El don de la ubicuidad. Gabriel Muro

El don de la ubicuidad - Gabriel Muro


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de Rosas, Lucio V. Mansilla, en Una excursión a los indios ranqueles, relata que, ya como cacique, Mariano Rosas poseía un archivo de la toldería, en donde conservaba numerosos documentos escritos, como cartas, recortes de diarios y tratados hechos con los criollos, todos cuidadosamente clasificados. El cacique nunca había aprendido a leer y dejaba en manos de los lenguaraces las tareas de escritura, pero conocía perfectamente el contenido de cada uno de esos papeles. La introducción de la lecto-escritura, así como la cultura archivística, habían transformando la administración de las sociedades indígenas. Tal es así que, ya en una etapa tardía, cuando estaban por abalanzarse los ejércitos de Roca, los caciques intentaban obtener escrituras de propiedad de las tierras que habían habitado durante siglos. Pero los escribanos blancos no serían puestos a disposición de los indios.

      Mariano Rosas muere en 1877. Dos años después, los militares roquistas devastaron la toldería y pasaron a degüello a los lanceros ranqueles. El coronel Eduardo Racedo descubrió la tumba de Mariano Rosas y la profanó para robar sus huesos. Se los entregó como obsequio al etnógrafo Estanislao Zeballos, que también había obtenido el cráneo de Calfucurá. Zeballos, a su vez, donó su colección de restos óseos al Museo de Ciencias Naturales de la Universidad de La Plata. Perversamente, los huesos de Mariano Rosas habían entrado en un circuito de donaciones entre los miembros de la oligarquía liberal. La misma obsesión contable con que la elite medía las tierras conquistadas se aplicaba a las osamentas de los indios, que iban a parar a un archivo de nuevo tipo, el museo etnográfico, a la vez como trofeo y material de estudio científico. La vida de Mariano Rosas, su muerte y el uso de sus restos sintetizan las cambiantes relaciones entre indios y criollos a lo largo del siglo XIX. Si durante la primera campaña del desierto, la de 1833, Darwin se había entrevistado con Rosas, los darwinistas argentinos, al terminar la campaña de Roca, decoraban las vitrinas de sus museos con los restos de los indios.

banda

      En las últimas décadas del siglo XIX, al concluir el “gran drama del espacio nacional”,80 la República Argentina declara su unificación. El Estado Nacional, por fin estabilizado, tenía ante sí un gigantesco territorio escasamente poblado. De espaldas a Buenos Aires quedaba un territorio fértil, exclusivamente dedicado a la producción de trigo y ganado, pero en donde se precisaban pobladores. Así, la élite triunfante inicia una enorme campaña para atraer inmigrantes al territorio desertificado que, ya sin la presencia de amenazantes malones, se ofrecía como tierra de oportunidades bajo el lema roquista de “paz y administración”.

      Para llevar a cabo este monumental plan de trasplante humano, desde la población sobrante de Europa hasta la abundancia de espacio argentino, era preciso contar con finos instrumentos de análisis que permitieran contabilizar, ante todo, el estado de la población nativa. Se hacía preciso hacerse de un verdadero poder de policía que permitiese intervenir sobre la población, pero no solo en el sentido de la vigilancia y la represión del delito, sino en el sentido que la palabra policía tenía en Europa durante el siglo XVIII: la gestión de todo lo referido al crecimiento y fortalecimiento de la población, la salubridad de las ciudades, el precio y cantidad de los alimentos, la supresión de las epidemias, la adecuada circulación de cosas, personas e informaciones, con miras a gestionar el cuerpo social en su materialidad compleja y múltiple.81

      En 1869, por iniciativa del presidente Sarmiento, se llevó a cabo el primer censo nacional a los fines de preparar el gran plan de poblamiento con “material humano” proveniente de Europa. Anteriormente, los censos habían sido hechos de manera solo aproximada, sin rigor positivo. En 1869, el Estado quería conocer con precisión a su propia población. Quería saber cómo vivían, cuántos eran, cómo se comportaban. Este conocimiento debía ser cuantificado para obtener una imagen de la población argentina que permitiese desocultar sus leyes inconscientes de comportamiento. Había que emprender grandes mediciones para poder calcular las potencialidades de la República.

