El don de la ubicuidad. Gabriel Muro

El don de la ubicuidad - Gabriel Muro


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Esperaba que el “crisol de razas”, adecuadamente monitoreado, produjese un “tipo argentino” mejorado y superior. En él, como en José Ingenieros, se encuentra un marcado “argentino-centrismo” eugenésico, en donde se le adjudicaba a la Argentina una suerte de destino manifiesto capaz de conquistar la hegemonía entre los países de América del Sur, así como Estados Unidos lo hacía en el norte.97 Pero para que haya tal cosa como la creencia en el destino manifiesto de un pueblo, este ante todo debe ponerse de manifiesto, debe hacerse presente y volverse visible. Para Carlos Bunge, las enfermedades y epidemias que habían azotado a la población del territorio argentino debían ser consideradas una bendición de la naturaleza que seleccionaba a los más aptos y manifestaba su intención de depurar a la “raza argentina”: “El alcoholismo, la viruela y la tuberculosis –¡benditos sean!– han diezmado a la población indígena y africana de la provincia capital, depurando sus elementos étnicos, europeizándolos, españolizándolos”.98

      El ideal de modernizar a la nación confluía con la perspectiva evolucionista. Modernizarse implicaba acelerar, por medios artificiales, especialmente por medio de la medicalización de la multitud, el proceso de evolución racial. Arribar a la Argentina equivalía, en el imaginario positivista, a hominizarse. Si según Cesare Lombroso los degenerados eran individuos que habían involucionado en la escala evolutiva, teoría a la que llamó “atavismo biológico”, en la Argentina, mediante la producción de un ambiente saludable y la multiplicación de instituciones de encierro, podrían separarse a los atávicos y dejar pasar a los evolucionados, en una eficaz “transfusión regeneradora”, al decir de José Ingenieros.99

      Durante la primera década del siglo XX, el enorme aparato militar que había quedado como corolario de las guerras civiles se convertía en un aparato especializado en la represión de los nuevos malones: los obreros huelguistas. En 1902 se sanciona la Ley de Residencia, que prescribía la expulsión, sin juicio previo, de todo extranjero considerado sedicioso. En 1910, esta ley se reforzó con la de Defensa Social, que tipificó al anarquismo como un delito público. Aun así, la presión social se hacía ingobernable, resquebrajando el orden de dominación oligárquico. En 1912, el Congreso sancionó la ley del voto universal y obligatorio. El presidente conservador Roque Sáenz Peña aceptó ceder a la exigencia, largamente pospuesta, de ampliar el sistema democrático. Pero la obligatoriedad del sufragio debía empalmar con la obligatoriedad del servicio militar y con la de la escolarización. Sáenz Peña llamaba a esta exigencia ternaria: “perfeccionamiento obligatorio de la Patria”. Estas tres obligaciones, la del aula, la de la conscripción y la del voto, permitirían consolidar el proceso de asimilación del inmigrante, neutralizando su advenir.

      La ley de sufragio universal desató grandes debates públicos. Positivistas como José Ingenieros y Carlos Octavio Bunge ponían el grito en el cielo. La ley de sufragio universal masculino conspiraba contra la ley de la selección natural, el gobierno de los mejor dotados y la aristocracia del mérito. En El hombre mediocre, José Ingenieros escupe:

      “Las masas de pobres e ignorantes no han tenido, hasta hoy, aptitud para gobernarse: cambiaron de pastores. Los más grandes teóricos del ideal democrático han sido de hecho individualistas y partidarios de la selección natural: perseguían la aristocracia del mérito contra los privilegios de las castas. La igualdad es un equívoco o una paradoja, según los casos. La democracia ha sido un espejismo”.100

      Siguiendo la psicología social de Le Bon, Carlos Octavio Bunge definía al ser humano como un ser biológicamente egoísta a la vez que imitativo, expuesto al contagio y a la sugestión de los que lo rodean. Pero para este positivista integral, la asociación social era una necesidad de supervivencia, una defensa frente a las amenazas de la naturaleza y de otros grupos humanos. Por eso, hacía una encendida defensa del odio, sentimiento negado o reprimido por lo que llamaba las concepciones igualitaristas del derecho. Bunge rechazaba el principio cristiano según el cual “amarás a tu enemigo”, descalificándolo como una falsa orientación ética a la que le oponía otra máxima: “Desconfiarás del extraño y odiarás al enemigo”:

      “No desconfiar del enemigo, no poder odiarle, es una prueba de debilidad y de decadencia: ¡he ahí lo que todo pueblo fuerte y grande debe decirse y predicarse! La gran obra moral de fines del siglo XX o acaso del XXI será, según mi tema, dar un criterio y un regulador al Odio. En las escuelas europeas llegará a enseñarse a odiar como en las japonesas”.101

      Bunge no distinguía entre enemigo público y enemigo privado. Desconocía que el amor al enemigo, en el cristianismo, refiere al inimicus, al enemigo privado, y no al hostis o enemigo público. Amar al extraño, amar al lejano, le resultaba completamente inconcebible.

