El don de la ubicuidad. Gabriel Muro

El don de la ubicuidad - Gabriel Muro


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Mejía también escribió un libro sobre la relación entre genio y patología llamado Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, texto inaugural de la psiquiatría patria que, por primera vez, hacía el intento de analizar los trastornos del “carácter nacional”. Por medio de un método al que llamó “histología de la Historia”, Ramos Mejía reivindicaba la “anatomía de la vida íntima” para describir con precisión los desequilibrios mentales de los próceres, lo que a su vez permitiría extrapolar un diagnóstico sobre el estado psíquico del pueblo en cada período histórico. Siguiendo a Esquirol, afirmaba que las épocas de grandes cambios sociales traen aparejadas toda clase de perturbaciones cerebrales. La sociedad argentina habría atravesado un cambio muy drástico al pasar de la apacible época de la siesta colonia a la vertiginosa época de la independencia, viviendo, de allí en más, en pie de guerra. Este estado de locura colectiva o de histeria moral afectaba tanto al bajo pueblo como a los jefes políticos y militares: el almirante Brown sufría de paranoia persecutoria; el Doctor Francia era un melancólico; Rivadavia, un megalómano hipocondríaco.106 Ramos Mejía no solamente patologizaba a las masas, diagnosticando “morbus democraticus” cada vez que amenazaban con rebelarse, sino también a los hombres célebres y notables, indistinguibles así de los hombres infames.

      Las perturbaciones mentales colectivas habrían encontrado su máximo acceso, el punto más crítico de la enfermedad, en los tiempos de Rosas, período al que Ramos Mejía le dedicó otro libro, titulado Rosas y su tiempo. Esa época habría provocado fenómenos similares a la demonomanía: posesiones colectivas, pavor sagrado a la Mazorca y peregrinaciones oscurantistas detrás del retrato del Restaurador. Mientras que entre los seguidores de Rosas predominaba la excitación maníaca, entre sus opositores se abalanzaba una depresión estupefacta, insomne, temerosa. Si las perturbaciones colectivas se asemejaban a demonomanías, los positivistas aparecían como nuevos demonólogos e inquisidores, y la medicina criminológica permitía reconocer las marcas del mal para su persecución.107 Tanto el fervor como la melancolía se extendían por obra de un agente invisible: el “contagio nervioso”, semejante a un demonio ubicuo. A su vez, el individuo notable, el líder, puede ser un foco infeccioso, puede influir, con su ejemplo afectivo, sobre el sensorium del pueblo: Álzaga habría propagado su valentía entre las masas durante la resistencia a las invasiones inglesas, mientras que Rosas habría contagiado el terror y la manía homicida.108

      En su escrito de 1904, Los simuladores del talento, Ramos Mejía sostenía que los sujetos desprovistos de aptitudes y talentos procuran simular estas ventajas para triunfar en su medio, empleando recursos miméticos. No en vano su modelo prominente de simulador era el caudillo, el seductor de las masas, aquel que hace pasar sus defectos por talentos y su ignorancia por elocuencia. También Ingenieros concedió una gran importancia al tema de la simulación, la cual concerniría a todos los seres vivos por la presión que ejerce la lucha por la vida. Distinguía, entre los humanos, formas benignas y malignas de simulación, especialmente la doble patología de simular males. Por ejemplo, el hacerse pasar por inválido o “falso mendigo” para explotar las instituciones de beneficencia. O bien, se simula la locura para obtener el beneficio de la inimputabilidad penal o eludir el servicio militar. En el mundo del trabajo, los simuladores serían legión, simulando fatiga para evitar trabajar. Para le elite dirigente, la figura del simulador representaba un peligro de primer orden, ya que en ella se cifraba el riesgo de la contaminación entre los privilegiados y los no privilegiados, entre los meritorios y los carentes de méritos, entre los infrahombres y los hombres superiores, entre los ignorantes astutos y la aristocracia científica que debía conducir los destinos de la nación.

      Carlos Bunge también llamaba a desconfiar de los imitadores que aparentan las formas del hombre normal o del superhombre, pero a la vez reclamaba aprovechar la función imitativa para educar a los “degenerados medios”, aquéllos que no serían “insalvables” como los “degenerados inferiores”, ni prescindentes de toda educación media, como los “degenerados superiores” o genios, ya que estos se “auto-educan”. El degenerado medio, en cambio, puede ser regenerado por medio de un largo trabajo de sugestión escolar donde se le inculque, desde niño, la disciplina y la moralidad.

