Memorias de una niña Alba. Bruna Faro

Memorias de una niña Alba - Bruna Faro


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      Margarita se aferró a mi cintura y lloraba desesperadamente al escuchar lo que pasaría. Sandra nos tomó del codo a cada una y nos empujó a la salida.

      —Oye, Karen, llévate a esta al segundo piso, la hermana dijo que le asignen una litera —dijo la interna, dirigiéndose a otra de las niñas—. Yo me llevo a esta otra pa’ cá.

      Margarita se apegaba a mí con más fuerza y lloraba, como si eso pudiera impedir que nos separaran. Yo la abracé sin intención de soltarla, pero nuestra lucha duró poco. Entre las dos adolescentes lograron separarnos y Karen desapareció con Margarita escalera abajo. Yo la escuchaba gritar, y lloraba al compás de sus lamentos. Traté de bajar las escaleras a su encuentro, pero sin darme cuenta, ya estaba siendo arrastrada al dormitorio. Me arrastré y pataleé lo más fuerte que pude para zafarme, hasta que sentí que casi me arrancaban el pelo.

      —¡Quédate callá, cabra weona, o te vuelvo a tirar el pelo! —me gritó Sandra.

      No reaccioné, solo abracé mi cuerpo y lloré. La joven me levantó del piso tirando de mi ropa y a empujones me introdujo en el dormitorio. Yo trataba de apagar mi llanto. Me escuchaba sollozar, gemir, sufrir, pero no podía controlar las lágrimas. Con el último empujón, me vi mirando la punta de unos zapatos que aparecían por debajo de un manto negro. Supe en seguida que era una monja. No levanté la vista. No me atrevía a mirar.

      —¿Cómo te llamas? Deja de llorar —ordenó la hermana.

      Mi llanto cargado de sollozos impedían que pudiera articular palabra.

      —Mírame cuando te hablo. Deja de llorar y dime cómo te llamas —volvió a exigir.

      Solo me quedé ahí, parada frente a ella sin poder hablarle ni mirarla. Mi cuerpo temblaba y el nudo en mi garganta crecía cada vez más.

      —Sácate los calzones altiro —espetó la monja.

      Yo no sabía si había escuchado bien. No quería sacarme los calzones. No fui capaz de moverme. Tampoco era consciente del lugar en donde estaba.

      —¡Sácate los calzones ahora! —gritó la monja al mismo tiempo en que golpeaba algo a su lado.

      Mi cuerpo saltó asustado y, por fin, pude levantar la vista. La nueva y desconocida hermana me miraba con ojos furiosos desde su altura. Rehuí su mirada y fui capaz de observar a mi alrededor. Me di cuenta de que al menos había unas treinta niñas mirándome. Todas estaban en una fila. Todas cubiertas tan solo con un calzón. Posé la vista a mi costado izquierdo y divisé una pila de calzones. Luego miré otra vez a la monja, que esperaba impaciente que hiciera lo que me había ordenado.

      —Todos los días, después de lavarse los dientes, deben hacer una fila justo aquí —dijo señalando el lugar donde estaba parada—. Todas sin ropa. Dejas tu calzón sucio en el montón de ahí. —Indicó el montón de ropa interior que ya había visto—. Y yo les voy pasando uno limpio. Cuando te lo pongas, te cambias a la fila del lado y te pasarán una camisa de dormir. ¿Escuchaste?

      Yo trataba de asimilar lo que me decía. Pensé en que no quería sacarme el calzón delante de todas las niñas. En ese momento, la única palabra que se me ocurría era vergüenza. Volví a mirar a la monja. No sé qué expresión tenía mi rostro. Debió haber sido de gran desconcierto, porque la mujer me arrancó los brazos con fuerza del pecho, con rabia tiró de mi polerón hasta dejarme desnuda la parte de arriba. Yo sollozaba y trataba de taparme. Se agachó a mi altura y bruscamente me desabrochó el botón del pantalón, los bajó hasta mis tobillos y me ordenó levantar los pies. Cuando ya me tenía casi desnuda, jaló de mi ropa interior hasta el piso y nuevamente tuve que levantar un pie y luego el otro. Trataba de cubrirme los genitales para que el resto de las internas no me vieran. La monja me tiró un calzón que tomé con rapidez y me lo calcé. Una vez cubierta, me tomó del codo y me ordenó que avanzara hasta la otra fila. Caminé encorvada, tratando de cubrir mi torso. Avergonzada. Herida. Con miedo. Me situé al final de la fila mirando al piso y avanzaba cuando veía alejarse los pies de la niña que estaba delante de mí. Sentía las miradas de mis nuevas compañeras cuando pasaban a mi lado. Yo las miraba de reojo por detrás de la neblina que formaban mis propias lágrimas.

