Chicos de la noche. Bárbara Cifuentes Chotzen
que no querías ser tú el que lo recitara.
—Cambié de opinión.
Toma una curva a la derecha y prosigue:
—Verás, cuando Chuck nos acompañe, me niego a llamar lo que va a pasar de otra manera, técnicamente, le deberá la vida a quien diga las palabras, por lo tanto, planeo hacerlo mi esclavo personal. Tengo que sacar algo de todo esto. Aunque sea, me deberá un favor.
Niego conteniendo una sonrisa. En unas horas, Chuck nos acompañará en carne y hueso. Podré verlo, tocarlo. No solamente escucharlo.
Pensaba que el giro inesperado lo había tenido a los once, resulta ahora que este debe de ser el verdadero.
Al llegar al cementerio, estaciona en una calle alejada, por las dudas, y me ayuda a sacar todo del maletero. Nos colocamos los guantes, la capucha y, por último, las famosas bolsas en los pies. Repartimos los implementos en dos mochilas y cada uno lleva una al hombro. Al final llevamos la camilla entre los dos. No pregunten cómo me la conseguí.
—¿Por dónde planeas pasar? —pregunta, cuando llegamos a un extremo del patio de tumbas. Creo que, para nuestra suerte, nadie nos vio cruzar la calle, ¿quién estaría cerca de un cementerio, casi a medianoche?
—Hace unos meses, vine para un funeral de un familiar. Si tenemos suerte, aún no han reparado la separación entre los barrotes que noté esa vez.
Lo guío por el costado del cementerio hasta llegar a la parte que recuerdo.
Algunos le llaman suerte, yo le llamo flojera. Gracias a Dios, alguien no quiso hacer bien su trabajo y el espacio sigue igual, lo suficientemente grande para que quepamos Floyd, yo y una camilla de esas que usan en los partidos de fútbol cuando un jugador se lastima.
Al estar dentro corremos un tanto agazapados, más por reflejo que por precaución, es probable que no haya nadie a esa hora. Mientras paso la linterna de lápida en lápida, mi mente se permite viajar hasta ese pensamiento que tenía oculto.
Una cosa es hablar con un fantasma durante cinco años, pero otra muy distinta es tener que traerlo de vuelta a la vida. Un montón de cosas pueden salir mal, desde que no digamos bien el ritual hasta que nos pillen nuestros padres, o, peor, la policía; desde que alguien se fije en que no hay cuerpo hasta que haya efectos colaterales en nuestro amigo.
Sin duda, todas esas cosas hay que tenerlas en cuenta, pero lo que más me tiene preocupada es algo que el mismísimo Chuck dijo. Había tanta desesperación en sus ojos por querer evitar un castigo. Él mismo imploró que lo trajeran de vuelta a la vida para evitar la penitencia, aun cuando dejó claro que, si se encarnaba, los guardianes se encargarían de matarlo para reestablecer el equilibrio de la vida y la muerte. ¿Qué diablos hago yo si él muere de nuevo? Y, lo peor de todo, ¿qué más le pasará a él, aparte de perder la vida?
Cada célula de mi cuerpo vibra cuando mis ojos se detienen en una lápida de mármol, con flores marchitas a un costado del nombre, probablemente de una visita de hace ya mucho tiempo.
Charles Theodore Fanning Lee 1996-2013. Amigo, hijo y hermano.
Nos detenemos frente al trozo de piedra rectangular, los segundos se hacen minutos mirando fijamente las letras doradas. No hay vuelta atrás, es ahora o nunca.
—¿Tiene hermanos? —pregunta el moreno a mi lado.
Niego con la cabeza y me bajo la mochila del hombro, deposito la camilla en el suelo, Floyd la suelta cuando se da cuenta que tiene todo el peso.
—Supongo que alguien lo consideraba como un hermano. Manos a la obra, rebelde.
La siguiente media hora se reduce a tierra y sudor. Ninguno de los dos emite palabra alguna, solo nos dedicamos a cavar y cavar. Hasta que la pala de mi amigo choca con un objeto y produce un golpe sordo. El ataúd.