      A fin de cuentas, lo que atormentaba a estos auscultadores de la multitud era la relación entre democracia y demografía. Una reenvía a la otra. Oligarcas, juristas, criminólogos y poetas nacionalistas coincidían en que el principal obstáculo para el despliegue de la Argentina era el desierto, es decir, el plano negativo donde nada germina. Para vencerlo se hacía necesario apelar a todo lo que crece, a todo lo que nace, a todo lo que aumenta. Por eso, la doble cuestión de la genealogía y de la política de la salud se volvía de “vital” importancia. Toda nacionalidad, todo nacionalismo, impone una genealogía, un linaje genético al que se debe adherir. Esa genealogía debía ser mejorada y medicalizada para hacer crecer a la nación, concebida como “gran familia argentina”. Pero estas fuerzas generatrices, una vez regadas sobre el suelo argentino, podían propagar toda clase males, como una mala hierba que no se había podido prever.

      Si hay algo que muestra con claridad la época del surgimiento de las ciencias médicas nacionales es que el conocimiento no es algo espontáneo, ni mucho menos algo pacífico o una pura contemplación desinteresada. El conocimiento, como enseñó Foucault, emerge cuando es solicitado por determinadas relaciones de poder. Hay sujeto de conocimiento porque hay batallas, porque hay luchas.109 Entre médicos y enfermos, entre criminólogos y malvivientes, la producción de conocimiento también se volvía una cuestión estratégica. El enemigo prioritario ya no era la facción política, ni el indio, ni el ejército extranjero, sino el enemigo interno, el peligroso, aquel ser patológico disimulado al interior del grupo y que poseía la capacidad de dañar al organismo social. Colocándose de lleno en la lógica inmunitaria, los positivistas afirmaban que el desarrollo biológico de los mejores dependía de la reducción violenta de los inferiores y mediocres. Pero así, la afirmación positiva de los mejores quedaba indefectiblemente ligada a una política esencialmente reactiva y negativa: la del encierro y la persecución de los elementos considerados disgénicos o degenerados.

      El positivismo de fines del siglo XIX constituyó una nueva forma de culto a la naturaleza. Una nueva conminación a someterse a sus leyes de creación y destrucción, a sus ciclos de nacimiento y perecimiento. La destrucción y la muerte, para el darwinismo social, no eran lo antitético a la vida, sino algo necesario para su fortalecimiento y renovación, siempre y cuando muriese lo nocivo y prevaleciese lo sano. Entonces, uno de los problemas cruciales que se le presentaban a estos naturalismos vitalistas era: ¿hasta dónde es lícito que el humano intervenga en el sabio pero cruel obrar de la naturaleza?110 Este interrogante se volverá aun más acuciante en el contexto del ascenso generalizado de las tecnologías de biopoder, donde intervenir es tan importante como dejar que las cosas circulen. Se trata de un doble movimiento por el que los Estados intervienen diseñando marcos arquitectónicos para la acción social, pero al interior de los cuales es necesario que la vida se desplace y se despliegue, ante una mirada médica que la evalúa, corrige y regula. Este es también el problema fundamental del liberalismo: garantizar la libertad de mercado a la vez que intervenir para ampliar su buen desenvolvimiento.

      Como señaló el sociólogo Eduardo Archetti, la Argentina de principios del siglo XX experimentó una temprana globalización.111 Gracias a la llegada masiva de inmigrantes, arribaron nuevas costumbres, nuevos idiomas y nuevas cosmovisiones, formando lo que Sarmiento a su vez llamó, con repulsa, una “Babel de banderas”. Como en toda hibridación, algunos elementos extranjeros lograron pasar y otros no atravesaron el control de fronteras. En este contexto, la elite dirigente, como un mecanismo de defensa, radicalizó su propia concepción genealógica de la Argentina. Las familias patricias, así como los nuevos nacionalismos, le opondrán al alud inmigratorio no un proyecto industrial capaz de emplearlo, sino unas filiaciones puras que reclamaban para sí el privilegio de una herencia genética selecta. Herencia genética que no podía dejar de resultar espectral, puesto que toda genealogía familiar implica una comunicación de los vivos con los familiares muertos, que reviven a través de los flujos de sangre actuales. Pero la herencia espiritual de las familias patricias era, en mayor medida, una herencia material: las tierras fértiles ganadas a los caudillos, a los gauchos y a los indios y que garantizaban el acrecentamiento de la riqueza terrateniente. Familia


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