Rebelión en la granja. George Orwell
en una especie de plataforma elevada, Mayor ya estaba acomodado en su cama de paja ubicada bajo un farol que pendía de una viga. Tenía doce años, y últimamente había engordado mucho, pero todavía era un cerdo imponente de aspecto sensato y bondadoso, a pesar de que nunca habían recortado sus colmillos. Muy pronto los demás animales comenzaron a llegar, y se fueron instalando según sus costumbres. Primero aparecieron los tres perros, Jacinta, Jazmín y Catete; luego los cerdos, que se arrellanaron en un montón de paja justo frente a la plataforma. Las gallinas se posaron en los alféizares de las ventanas, las palomas aletearon hacia las vigas y las ovejas y las vacas se tendieron detrás de los cerdos y comenzaron a rumiar.
Los dos caballos de tiro, Campeón y Hoja de Trébol, entraron juntos caminando muy lentamente y posando en el suelo con mucho cuidado sus grandes patas de largas crines, no fuera a ser que hubiese algún animal pequeño escondido entre la paja. Hoja de Trébol era una yegua robusta de aspecto maternal, cercana a la edad madura, la cual nunca había recuperado su esbeltez después del nacimiento de su cuarto potrillo. Campeón era un animal inmenso, de casi dieciocho palmos de alto y tan fuerte como dos caballos juntos. Parecía algo tontorrón a causa de una línea blanca que le recorría la nariz de arriba abajo, y en realidad, no poseía una inteligencia brillante. Sin embargo, era respetado por todos por su carácter formal y su gran capacidad de trabajo.
Detrás de los caballos aparecieron Muriel, la cabra color blanco y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más antiguo de la granja y el que tenía peor carácter. Hablaba poco y, cuando lo hacía, era generalmente para expresarse con cinismo. Por ejemplo, solía decir que Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que habría preferido no tener cola y que no hubiesen existido las moscas. Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Cuando se le preguntaba el porqué, su respuesta era que no veía nada que lo pudiera alegrar. Sin embargo, sin admitirlo abiertamente, sentía gran aprecio por Campeón. Generalmente los dos pasaban juntos los domingos en el pequeño potrero situado al otro lado del huerto, pastando uno al lado del otro y sin jamás pronunciar palabra.
Recién se habían echado los dos caballos cuando una nidada de patitos huérfanos, ingresó en fila establo adentro, piando despacito y yendo de un lado a otro en busca de un lugar donde no fueran a ser pisados. Hoja de Trébol construyó una especie de muro alrededor de ellos con su gran pata delantera; los patitos se acomodaron allí y muy pronto se quedaron dormidos.
En el último momento Mollie, la bonita y atolondrada yegua blanca que tiraba el coche del señor Jones, entró dando pasitos delicados y masticando un terrón de azúcar. Se ubicó adelante y comenzó a agitar su blanca melena con la esperanza de atraer la atención hacia las cintas rojas que estaban entretejidas en ella. Última de todos llegó la gata quien, como de costumbre, miró a su alrededor en busca del lugar más abrigado y finalmente se acomodó entre Campeón y Hoja de Trébol. Una vez allí se dedicó a ronronear muy satisfecha todo el tiempo que Mayor pronunció su discurso, pero sin prestar la menor atención a sus palabras.
Ya estaban presentes todos los animales con excepción de Moisés, el cuervo domesticado que dormía en una percha detrás de la puerta. Cuando Mayor vio que todos estaban cómodamente instalados y le dirigían miradas expectantes, aclaró la garganta y comenzó a hablar:
–Compañeros, ustedes ya saben del extraño sueño que tuve anoche; bien, más adelante me referiré a él. Primero tengo otra cosa que decirles. Pienso, compañeros, que no estaré con ustedes mucho tiempo más, y creo que antes de morir, tengo el deber de traspasarles los conocimientos que he adquirido. He gozado de una vida larga y tuve mucho tiempo para reflexionar mientras yacía solitario en mi pocilga. Creo poder afirmar que conozco la esencia de la vida en esta tierra tan bien como cualquier otro animal que ahora exista. De esto es de lo que quiero hablarles.
«Pues bien, compañeros, ¿en qué consiste esta vida que llevamos? Seamos francos. Nuestras vidas son penosas, duras y cortas. Nacemos, se nos da apenas suficiente comida como para que podamos seguir respirando, y a aquellos de nosotros que tienen capacidad de trabajar, se les fuerza a entregar hasta su último aliento. Entonces, en el mismo instante que dejamos de ser útiles, somos sacrificados con despiadada crueldad. Ni un solo animal en Inglaterra conoce el significado de la felicidad o la relajación una vez cumplido el primer año de vida. Ningún animal en Inglaterra es libre. La vida de un animal no es más que penurias y esclavitud: esa es la pura verdad.