Ambos nos miramos alarmados y comenzamos a remover la tierra más de prisa. La madera se hace visible y ambos nos erguimos, contemplando la alargada caja. Lentamente, vuelvo a agacharme y coloco mi mano derecha en lo que creo que es un cerrojo. Tal vez no se lo crean, pero de verdad que nunca he abierto una de estas cosas.
—¿Listo? —Floyd asiente tragando saliva, mira en mi dirección expectante.
Destrabo el cerrojo y abro de un golpe el ataúd, cerrando los ojos antes de ver el interior.
Pausadamente abro un párpado y luego otro, me encuentro con la visión del cuerpo de un joven de cabello castaño y tez pálida, vestido de terno. Siento cómo se me corta la respiración al tiempo que un escalofrío me recorre todo el cuerpo.
—Parece que estuviera dormido, ¿no? —pregunta Floyd. Por el rabillo del ojo noto que tiene los suyos abiertos al máximo—. ¿Me puedes decir de nuevo por qué el cuerpo no está desintegrado?
—Si es que se puede dormir sin respirar, entonces sí parece dormido —apunto, inclinando la cabeza—. Y es porque el cadáver se preserva hasta que el buscador lo encuentre, se supone.
No pasa mucho tiempo hasta que salimos de nuestro estado de shock. Comenzamos a movernos lo más rápido que nuestros movimientos torpes lo permiten, y en un plazo de otra media hora ya hemos tapado el hoyo, envuelto el cuerpo en una manta vieja y lo hemos puesto en la camilla. Luego saco las flores frescas de la mochila. Estas las coloco frente a la lápida de modo que tapen el nombre y la fecha; por suerte son varios ramos que simulan un reciente funeral. Siento la obligación de llevarme el ramo marchito, por lo que lo echo en la mochila, junto al resto de las cosas. Por último, sacudimos las palas y las colocamos de tal modo que solo sobresale un extremo de la bolsa.
Tomamos la camilla con el cuerpo y trotamos agachados hacia la salida, evitando mirar el bulto. Floyd tiene razón cuando dice que Chuck no ha entrado en estado de descomposición, por ello solo parece un chico tomando una siesta. Una siesta bajo tierra.
Nos las arreglamos para pasar a Chuck por el orificio en la reja y nos preparamos para lo más difícil de la primera fase, es decir, cruzar la calle sin ser vistos, con la camilla ahora ocupada.
La suerte está de nuestro lado esta noche, pues logramos entrar al auto sin percance alguno y ahora nos encontramos alejándonos de ese lugar.
—¿Puedes dejar de mirarlo de una puta vez? —le pregunto bruscamente. Floyd no ha parado de mirar por el espejo retrovisor hacia los asientos de atrás.
—Discúlpame por no preocuparme del cuerpo que va en el asiento trasero de mi coche —contesta con ironía—. Además, esa piernita tuya que mueves de arriba a abajo no me calma mucho.
—Es por los nervios, no puedo evitarlo. Tú mismo dijiste que parecía dormido, agradece eso por lo menos —puntualizo en voz alta, para él y no para mí. Echo una mirada fugaz hacia atrás y luego le hago compañía a mi amigo con la vista al frente.
—¿No lo pudiste tapar con más mantas? —pregunta, quejándose por el único cobertor que pude encontrar, no me quedaba dinero para comprar todo lo necesario.
—No tenía otras mantas —respondo, hojeando el texto en busca de algo que se nos haya escapado—. Concéntrate en manejar mejor, no necesitamos un accidente y mucho menos que nos descubran.
—Sigo pensando que hacer esto en el bosque es una pésima idea, las variables de que salgan las cosas mal son aún más altas al estar… haciendo lo que estamos haciendo —reclama, sin decir la palabra “revivir”. Apenas deja de hablar, capto algo en la hoja.
—Era la mejor idea de un lugar oculto que tenía. Detén el auto —ordeno, irguiéndome en el asiento. Él está tan confundido que no puede reaccionar—. ¡Floyd, para el auto!
Esta vez me hace caso y con una frenada brusca el vehículo se detiene a un costado de la calle. No hay autos así que si hubiera sido en el medio o en la vereda tampoco habría ocurrido un accidente.
—Diablos, Verónica, ¿qué sucede?
—Hay un apartado que no leímos. Dice que el ritual debe llevarse a cabo en el lugar donde falleció la