Memorias de una niña Alba. Bruna Faro

Memorias de una niña Alba - Bruna Faro


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sacan del mar. Ya estamos acostumbradas a comerlo.

      —Es mala esta cuestión —dije arrugando la nariz.

      —Pero tení' que comértela toa no má. O si no te van a castigar y si vomitai, el castigo es peor.

      Comencé a sacarle la masa a la empanada dejando el relleno a un costado. Jamás había oído hablar del loco. Trataba de imaginarme qué tipo de pescado era. Miré a Margarita, quien no tenía problemas para comerse la suya.

      Las monjas pasaron retirando las bandejas y entregando los postres. Pensé que había pasado desapercibida, pero estuve sentada sola en el comedor unas tres horas, hasta que acabé mi empanada. Cuando terminé, me llené de alivio y felicidad, porque tocaba el postre, pero no hubo, ese era el castigo.

      Después de la cena vino el baño. Había cinco duchas, y la cantidad de internas en ese piso, superaba con creces ese número. Éramos, por lo menos, treinta niñas. Así que la espera era larga. Llegó mi turno y la monja que nos supervisaba, me ordenó que me desnudara y dejara en el montón que estaba en el pasillo la ropa sucia. Me desvestí lentamente, mientras mis compañeras hacían lo mismo. No quise levantar la vista para que no pensaran que las estaba mirando. Mis mejillas se encendieron como tomates y avancé lentamente hacia el tercer cubículo.

      Podía ver el vapor que empañaba los vidrios y me puse bajo el chorro de agua tibia que salía de la ducha. Me sentía tan feliz. No sabía en cuánto tiempo no me bañaba con agua así. En mi casa debía aguantarme el agua fría, y generalmente nos bañábamos por partes con agua acumulada en una fuente. Las únicas veces que disfrutaba del agua caliente era en casa de mi abuela.

      —Asomen sus cabezas por el borde para el champú —dijo la monja.

      Miré hacia los cubículos vecinos. Desde cada uno se veían las cabezas de las niñas y la monja avanzaba echándoles una por una. También me pusieron a mí.

      —Con la misma espuma del champú se lavan el cuerpo. Se apuran, hay más esperando —nos indicó la hermana.

      Me refregué el pelo con energía y también el cuerpo.

      —¡Corten el agua y vayan saliendo! —gritó la monja.

      Cerré con pesar la llave y salí al exterior. Mis poros se marcaron con el frío. La monja nos entregó una toalla a cada una. Me cubrí rápidamente y fui secando mi cuerpo. Las niñas comenzaron a salir del baño, envueltas en sus toallas y yo hice lo mismo. En el dormitorio, nos secamos en la entrada e íbamos dejando las toallas mojadas en una montaña en el suelo. Nos poníamos en la fila de los calzones y después en la de los pijamas.

      Tuve mi calzón con mi pijama y me fui a meter debajo de mis frazadas. El frío era casi insoportable, aunque yo ya estaba acostumbrada. En mi casa no había calefacción.

      Las luces se apagaron y acurrucada bajo mis sábanas, me dormí.

       7

      Pasó la semana y no fuimos a la escuela ningún día. Algunas niñas se marcharon con sus familias el día viernes, y felices se despedían diciendo que volverían hasta el día domingo. El día sábado nos despertaron más tarde. Por lo menos ya había luz. Como todos los días, avancé hacia la fila de la ropa y me sorprendí al desdoblar el montón. En él había un vestido rosado, una polera con mangas largas, unas pantis de lana blanca, un chaleco y unos calcetines blancos con adornos. Todo parecía muy elegante. Me vestí rápidamente para alcanzar a elegir un par de zapatos que combinaran con el vestido, antes de que se acabaran los mejores. Salí de mi cubículo y me sorprendí cuando vi a todas las niñas vestidas casi igual. O al menos, así lo veía yo. Todas tenían vestidos y calcetines elegantes.

      —¿Oye, por qué nos vestimos así hoy? —le pregunté a mi compañera de al lado.

      —Porque es sábado y es día de visita, así nos encuentran bien vestidas —explicó encogiéndose de hombros.

