El sueño del aprendiz. Carlos Barros

El sueño del aprendiz - Carlos Barros


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      —Bueno qué, ¿lo vas a soltar ya o no?

      —¿El qué?

      —¿Qué va a ser Mario? Me dejas un sobre en el despacho con una historia tuya de la que no sé nada, luego me dices que necesitas verme en persona para explicármelo, ¿y ahora no piensas decir nada? —le espetó con cierta indignación.

      —Ya. Sí, tienes razón —murmuró, como si en el fondo no estuviera seguro de querer abordarlo.

      Juanjo se mantuvo aún expectante, entregándole toda su atención.

      —Pues a ver, dime.

      El silencio se alargó todavía un poco. Por la tensión de sus labios y el incesante movimiento de sus manos, algo rígidas, Juanjo intuyó que llevaba ya varios días dándole vueltas al tema. Si de verdad era así, no acababa de entender por qué aquella especie de historia impresa en papel podía resultar tan relevante.

      —Perdón por asaltarte de esta manera. En realidad, no sabía muy bien cómo decírtelo —dijo al fin.

      —Decirme, ¿el qué?

      —Es la primera vez que me animo a escribir algo. Fuera del trabajo, me refiero.

      Juanjo no sabía muy bien cómo calibrarlo todavía, pero sonrió aliviado porque finalmente fuera aquello lo que tantos desvelos le provocaba.

      —Pero, entonces, es en plan… ¿un libro que has escrito? ¿ficción? —prosiguió, para confirmar lo que había adivinado tras pasar por encima de las primeras páginas.

      —Sí, es una novela.

      —¡Es genial Mario! —lo animó, en vista del poco entusiasmo que demostraba—. No sabía que escribías estas cosas.

      —Ni yo tampoco, hasta que empecé.

      —¡Joder! Pero para eso no tenías que montar todo este… —resopló después, pensando en lo absurdo de la situación— ¿Por qué narices tenías que dármelo con ese secretismo? ¿No podías haberme enviado un email como hace todo el mundo?

      —Quería asegurarme de que lo leyeras. De no haberlo hecho así, probablemente ni siquiera lo hubieras impreso.

      Juanjo no esperaba aquella respuesta. A pesar de los nervios, mezclados con una viva emoción, sus palabras habían sonado con apremiante rotundidad, atravesándole como una lanza.

      —¿Has empezado ya? —lo abordó de nuevo Mario, dotando a la pregunta de una inesperada relevancia.

      —La verdad es que no, tan solo lo he hojeado un poco —respondió Juanjo desconcertado—. Pero, todavía no entiendo por qué… ¿Necesitas alguien que lo corrija antes de publicarlo? —elucubró, sin comprender por qué tenía que recurrir a él en vez de a algún compañero del periódico.

      —En realidad aún no está listo. Me falta solo el último capítulo, pero he estado dándole vueltas y, antes de terminarlo, me gustaría que le echaras un vistazo a lo que ya llevo escrito. Te lo entregué por eso y porque, aunque no te lo creas, me interesa mucho tu opinión —añadió tras una pausa, remarcando aquella última frase.

      —¿Cómo que mi opinión? ¿Qué quieres decir? ¿Es una historia de abogados? —preguntó Juanjo sin entender qué tenía que aportar él a su historia inconclusa.

      —No, no es eso. Pero estoy convencido de que, si te animas a leerla, podrás ayudarme.

      —No se me ocurre cómo iba a hacerlo —manifestó con perplejidad.

      —Ya te he dicho que es algo complicado de explicar, pero ya lo entenderás.

      —Me halaga, pero no sé si soy el más adecuado —insistió—. Ni siquiera leo con mucha frecuencia, fuera de cosas del trabajo, me refiero.

      —Eso no importa. Sé que esto ahora te puede sonar muy extraño, pero de verdad que tu opinión es importante.

      «¿Importante?, ¿desde cuándo su opinión sobre algo así se había vuelto importante para él?», se preguntaba Juanjo. Pero el caso es que, fuera lo que fuese, empezaba a no gustarle el significado que encerraba aquella petición.

      —Está bien, si tanto insistes prometo echarle un vistazo y decirte algo en cuanto pueda —se vio forzado a decir al fin.

      —No dejes de hacerlo, por favor —añadió Mario, sonando casi suplicante.

      —¿De qué va? —se animó a preguntarle después.

      —Es difícil de resumir —dijo Mario tras pensarlo un poco—. Se podría decir que es la historia de tres buenos amigos, dos chicos y una chica.

      Juanjo sopesó por un instante la trascendencia de aquel primer dato pues, sin saber por qué, al escucharlo había sentido una especie de punzada extraña.

      —¿Algo más que deba saber?

      —Está ambientada aquí en Valencia, a finales del diecinueve.

      —Vaya, ¿por algo en especial? —preguntó Juanjo, algo sorprendido al conocer ese dato.

      —¿Te suena de algo el sexenio democrático? ¿La primera república?

      Juanjo puso cara de póquer.

      —No importa, ese es solo el decorado. Siempre me atrajo porque es un periodo bastante desconocido, pero creo que te sorprenderá lo mucho que se parece la época actual en muchos aspectos —afirmó.

      —Tiene un mérito increíble, desde luego —respondió sin entrar a valorar lo acertado o no de dicha consideración sobre el periodo elegido—. La verdad es que es toda una sorpresa —le dijo con un entusiasmo que quizás sonó algo comedido.

      Juanjo apagó la colilla del cigarro en el cenicero y se dispuso a dar el último trago al café, pensando en qué demonios se le pasaba a su amigo por la cabeza y por qué era tan importante que precisamente él leyera su historia.

      —Hay otra cosa —le dijo Mario después.

      —¿Qué cosa? —preguntó Juanjo inclinando las cejas, preparándose para asimilar nuevas sorpresas.

      —Celia ha vuelto —dijo con intencionado tono neutro.

      —¿Qué? —se sobresaltó, incorporándose un poco en la silla— ¿Qué quiere decir que ha vuelto?

      —Está aquí, en Valencia.

      —¿De visita?

      —Más que eso. Puede que la vuelta sea definitiva.

      —¿Y tú cómo lo sabes? —soltó Juanjo con creciente mosqueo.

      —Estuve con ella el viernes. Vino a verme, a casa —prosiguió Mario con la misma tranquilidad.

      —¿Seguías en contacto con ella? —preguntó con suspicacia.

      —Solo lo justo. Al principio sobre todo, pero no la veía desde hace diez años, desde que se fue.

      —¿Y entonces? ¿Ella vino a verte así, sin más? —dijo Juanjo, tratando de entender.

      —La llamé yo —respondió mientras captaba al instante la sorpresa y el enfado en la reacción de Juanjo, como si hubiera traicionado un secreto pacto entre ellos—. Fue casualidad, le había mandado un mensaje porque quería que también supiera lo del manuscrito y de rebote me enteré de que estaba aquí —añadió, a modo de aclaración.

      —¿Y lo de volver ahora de repente?

      —Pues… bueno, por lo visto se acaba de separar —aclaró, sin saber muy bien si debía revelar ese dato.

      —¡Ah! Claro, eso lo explica todo.

      —No seas tan duro, lo está pasando mal.

      —Es muy típico de ella, acordarse de la gente solo cuando le viene bien, ¿no crees?

      —No es verdad, ya


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