Memorias de una niña Alba. Bruna Faro
un montoncito con ropa y regresaban al lado de sus camas a vestirse. Las que ya estaban listas iban saliendo de la habitación.
Rápidamente llegó mi turno. Cuando estuve frente a la monja, esta me miró y dijo.
—¿Se te pasó el llanto?
—Sí —dije tímidamente.
—Qué bueno. Vístete y después vas al baño de este piso, ese es el que debes ocupar ahora, y lávate la cara. Cuando estés lista baja al comedor a desayunar.
Contesté solo con un ademán de la cabeza y regresé a mi cubículo a vestirme. Desdoblé la ropa y me encontré con un pantalón de cotelé azul marino, una polera con mangas largas de color blanco, un sweater de lana amarillo y un par de calcetines. Me vestí rápidamente, todo me quedaba un poco grande, pero jamás había tenido ropa que me quedara completamente bien, jamás había elegido una prenda nueva en una tienda, así que poco me importaba que la ropa no fuese de mi talla. Me di cuenta de que no tenía zapatos. Salí de mi cubículo y por suerte la interna que me había hablado minutos antes aún se estaba poniendo la ropa. Fui hacia ella con timidez.
—Oye, no sé dónde están mis zapatos.
—Aquí no hay zapatos propios, te pasan cualquiera que te quede bueno. Solo las grandes tienen.
—¿Y adónde puedo pedir unos?
—Ahí, a la hermana —dijo, señalando a la monja que repartía la ropa.
Tragué el nudo que se me formó en la garganta y caminé hacia ella. No me salía la voz y opté por tocar su antebrazo con delicadeza. La hermana me fulminó con la mirada.
—¿Qué quieres? ¿No sabes hablar?
—No tengo zapatos —dije con un hilo de voz.
—No te escucho, habla más fuerte.
—No tengo zapatos —repetí.
—Saca del montón de allá —me indicó una montaña de zapatos que estaba detrás de una mesa.
Avancé hasta ahí y revolví en busca de algún par que me quedara bueno. Debo confesar que también traté de elegir los que más me gustaban, nunca había tenido la oportunidad de hacerlo y la variedad era harta. Y, aunque todos estaban usados y algo marcados, ninguno estaba roto. Elegí unos mocasines cafés, me los calcé y fui hasta el baño. Me situé junto al montón de niñas que esperaban un espacio en los lavamanos. Ninguna me integraba, pero tampoco me excluían. Algunos lavamanos se iban desocupando pero, cuando quería avanzar, algunas de ellas me retenían con sus cuerpos y decidí esperar hasta que nadie más tuviera que usarlos. Había solo una toalla que se iban pasando unas a otras y cuando todas acabaron y se fueron al comedor, me tocó el turno de usarla. Estaba tan mojada que de nada servía que la ocupase, así que estiré la manga de mi sweater y me sequé.
Me apresuré en bajar las escaleras para encontrarme con Margarita. Cuando llegué a su piso vi que aún salían niñas del baño, así que me asomé por la puerta y ahí estaba mi hermana, en una fila para secarse la cara con una toalla que les pasaba una monja. La voy a esperar en la escalera, pensé, ahí me quedé, en el primer escalón. La vi salir del baño sola y con la vista en el piso.
—¡Ey, Margarita! —dije casi en un susurro. Ella levantó la vista y corrió hacia mí.
—¡Hola! Te extrañé —pronunció, mientras las lágrimas comenzaron correr por sus mejillas.
—No llorí' po, ¿cómo dormiste? ¿Pelearon contigo? ¿Alguna monja te retó?
—Nadie me habló, pero me sacaron los pantalones y todas se rieron de mí. No tenía na calzones.
—¿Y la monja te retó?
—No.
—A mí también me sacaron los pantalones. Ahora vai a tener calzones todos los días. ¿Te gustó la cama?
—Sí.
—Vamos al comedor.
