Rebelión en la granja. George Orwell
preguntas como: «Si esta Rebelión va a suceder de todas maneras, ¿qué importancia tiene que nosotros trabajemos o no por ella?». Los cerdos tenían grandes dificultades para explicarles que esta actitud iba en contra del espíritu del Animalismo. Fue Mollie, la yegua blanca, quien hizo las preguntas más estúpidas de todas. La primera cosa que preguntó a Bola de Nieve fue:
–¿Seguirá habiendo azúcar después de la Revolución?
–No –respondió Bola de Nieve con firmeza–. No tenemos los medios para fabricar azúcar en esta granja. Además, tú no necesitas azúcar; tendrás toda la avena y el heno que quieras.
–¿Y se me permitirá llevar cintas en la melena? –inquirió Mollie.
–Compañera –respondió Bola de Nieve–, esas cintas que a ti te gustan tanto son símbolo de esclavitud. ¿Te es tan difícil entender que la libertad es más valiosa que unas cintas?
Mollie estuvo de acuerdo, pero no se veía muy convencida.
Los cerdos tuvieron más problemas aún al tratar de contrarrestar las falsedades que echaba a correr Moisés, el cuervo domesticado. Moisés, que era el regalón del señor Jones, era un espía y un chismoso, pero a su vez era un conversador brillante. Él aseguraba conocer la existencia de un maravilloso país llamado Montedulce, donde iban todos los animales al morir. Estaba ubicado por allá arriba, en el cielo, un poco más allá de las nubes, afirmaba Moisés. En Montedulce, los siete días de la semana eran domingo, la temporada del trébol duraba el año entero, y en los cercados crecían terrones de azúcar y tortas de linaza.
Los animales odiaban a Moisés porque era chismoso y no trabajaba, pero algunos creyeron en Montedulce y a los cerdos les costó mucho convencerlos de que ese lugar no existía. Los más fieles seguidores de estos últimos eran los dos caballos de tiro, Campeón y Hoja de Trébol. A ese par le costaba mucho pensar algo por sí solos, pero una vez que hubieron aceptado a los cerdos como sus maestros, fueron capaces de absorber todo lo que se les decía y transmitirlo a los demás con explicaciones sencillas. No faltaban jamás a las reuniones secretas en el establo y llevaban la voz cantante al entonar Bestias de Inglaterra, himno con el cual las reuniones siempre terminaban.
Bien, sucedió que la Rebelión triunfó mucho antes y con mayor facilidad que lo jamás imaginado. En años anteriores el señor Jones, no obstante su severidad, había sido un granjero eficiente. Sin embargo últimamente la situación estaba cambiando. Se había desanimado enormemente al perder dinero en un juicio y había comenzado a beber más de lo conveniente. A veces se echaba en su silla de la cocina durante días enteros leyendo periódicos, bebiendo y, en ocasiones, alimentando a Moisés con cortezas de pan remojadas en cerveza. Sus trabajadores se tornaron flojos y poco honrados, los campos se llenaron de malezas, los techos de las edificaciones se deterioraron, los cercados estaban abandonados y los animales mal alimentados.
Llegó el mes de junio y el heno ya casi estaba listo para ser cortado. La víspera del solsticio de verano, que cayó en sábado, el señor Jones fue a Willingdon y se emborrachó a tal grado que no regresó hasta el medio día del domingo. Los trabajadores habían ordeñado las vacas temprano en la mañana y después se habían ido a cazar conejos, sin molestarse en alimentar a los animales. Cuando el señor Jones regresó se quedó dormido de inmediato en el sofá del salón con la cara tapada por un diario, así es que cuando cayó la tarde, los animales seguían sin haber comido. Finalmente estos no pudieron soportar más. Una de las vacas rompió con su cuerno la puerta de la barraca de las provisiones y todos los animales comenzaron a alimentarse directamente de los recipientes. Fue en ese instante cuando el señor Jones despertó. El momento siguiente él y sus hombres estaban en la barraca blandiendo sus látigos en todas direcciones.
Esto fue demasiado para los hambrientos animales. De común acuerdo, aunque nada de esto había sido planeado con antelación, se abalanzaron contra sus agresores. Jones y sus hombres se encontraron de pronto siendo embestidos y pateados desde todos lados; la situación se tornó incontrolable para ellos. Nunca habían visto que animales se comportaran de esa manera y esta repentina sublevación de creaturas a las que ellos estaban acostumbrados a golpear y maltratar a su amaño los aterrorizó hasta hacerlos perder la cabeza. Apenas pasados unos momentos abandonaron los intentos de defenderse y pusieron pies en polvorosa. Un minuto más tarde, los cinco huían despavoridos por el sendero que llevaba al camino principal, con los animales triunfantes pisándoles los talones.