      Carlos Bunge escribió un libro titulado El Derecho, ensayo de una teoría jurídica integral. En este tratado, traducido al francés como “Le Droit c’est la force” (El Derecho es la fuerza), definía al Derecho como “sistematización de la fuerza”. Así, seguía una larga tradición de pensamiento según la cual no hay ley sin autoridad que la aplique. En una famosa fórmula, Thomas Hobbes sentenció: auctoritas non veritas facit legem (la autoridad, y no la verdad, es la que hace la ley). También Pascal, en sus Pensamientos, sostenía que:

      “Es justo que se siga lo que es justo; es necesario que se siga lo que es más fuerte. La justicia sin la fuerza es impotente; la fuerza sin la justicia es tiránica. La justicia sin la fuerza es contradicha, porque hay siempre malos; la fuerza sin la justicia es acusada. Es menester, por lo tanto, juntar siempre la justicia y la fuerza; y para eso hacer que lo que es justo sea fuerte, lo que es fuerte sea justo”.102

      Pero no cualquier fuerza es capaz de imponer la ley. El fundamento de la fuerza legal, para Bunge, ardoroso seguidor de Spencer, es biológico y evolutivo. Mediante el derecho se formalizan y “sistematizan” los principios universales de la selección natural y la herencia biológica. Bunge era un positivista que naturalizaba el obrar de la fuerza al postular que las leyes sociales se atienen a las leyes biológicas de la naturaleza. Pero si la fuerza es el fundamento del derecho, ¿cómo distinguir una fuerza justa de una fuerza injusta? Para Bunge, lo justo es lo más fuerte desde el punto de vista de la supervivencia de los más aptos. El más fuerte siempre tiene la razón. Con tono nietzscheano, afirmaba que “el espíritu de rebelión de los débiles ha arrancado como cosa artificial recién desde el cristianismo”.103

      Las leyes no son acatadas porque sean justas, no son obedecidas por sí mismas, sino porque una autoridad las hace valer, ejerciendo la fuerza. Los que obedecen las leyes les reconocen cierto “crédito”, creen en ellas, porque creen en la autoridad del poder, ya sea un monarca o un aparato estatal, para hacerlas cumplir. Este crédito o creencia en las leyes es lo que Derrida ha llamado “el fundamento místico de la autoridad”.104 Lo que tiene de atendible la teoría del derecho de Bunge (como la de Pascal, Montaigne o Hobbes) es el reconocer que junto al derecho siempre está operando una “fuerza performativa” que es, a la vez, fuerza fundadora y fuerza conservadora. El Derecho, el nómos, en combate contra la anomia, siempre está en una relación interna y compleja con la antinomia, con la violencia, legítima o ilegítima. Ley y violencia guardan una relación tan estructural como aporética. La ley inmuniza a la comunidad de la violencia que la amenaza, pero la inmuniza recurriendo a la violencia, cortocircuito que Walter Benjamin reconoció en la figura ambivalente de la Gewalt (entramado indisoluble de derecho y fuerza). Dentro de este cortocircuito jurídico, la vida humana resulta a la vez protegida y perjudicada, conservada y excluida.105

      En un libro titulado La educación de los degenerados, Carlos Bunge clasificaba a los seres humanos en tres tipos: los infrahombres, los hombres normales, y los superhombres. Los infrahombres (idiotas, locos y monstruos) están destinados a poblar los manicomios y las cárceles, o bien a perecer por inaptitud en la lucha por la vida. El superhombre, el individuo excepcional, el hombre de genio, es, para Bunge, un “degenerado superior”. Es un anormal, pero por medio del cual la naturaleza realiza sus grandes saltos evolutivos. En verdad, Bunge repetía las ideas de Cesare Lombroso, quien ya había señalado el nexo entre genio, locura y desviación de la norma. Los superhombres son necesarios para la evolución social, pero deben permanecer rigurosamente vigilados, ya que hay algo en ellos de amenazante, de genio loco. En tanto anormales, son portadores de toda clase de males contagiosos y disolventes, como


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