Bajamos de la mano las escaleras y entramos juntas al comedor. Las niñas aún estaban alborotadas y nadie se dio cuenta de que habíamos entrado, mejor para nosotras. Le indiqué a Margarita que se sentara en el mismo asiento que el día anterior y yo me dirigí a mi mesa.
—Oye, rucia, siéntate del otro lado —me dijo la misma interna que al parecer no le caía muy bien.
Me moví sin objetar del asiento. Recorrí el comedor con la mirada y reconocí a la hermana que nos había recibido el día anterior, la hermana Carmen, que con alegría repartía tazones de plástico a las niñas con algo adentro que imaginé sería leche. Otra monja tras ella repartía un pan a cada interna.
Llegó el turno de nuestra mesa y felizmente recibí mi tazón de leche y el pan que me ofrecían.
—¿Como dormiste? —me preguntó la monja que nos había recibido—. ¿Te gustó el hogar?
—Bien, sí —mentí.
—Come.
Asentí con la cabeza. Desenvolví el pan y lo abrí para saber qué tenía adentro. Por fin comería un pan con unto, pensé, y me llené de felicidad, pero el relleno era un raspado de mermelada que no alcancé a distinguir. No me gustaba el pan con mermelada, pero tenía tanta hambre que no me importaba. No levanté la vista hasta que mi pan se hubiera acabado y de la leche solo quedara el concho, que era intomable.
Todas las internas mayores se fueron al colegio que pertenecía al internado, y por este motivo estaba en el edificio de al lado. En el fondo del pasillo, frente a la escalera para subir a las habitaciones, había una puerta que conectaba directo con el patio techado del establecimiento. Yo tenía jornada de tarde. Aunque aún no sabía si seguiría en el mismo colegio que estaba o debía cambiarme al del internado.
La mañana pasó entre el aseo de los dormitorios y la sala de estudios. Las niñas ya no nos miraban con tanta curiosidad e, incluso, hubo algunas que hasta nos preguntaron el nombre.
Terminábamos de pintar caricaturas con Margarita en la sala de estudio —en donde estábamos siendo supervisadas por una hermana—, cuando la puerta se abrió para dejar paso a otra monja que desde el umbral se dispuso a gritar mi nombre. Me levanté y fui a su encuentro.
—Tú no vas a la escuela hoy —me dijo.
—¿Y por qué? —me atreví a preguntar.
—Porque aún no sabemos dónde se quedarán de forma definitiva, así que pueden volver a esta sala después de almorzar —dijo dando una vuelta para desaparecer tras la puerta.
Debo confesar que me sentí decepcionada y con pena. El patio de la escuela a la que asistía colindaba con el patio de mi casa, y tenía la esperanza de poder ver a mi mamá por encima de la pandereta. Tenía tantas cosas que decirle: que no me gustaba el hogar, que sentía miedo, que la echaba de menos, que no quería sacarme los calzones en frente de las niñas, que habíamos comido de noche y de mañana, que Margarita había llorado mucho, que no queríamos estar ahí, y, por sobre todo, que no nos olvidara.
El comedor estaba lleno otra vez. Las internas que habían asistido a clases durante la mañana habían vuelto, y las que debían ir a la escuela en la tarde estaban almorzando para poder marcharse.
Entre las hermanas y cocineras nos repartían las bandejas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando en el plato vi una empanada. Era indescriptible lo que sentí en ese momento. No sabía hacía cuánto tiempo no había comido una, o si había comido siquiera. La tomé con ambas manos y la llevé a mi nariz, quise disfrutar del aroma antes de comerla. Di el primer mordisco a la enorme empanada, sin embargo, el sabor que tenía era totalmente asqueroso. El relleno era una masa blanca y dura que no podía partir con los dientes. Tuve ganas de vomitar y escupí lo que había logrado arrancarle. Mis compañeras de mesa me miraron y sonrieron.
—Son empanadas rellenas con loco —me informó una de ellas.
—En mi casa las hacen