«¿Se debe esto simplemente a un ordenamiento natural? ¿Se debe esto a que esta tierra nuestra es tan poco fértil que no alcanza a otorgar una calidad de vida adecuada a todos los que la habitan? No, compañeros. ¡Mil veces no! La tierra inglesa es fecunda, su clima favorable; tiene la capacidad de producir alimento en abundancia para un número mayor de animales que los que ahora la habitan. Esta granja nuestra podría por sí sola alimentar a una docena de caballos, veinte vacas, cientos de ovejas... y todos ellos gozando de comodidades y un trato digno que no podríamos imaginar en este momento. ¿Por qué entonces seguimos viviendo en estas míseras condiciones? Porque los seres humanos nos roban casi la totalidad del producto de nuestro trabajo. Ahí, compañeros, está la respuesta a todos nuestros problemas. Se resume en una sola palabra... el Hombre. El Hombre es el único verdadero enemigo nuestro. Si sacáramos al Hombre del escenario, la causa fundamental del hambre y la fatiga, desaparecería para siempre.
«El Hombre es la única criatura que consume y no produce. No da leche, no pone huevos, no tiene fuerzas para tirar del arado, no puede correr lo suficientemente rápido como para cazar conejos; y sin embargo es amo y señor de todos los animales. Los pone a trabajar, les devuelve un mínimo de alimento, apenas para que no mueran de hambre, y se guarda la diferencia. Nosotros labramos la tierra, nuestro estiércol la fertiliza; sin embargo no hay un solo animal que sea poseedor de alguna cosa excepto su propio pellejo. Ustedes, vacas, que veo frente a mí, ¿cuántos miles de litros de leche han producido este último año? Bien, ¿y qué ha sucedido con esa leche que habría servido para criar terneros robustos? Hasta la última gota de esa leche ha bajado por la garganta de nuestros enemigos. Y ustedes, gallinas, ¿cuántos huevos han puesto este último año, y cuántos de esos huevos alcanzaron a convertirse en pollitos? El resto fue llevado a la feria y transformado en dinero para Jones y sus hombres. Y tú, Hoja de Trébol, ¿dónde están esos cuatro potrillos que diste a luz, que deberían haber sido el sostén y la alegría de tu vejez? Cada uno de ellos fue vendido al cumplir un año de vida... jamás los volverás a ver. ¿Qué has recibido a cambio de tus cuatro partos y tu trabajo en el campo, excepto míseras raciones y un lugar en el establo?
«Por lo demás, tampoco se permite que nuestras indignas vidas cumplan su ciclo natural. En lo que a mí respecta no puedo quejarme, porque he sido afortunado. Cumplí doce años y he tenido más de cuatrocientos hijos. Así debería ser la vida normal de un cerdo, pero ningún animal se escapa finalmente del cuchillo cruel. Ustedes, cerditos cebados que están ahora sentados frente a mí, cada uno de ustedes se desgañitará gritando al morir en el cadalso, antes que termine este año. Ese horrible final será el destino de todos nosotros... vacas, cerdos, gallinas, ovejas. De todos. Ni siquiera los caballos o los perros corren mejor suerte. Tú, Campeón, el mismísimo día que esos potentes músculos tuyos pierdan su fuerza, Jones te venderá al matarife que te cortará la garganta y pondrá a hervir tu carne para alimentar a los perros de caza. En lo que respecta a los perros, cuando estos envejecen y pierden los dientes, Jones ata un ladrillo alrededor de sus cuellos y los ahoga en la laguna más cercana.
«No está clarísimo, entonces, compañeros, ¿que todos los males de nuestras vidas provienen de la tiranía de los seres humanos? Hay que deshacerse del Hombre para que el producto de nuestro trabajo nos pertenezca. Podríamos ser ricos y libres de la noche a la mañana. ¿Qué debemos hacer, entonces? Pues bien, trabajar día y noche, con cuerpo y alma, ¡para derrotar al género humano! Ese es mi legado para ustedes, compañeros. ¡Rebelión! No sé cuándo llegará esa Rebelión; podrá ser en una semana o en cien años más, pero tengo la certeza, tan real como la paja bajo mis pies, que tarde o temprano se hará justicia. Concéntrese en eso, compañeros, durante todo el corto período de sus vidas y, sobre todo, transmitan mi mensaje a aquéllos que vendrán después, para que las generaciones futuras continúen luchando hasta vencer.
«Les recuerdo, compañeros, que