      Cuando por fin llegó mi turno, tomé con rapidez la camisa pijama que me tendió una de las niñas grandes y me la puse de prisa. Caminé hasta ponerme a su lado porque no sabía dónde debía ir.

      Desde ahí tuve mejor vista hacia el dormitorio. Era el mismo que habíamos conocido durante nuestra llegada. Todas las internas me miraban y se susurraban cosas en el oído.

      —Que ocupe la última litera —le indicó la hermana a la joven que me entregó el pijama.

      La niña me tomó suavemente del hombro y me condujo hasta la última litera a mano derecha, justo al lado de las ventanas. Cuando estuvimos a los pies de la cama, ella me cedió el paso.

      —Tu cama será la de arriba, puedes subir por ahí —dijo, mostrándome una pequeña escalera al costado de la litera.

      Yo respondí con un movimiento de cabeza y subí rápidamente. La niña se marchó y quedé sentada encima de mi nueva cama. No me di cuenta de si en la parte de abajo de la litera había alguien más, no me atreví a mirar. Desde mi lugar podía ver la hilera de camas que estaban frente a mí. Algunas de mis compañeras me dedicaban miradas y apartaban la vista cuando yo las miraba.

      —Acuéstense todas y a dormir —mandó la voz de la monja.

      Levanté las frazadas y me tapé. Me sentí protegida, como si debajo de las sábanas nada ni nadie hubiese podido dañarme. Pensé en Margarita, imaginé que debió haberlo pasado peor, pues ella no llevaba ropa interior. Su vergüenza debió haberse multiplicado por mil. De pronto la luz se apagó y el murmullo cesó de golpe. Desde pequeña temía a la oscuridad y mi cuerpo comenzó a temblar de miedo. Mis lágrimas volvieron a brotar y ahogué mis gemidos con la almohada. Vi un rayo de luz reflejado en la pared y seguí su recorrido para saber de dónde provenía. Mi alegría fue inmensa cuando me di cuenta de que detrás de mi cabecera había una ventana. Descubrí temblorosa el brazo y corrí un poco la cortina para dejar entrar la luz.

      No sé cuanto tiempo miré el foco de la calle. Tampoco cuánto tiempo lloré y me tragué las lágrimas y los mocos que corrían hasta mi boca, pero, después de pensar en Margarita, en mi mamá, en el nuevo hogar en que me encontraba, me dormí. No recuerdo si soñé, pero dormí, y dormida ya no podía llorar.

       6

      Un fuerte grito me despertó en la mañana siguiente. Una voz femenina, pero adolescente nos despertaba a viva voz. Abrí los ojos de golpe y me asusté al no saber dónde me encontraba. Miré el techo que estaba a escasos centímetros de mí y luego hacia los pies de la cama. Me encontré con un montón de niñas moviéndose en sus camas y recordé dónde estaba. Afuera aún era de noche, pero todas las internas comenzaban a levantarse. Se quitaban los camisones y caminaban hacia la entrada de la gran habitación. Me bajé del segundo piso de mi litera y salí al pasillo para ver a qué lugar tenía que ir. Todas se arremolinaban en una fila solo en ropa interior. El frío se hacía sentir, pues estábamos en junio.

      —Sácate el pijama y ponte a la fila —me indicó una de las niñas con amabilidad.

      —¿Y para qué es la fila? —pregunté.

      —Pa que nos pasen la ropa.

      —Pero es de noche.

      —Siempre nos levantamos de noche.

      —Tengo frío.

      —Tení' que sacártela no más o la superiora se va a enojar.

      —¿Quién?

      —La superiora, ¿no la conocí'?

      —No.

      —Es la directora y nos castiga si no obedecemos.

      —Ah, ayer la conocí.

      —Apúrate mejor —dijo la


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