Memorias de una niña Alba. Bruna Faro
tirándolos hacia abajo para que le tocaran los zapatos.
Mi mamá dio un paso adelante para tocar la puerta. No hubo contestación, así que golpeó de nuevo y esperamos. En ese pequeño lapso en donde quedé libre de su mano, pensé en correr. Perderme. Huir… pero me acordé de que mi hermana quedaría sola en ese lugar y me arrepentí. También me acordé de lo bueno que mi mamá me había contado acerca de la que sería nuestra nueva casa, que ya no tendríamos hambre. Tendríamos ropa de nuestra talla. Tendríamos una cama, cada una, para dormir. No tener hambre era lo que más me seducía.
De pronto la puerta se abrió. Detrás de ella apareció una monja de cara redonda y colorada. Me dio risa su apariencia, aunque solo sonreí en mis pensamientos.
Nos miró fijamente. Primero a mi mamá, luego a mi hermana y por último a mí.
—¿Usted es la señora Elena? —dijo, dirigiéndose a mi mamá.
—Sí. Hola, vengo a dejar a mis hijas.
—Pasen, las estamos esperando.
Mi mamá nos miró, nos sonrió y nos animó a entrar. Di un vistazo al pasillo oscuro detrás de la puerta y luego a la monja, que nos miraba angelicalmente. Me solté del brazo de mi mamá y tomé la mano de mi hermanita.
Subimos los escalones sin mencionar palabra. Nos adentramos al interminable pasillo lleno de puertas. La monja caminaba delante de nosotras, guiándonos a algún lugar en donde nos esperaban. No miré a mi mamá en todo el trayecto, pero caminaba detrás de nosotras, pues podía oír el fuerte eco de sus pasos.
Finalmente, la monja se detuvo en una de las puertas. Se apresuró a abrirla y nos invitó a pasar. La luz que salía de la habitación iluminó el pasillo. Tras el escritorio, sentada, otra monja nos miraba severamente a cada una. Avanzamos tomadas de la mano, mi hermana y yo. Nos acomodamos a un costado de la puerta, pegadas a la pared. Luego entró mi mamá y la monja que nos había recibido cerró la puerta tras ella.
—Buenas tardes, soy Elena —dijo mi mamá dando un paso hacia adelante y estirando la mano.
La monja se paró y le tendió la mano de vuelta.
—Buenas tardes, soy sor Soledad, la directora del hogar.
Se dirigió hacia nosotras, aún petrificadas en la pared.
—Y ustedes son Aurora y Margarita. —Se situó a nuestra altura, nos dio la mano a cada una—. Bienvenidas.
Tras el saludo, sentí un leve relajo en los hombros de Margarita. Volví a tomar su mano y ella me dedicó una mirada nerviosa.
—Vamo' a estar bien —le dije.
—Tengo miedo.
—Vamo' a estar juntas.
Me concentré en escuchar lo que sor Soledad hablaba con mi mamá. La primera le explicaba las reglas del hogar, horarios de visita y cómo nos acomodarían en el espacio.
—Y ahora la hermana Carmen les mostrará el lugar para que se sientan más cómodas.
La puerta se abrió y la monja que nos recibió, la hermana Carmen, nos invitó a seguirla. Las tres salimos tras ella y mi mamá se dio vuelta tras el llamado de sor Soledad.
—Pase por acá antes de irse, debe terminar de firmar unos documentos.
Seguimos avanzando por el pasillo. La hermana Carmen se detuvo frente a una gran puerta doble.
—Este es el comedor, vengan a conocerlo.
Avanzamos rápidamente y descubrimos una gran sala amarillo pálido, llena de mesas organizadas de cuatro en cuatro y rodeadas por sillas. A simple vista podría haber asegurado que eran unos cuarenta grupos, aunque a esa edad, para mí, solo era un montón de mesas. En la pared del fondo una puerta que, seguramente, conducía a la cocina, y al lado una gran ventana con un mesón recibidor.