La señora Jones se asomó por la ventana del dormitorio, vio lo que sucedía, rápidamente tiró algunas cosas dentro de un bolso y se escabulló de la granja por otro lado. Moisés saltó de su percha y se fue aleteando tras ella, dando fuertes graznidos. Mientras tanto los animales habían perseguido a Jones y su gente hasta que estos alcanzaron el camino y entonces cerraron de un golpe el portalón de cinco barras. Y así, casi antes de darse cuenta de lo sucedido, la Rebelión se había llevado a cabo con éxito. Jones había sido expulsado y la granja Señorial pertenecía ahora a los animales.
Durante los primeros minutos, los animales apenas podían dar crédito a su buena suerte. Su primera acción consistió en galopar en tropel alrededor de los límites de la granja, como si quisieran asegurarse de que no quedaba ningún ser humano escondido en alguna parte. Una vez hecho esto, se fueron al galope hasta las edificaciones con el fin de borrar los últimos vestigios del odioso poderío de Jones. El cuarto de los arreos, ubicado al fondo de los establos, fue descerrajado; los frenos, las narigueras, las cadenas de los perros, los crueles cuchillos que el señor Jones acostumbraba usar para castrar los cerdos y las ovejas, fueron lanzados al pozo. Las riendas, los ronzales, las anteojeras, las degradantes cebaderas fueron amontonados en la fogata de desperdicios que ya ardía en el patio. Igual suerte corrieron los látigos; todos los animales comenzaron a retozar alegremente al ver los látigos ardiendo. Bola de Nieve también lanzó al fuego las cintas con que se acostumbraba adornar las colas y tusas de los caballos los días de feria.
– Las cintas –sentenció– deben considerase artículos de vestir característicos de los seres humanos. Todos los animales deben andar desnudos.
Cuando Campeón oyó esto, fue a buscar el sombrerito de paja que usaba en verano para evitar que las moscas entraran en sus oídos y lo tiró al fuego junto a las demás cosas. En muy poco tiempo los animales destruyeron todo lo que les recordara al señor Jones. Napoleón, entonces, los hizo dirigirse nuevamente a la barraca de las provisiones y repartió una doble ración de maíz para cada uno y dos bizcochos para cada perro. Luego cantaron Bestias de Inglaterra siete veces seguidas de principio a fin; después de eso se acomodaron para pasar la noche y durmieron como nunca antes lo habían hecho.
Despertaron de madrugada como de costumbre, pero al recordar de pronto el glorioso suceso del día anterior, salieron corriendo todos juntos hacia la pradera. Casi al comienzo de esta había una loma desde donde se podía observar toda la granja. Los animales corrieron hacia la cima y desde allí miraron a su alrededor en la clara luz de la mañana. ¡Sí! Les pertenecía...¡todo lo que veían era suyo! Extasiados por esa realidad, retozaban, daban volteretas y brincaban con gran excitación. Se revolcaban en la hierba cubierta de rocío y arrancaban bocados del exquisito pasto del verano, levantaban terrones de negra tierra con sus cascos y se solazaban en su exuberante aroma. Luego realizaron una visita de inspección por toda la granja y recorrieron con la mirada las tierras de labranza, el campo de heno, el huerto, el estanque, los matorrales. Era como si nunca hubiesen visto antes esos lugares, e incluso ahora, apenas podían creer que todo eso les pertenecía.
Después volvieron ordenadamente hacia los establos y se detuvieron en silencio frente a la puerta de la casa patronal. También era de ellos ahora, pero sentían temor de entrar. Luego de un momento, sin embargo, Bola de Nieve y Napoleón abrieron la puerta empujándola con sus hombros y los animales desfilaron hacia el interior, caminando con gran cuidado por temor a pasar a llevar algún objeto. Recorrieron en puntas de pies todas la habitaciones, temerosos de emitir cualquier sonido que no fuera un susurro y contemplando con profunda admiración los increíbles lujos, las camas con sus colchones de plumas, los espejos, el sofá de crin, la alfombra belga, la litografía de la reina Victoria sobre la chimenea del salón.
Cuando bajaban las escaleras se descubrió que