      En ese momento lo recordé. Era sábado. Mi corazón se llenó de alegría. Mi rostro se iluminó con una sonrisa. Mi cuerpo comenzó a tiritar de nervios. Ese día íbamos a ver a nuestra mamá. Recordaba perfectamente que dijo que iría de visitas.

      Corrí hasta el montón de zapatos y busqué hasta que encontré los adecuados. Quería estar hermosa cuando ella me viera. Fui al baño. Me lavé. Me peiné con más dedicación. Me miré centenares de veces al espejo y bajé a esperar a Margarita en la escalera.

      Cuando la vi aparecer, comprobé que a ella también la habían vestido para la ocasión. Su vestido era blanco lo que hacía resaltar su piel morena y su abundante pelo oscuro. Era tan pequeña. Sus cortos brazos regordetes, parecían más rellenos.

      —¡Ey! ¡Hoy viene la mamá! —dije con una gran sonrisa.

      —¿De verdad? —dijo mostrando sus dientes.

      —¡Sí! ¡De verdad!

      —¿Le vamos a decir que nos lleve de vuelta?

      —No sé.

      —¡Yo le quiero decir! —dijo Margarita, dando un golpe al suelo con el pie.

      —Bueno, le vamos a decir.

      Bajamos al comedor y nos acomodamos en nuestros asientos para desayunar.

      Ya estábamos en la sala común, el corazón nos latía más a prisa cada vez que se abría la puerta y llamaban a la interna a la cual iban a visitar. La niña salía de la sala y yo imaginaba que se dirigían a algún salón de visitas.

      No sé cuánto rato llevábamos esperando, aunque debió ser harto, porque las hojas que habíamos tomado para dibujar y pasar el rato, ya se habían hecho un montón. Pronto llegó la hora del almuerzo y algunas niñas entraban al comedor acompañadas de sus mamás o papás y se sentaban con ellas a almorzar. Después de comer, decidimos no subir a la sala común. Nos quedamos sentadas en la escalera que unía el primer piso con el segundo. Así cuando la mamá llegara, todo sería más rápido.

      Para entretenernos, jugamos a la payaya. Era básicamente un juego con piedras y consistía en hacer piruetas con las manos, sosteniendo las piedras sin dejarlas caer. No éramos tan diestras como el resto de las niñas, sin embargo, repetimos el juego, hasta el nivel que sabíamos, unas quince veces. Subimos tres al baño. Dimos veintitrés vueltas completas desde el principio del pasillo hasta el final. Vimos subir a muchas niñas con sus familias por las escaleras y debimos dejar el paso. Jugamos a la escondida. Nos abrazamos aburridas. Margarita me preguntó una infinidad de veces si ella llegaría. Fuimos dos veces a la sala común a dibujar.

      Sentadas en el suelo al final del pasillo, fuimos testigos de cómo se iban despidiendo las niñas de sus familias. A algunas les dejaban una bolsita con sabe qué adentro. Otras recibían monedas que guardaban en sus bolsillos. Muchas lloraron en el último abrazo y no fue hasta ese momento en que me di cuenta de que ella no llegaría. Ahí, sentadas en el suelo, abracé a mi hermanita y lloré. Ambas lloramos. Recordé a mis hermanos. Quería verlos, pero sobre todo, quería ver a mi mamá.

      Algunas niñas pasaban y nos consolaban. Otras nos preguntaban por qué llorábamos. Los ojos me dolían. Margarita sollozaba. Hasta que fuimos conscientes que debíamos ir a cenar. Levanté a mi hermana del suelo. Limpié su rostro y sequé sus lágrimas. También las mías y avanzamos al comedor.

      —A la rucia no la vinieron na a ver —dijo riendo la misma interna de siempre.

      —No la molestí', Sandra —dijo en mi defensa mi vecina de litera.

      —Si es la verdá po. Tiene los ojos hinchaos de tanto llorar, la chola también —dijo apuntando a Margarita.

      Bajé la vista y me encontré con mi plato. Cada cucharada de comida se hacía más salada junto a mis lágrimas. Tragaba con dificultad y con la manga de mi elegante chaleco me limpiaba los mocos. Ese día me desvelé. Tantas preguntas rondaban en mi cabeza. ¿Se habría olvidado que era sábado? ¿Estaría enferma? ¿Mi papá


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