Margarita avanzó unos pasos para tocar el borde de una de las mesas. Seguro tiene hambre, pensé, no había desayuno en nuestra casa, como era costumbre. Se me apretó el estómago al recordarlo, quise acercarme con la intención de consolarla, sin embargo, sentí vergüenza de que se enteraran de que no habíamos comido.
—Margarita, vamos a conocer las piezas —le dije con entusiasmo.
—Se dice los dormitorios —me corrigió la hermana Carmen.
—Disculpe, dormitorios.
Tomé a mi hermanita de la mano y la saqué del comedor. Llegamos al final del pasillo y doblamos hacia una escalera a mano derecha. Me preguntaba por qué todo era tan lúgubre. Subimos los escalones de una estrecha escalera. De las paredes colgaban fotos de curas y monjas en tiempos pasados.
Nos detuvimos en el tercer piso. Las tablas crujieron a nuestros pies. El suelo era de una madera oscura que nada ayudaba en dar luz al ambiente. El espacio era de unos tres por cuatro metros. Había dos puertas frente a la escalera y una a cada lado de ésta.
—La puerta que está al final del pasillo a la derecha es el baño, deben pedir permiso cada vez que necesiten ir —dijo la hermana Carmen—. Estas dos puertas del frente están prohibidas. La de mano derecha es la biblioteca, sala de estar y lugar de estudio, y la de la izquierda es la oficina de la hermana que esté de turno. Y, finalmente, este es el dormitorio —concluyó, abriendo la puerta a mano izquierda.
Margarita y yo nos asomamos con recelo. Lo que vimos nos maravilló. Camas de colores. Ordenadas. Limpias.
Miré a mi hermanita y tenía la misma cara de asombro que yo. El dormitorio era grande. La pared a mano derecha estaba llena de pequeñas ventanas, supuse serían las que se veían desde el frente del edificio. Bajo las ventanas, una fila interminable de camas. A los pies de estas, un pasillo que separaba a la primera fila de la segunda, luego otro pasillo que separaba a la segunda fila de la tercera. Pensé en cuántas camas habría. Por lo menos unas sesenta.
Margarita se atrevió a dar el primer paso. Corrió hacia una de las camas.
—¡Esta quiero yo, aquí voy a dormir! —Saltó varias veces y luego se acostó encima.
—Y yo quiero la de al lado, ¡qué lindas que son! —decía yo también con entusiasmo.
La hermana nos miraba y asentía a cada comentario. Mi mamá nos observaba y sonreía.
—Les dije que les iba a gustar, cada una tendrá su cama —nos comentó.
En ese instante no sabía si me encontraba feliz o triste. Nos quedaríamos a vivir ahí. Quedaríamos solas tal como se habían quedado nuestros hermanos el día anterior. Aún recordaba sus lágrimas cuando salieron de casa por la mañana. Sabían que no volverían. Aún sentía sus pequeñas manos tocando por última vez las nuestras, pero también se fueron con una esperanza. Tal como yo, como nosotras. Tener una cama, ropa y no sentir hambre. Me consolaba saber que ambos se acompañarían.
No sé cuánto tiempo había transcurrido desde nuestra llegada, pero mi mamá ya debía irse.
—Bueno, ya está todo claro y es tarde. La mamá tiene que irse —dijo la hermana.
—Vendré el fin de semana, estarán bien —aseveró mi mamá.
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Mi hermanita corrió a sus brazos. Trepó con su pequeño cuerpo de cuatro años por su torso. Se prendió a su cuello y lloró. No me atrevía a acercarme. No creí correcto que Margarita me viera débil, yo la cuidaría desde ese día en adelante. Le ordené a mis lágrimas no salir. Mi cuerpo temblaba ante la inminente soledad. Retrocedí y fijé la vista en otro punto. Me avergonzaba de mi debilidad. Ya era grande. O eso creía. Ya tenía siete años. Debía hacerme cargo, pero no pude. No pude sostenerme en pie. Mis ojos explotaron y me atreví a reclamar un cariño.
—Dime que no te vai a ir lejos. Dime que vai a volver —dije llorando. Los mocos me corrían hasta la boca y no me importaba. Me aferré al cuello de mi mamá y le rogué que no nos olvidara.
—No