      La élite liberal había proclamado, en primer lugar, que, en un territorio poco poblado, gobernar es poblar, al menos como primer paso. Si durante buena parte del siglo XIX las tecnologías biopolíticas solo había sido incorporadas en Argentina de manera parcial, precaria, dispersa, discontinua, no sistemática, dada la presencia permanente, no eventual, de la guerra, la clase dirigente, al concluir las guerras civiles, se hacía consciente de la importancia fundamental que tenía la estadística como insumo informacional para el arte de gobierno moderno. Todo un culto de la cuantificación de las personas y las cosas se extendía como una fiebre, importando los avances en ciencias estadísticas de la Europa industrial.

      Dado que en Argentina aún no existían los estadígrafos, el censo de 1869 fue dirigido por un doctor llamado Diego de la Fuente, nombrado superintendente censal. Los resultados, con tablas acompañadas de comentarios realizados por el autor, se publicaron en 1872. El primer censo reveló que en la Argentina habían 1.830.214 habitantes y que alrededor de un 28% vivían en la ciudad y la provincia de Buenos Aires. El censo había arrojado otro dato de fundamental importancia: el 71% de la población no sabía ni leer, ni escribir.

      Este estudio también arribó a la cifra de 93.138 indígenas habitando el desierto, cifra poco fiable y aproximativa pero que permite apreciar la abismal diferencia con respecto al segundo censo, el de 1895, que arrojó la cifra de 30.000 indígenas. La reducción no se explica solamente porque, entre un censo y otro, se produjo la conquista del desierto. En el segundo censo, los indígenas capturados por el Estado eran homogeneizados y considerados ya civilizados, parte de la gran masa de la población argentina. De ahí que, durante décadas, no hayan habido datos precisos acerca de la cantidad real de indígenas en el país. Solo cien años después, en 1968, se realizaría el primer Censo Indígena Nacional de la Argentina.

      Otro de los datos relevantes que arrojó el primer censo fue el referido al ritmo de crecimiento de la población argentina. Diego de la Fuente calculaba que la población aumentaba sobre la base de un crecimiento medio anual del 23%, un crecimiento muy alto que, según el autor, se debía a “la benignidad del clima y la superabundancia y baratura de las subsistencias”.82 Sin embargo, para el primer censista nacional, este crecimiento podía llegar a estancarse:

      “Es de creer que a través de un período más largo aumentándose la población argentina, la ley de crecimiento empiece a disminuir, guardando relación, primero, con la mayor densidad de población que, como se sabe, está en razón inversa con el crecimiento; y en segundo con las producciones de nuestro suelo que pueden hacerse algún día menos espontáneas, menos fáciles, menos baratas económicamente hablando”.83

      En un país que estaba a punto de experimentar los efectos benéficos del boom agroexportador, el doctor De la Fuente pronosticaba que la suerte de la población argentina estaba atada a la suerte del campo. Agricultura y gobierno de la población coincidían como el anverso y el reverso de una misma moneda.

banda

      A la caída de Rosas, el Tribunal de Medicina creado por Rivadavia fue reemplazado por el Consejo de Higiene Pública. Puesto que la ciudad de Buenos Aires llegaría a convertirse a la vez en la capital de la provincia y del país, la institución, por la superposición de jurisdicciones, se desdobló en el Consejo de Higiene Pública, de acción federal, y la Comisión de Higiene, de jurisdicción municipal. Estas instituciones enfrentaron grandes dificultades, ya que sus atribuciones estaban confusamente establecidas.

      En 1870, llegaban noticias desde Río de Janeiro de numerosos brotes de fiebre amarilla. El Consejo de Higiene Pública impuso una cuarentena de diez días a todos los barcos procedentes de Brasil. Para los comerciantes, como para los esclavistas de la época colonial, los períodos de cuarentena representaban grandes pérdidas de dinero, por lo que muchas veces presionaban para pasar por alto los controles. Esta fue la principal causante de la entrada de la fiebre amarilla durante el verano de 1871, cuando la ciudad de Buenos Aires se entregaba, alegre y despreocupadamente, a las fiestas del carnaval.

      Según los cálculos oficiales, la peste dejó 14.000 muertos, muchos de ellos afrodescendientes e inmigrantes italianos. Durante la epidemia, los vecinos notables de Buenos Aires habían armado,


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