceptar aquella oferta por encima de todas las cosas, pero a todas luces había un obstáculo importante a tener en cuenta: mi padre ya me había dejado claro que no era el futuro que esperaba para su hijo licenciado, y tal vez aquel no fuera el mejor momento para contrariarlo.

      —Es muy tentador. Pero... si lo hago, mi padre no podría enterarse —acerté a decir tímidamente.

      —¿Por qué no?

      —No creo que lo viera con buenos ojos. Usted mismo escuchó lo que dijo el otro día, quiere que me convierta en un brillante abogado —le recordé.

      —¿Tan tajante es respecto a ese tema?

      —Me temo que sí.

      —Entiendo. Aun así, ¿podrías hacerlo? Me refiero, ¿sería factible hacerlo a sus espaldas? —se atrevió a preguntarme.

      —Tal vez —elucubré, tratando de medir los riesgos—. Mi amigo Julio siempre podría encubrirme.

      —No podría pagarte mucho.

      —Eso no es un problema.

      —Piénsatelo entonces. Medítalo durante un par de días —musitó con una media sonrisa—. Si decides probar, te estaré esperando el lunes en este mismo sitio, a las ocho.

      Se ajustó el sombrero y me dedicó una leve inclinación de cabeza antes de marcharse, como distraído, dejándome allí plantado con lo más parecido a una promesa de hacer realidad mi sueño.

      Apenas podía creérmelo. La emoción por lo sucedido aquella mañana continuó invadiéndome durante todo el día y, en cuanto pude, salí disparado a visitar a doña Encarnación para leer los diarios atrasados que me esperaban en su casa. Presté más atención que nunca a una prensa que últimamente llegaba atiborrada de crónicas y novedades. Indudablemente era un tiempo agitado, de cambio, en una España en la que, de pronto, todo quería suceder muy deprisa, sin apenas dar tiempo a asimilarlo.

      En poco tiempo habíamos pasado de la caída de la monarquía de Isabel segunda —forzada a exiliarse tras el triunfo de la revolución del sesenta y ocho—, al fulgurante gobierno de Prim con la instauración de la democracia y de un nuevo monarca italiano sin apenas tiempo para asimilarlo. Claro que, poco después, se vivió con enorme conmoción el turbio asesinato del presidente y, de nuevo, la vuelta a las discusiones de un país en crisis permanente, irreconciliable, enfrentado a todo tipo de adversidades y a sí mismo que, tristemente, empezaba a pensar que no tenía remedio.

      Estudié minuciosamente el ejemplar que tenía entres mis manos. En la parte superior de la primera página podía leerse en letras grandes destacadas: «El Mercantil valenciano. Diario político-independiente literario, comercial y de anuncios». Con el subtítulo de: «Publica dos ediciones diarias». Más abajo, a la izquierda, figuraban los precios de suscripción, diferentes si se trataba de Valencia capital o fuera. Aquella era la forma más económica de adquirir la prensa y, lógicamente, cuanto más larga era esta más sustancial era la rebaja. En el caso de El Mercantil la suscripción mensual de las dos ediciones costaba diez reales, mientras que si solo era la de la mañana el precio se reducía a nueve. También figuraba el precio de las suscripciones para tres meses y un año, a una o las dos ediciones, cuyo coste iba aumentando gradualmente. No obstante, fuera con suscripción o sin ella, leer el periódico todos los días era un lujo que no estaba al alcance de cualquiera.

      Repasé con detenimiento la edición matinal, que empezaba normalmente con la sección editorial y el llamado Boletín del día. En la primera página, la crónica política siempre era lo más importante, sobre todo con el resumen de lo que se cocía en aquel momento en las Cortes, detallando las intervenciones más importantes en Senado y Congreso. Después se pasaba a la crónica local y provincial, que venía repleta de sucesos y anécdotas o algún magno evento acaecido en la ciudad, lo que se terciara ese día. A menudo también se insertaba algún extracto especial recibido de los corresponsales, sobre todo de Madrid y Barcelona, aunque también publicaba cartas de Italia, de Inglaterra o de Francia. Mientras que la edición de la tarde, de menor enjundia —a menos que hubiera alguna noticia de última hora que reseñar—, solía estar centrada en la sección de las Gacetillas, que eran un somero resumen de lo que llegaba de la prensa oficial de Madrid y Barcelona.

      Mientras repasaba lentamente los caracteres impresos con tinta, sentí cómo ejercían un asombroso poder sobre mí. Casi sentí vértigo al imaginarme componiendo uno de aquellos párrafos. Hasta los anuncios me parecían más hermosos al mirarlos con detenimiento: «Esencia de Zarzaparrilla», «Papel de fumar de La Palma», «Cápsulas y sacaruro contra la disentería y el crup», «Liquidación de abanicos en la calle de la Abadía». Acabada la lectura recogí el papel, sobrecogido, y le pregunté a doña Encarnación si podía llevarme aquel ejemplar a casa.

      —Claro —me dijo ella sorprendida por mi extraño comportamiento.

      — 7 —

      Mediados de diciembre de 1872

      La madre de Julio nos había preparado un delicioso chocolate con galletas. Bueno, más que de su madre aquella maravilla era obra de Espe, la señora que se ocupaba del servicio. Me encantaba visitar aquella casa, que perfectamente podría tener el doble de espacio que la mía y estaba dotada de todo tipo de comodidades. Estimé que solo la lujosa decoración del salón sería más costosa que todos los muebles con los que nosotros contábamos. Además, me permitía acceder a los libros y materiales de estudio a los


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