Habitat. Ana Goffin
quizá menos. No tenemos idea. No sabemos nada. Es tan emocionante que todo el cuerpo me tirita.
A lo largo de mi infancia he desarrollado una suerte de veneración al abuelo Víctor, una especie de subsidio paterno que no ha compensado nunca –tan sólo en un aspecto lejanamente espiritual, y ya en la adultez– el profundo abismo que ha significado para mí la ruptura de relaciones con mi padre. Es esa misma veneración que hace que, en las situaciones más trascendentales de mi vida, le pida milagritos, como si fuese un santo. Lo vengo haciendo desde que llegué a Europa, y no puedo decir que no haya servido. O es eso, o es la intensa lluvia de oraciones que mandó a rezar por mí la tía Conchito, oraciones que, por más agnóstico que me declare, no puedo negar que, en algo, han de haber funcionado.
Con esto de mi vigésimo sexto cumpleaños, Raffaella se ha adelantado a todos y me ha llenado de ropa para este invierno. Me trata mejor de lo que me han tratado mis tías Marta e Ivonne que, después de recibirme con una serie de peros, me han lanzado a la calle. Claro que no se lo he contado a la abuela. Será para que se le suba la presión. Tampoco he recibido respuesta de la tía Marta. Los 200 euros de la cuenta telefónica le revelaron la criatura aprovechadora que soy en verdad.
He insistido con la tía Ivonne para que me mande la maleta directamente a Chiavari, a casa de Federica. No es que la necesite con urgencia, pero me gustaría recuperar la camperita de aviador de cuero marrón que compré en ese mercadillo de San Telmo; más que todo por un valor sentimental; claro, un valor sentimental que asciende a 700 pesos argentinos. Cuando me la pongo me viene inmediatamente a la cabeza la caminata que hice desde San Telmo hasta La Boca con la rubia de Eline Jansens. No sé nada de ella. Sé que vive en Buenos Aires, sólo eso. Estaba loca por Buenos Aires. Yo también estaba loco por Buenos Aires.
[ II ]
Mi alma borracha de sangría es más triste que todos mis cumpleaños juntos. La he pasado acompañado; he comido como un cerdo; he tenido la torta de chocolate de todos los santos años; he recibido regalos –más ropa para el invierno y un libro–; también algunos saludos –a la distancia–; he sido empachado y agasajado de una manera que, ciertamente, no merezco. Pero ha sido triste, lejano.
El jueves pasado empecé a trabajar como externo para un restaurante en Milán. Es un restaurante lindo, cerca al Naviglio Pavese. En la zona hay muchos bares y pubs. Los alrededores bullen de personas entre las horas del almuerzo y la cena. He ido con Federica y la he presentado como mi fotógrafa. Llegamos tras una caminata de casi 40 minutos desde la estación central. Hemos querido caminar. Ha sido agradable. El clima era óptimo. También he recibido mi primera paga por adelantado. Una microscópica gota de orgullo profesional me ha brotado de la frente. Lo primero que hicimos fue comprar dos cervezas en un pequeño bar cerca de Le colonne di San Lorenzo. Después fuimos a la Feltrinelli de la galería Vittorio Emanuele. Tienen un anaquel entero con libros en español. Generalmente las secciones de libros en lengua extranjera exhiben una colección paupérrima, casi siempre con nombres como Allende y Carlos Ruiz Zafón. Este anaquel, sin embargo, estaba muy nutrido de títulos. Tenía, incluso, a contemporáneos como Houellebecq; y a contemporáneos italianos como Ammaniti. Para otra oportunidad…
Raffaella acaba de llamar. Jvanna viene a Reppia el próximo lunes. Uno de los once residentes se ha mudado al cementerio y deberá asistir a la ceremonia.
[ III ]
Es un día hermoso. El sol ha venido desde temprano, fresco, radiante, iluminándolo todo. Todo luce más verde, más rocoso; la madera luce más añeja. La luz solar cae en diagonal desde las cimas de todas las montañas que cubren Reppia. Ayer, antes de irnos a dormir, hemos visto el cielo, Federica y yo. Hemos abierto la escotilla empañada de la mansarda y nos hemos quedado mirándolo: azabache, adiamantado, brillantísimo, como salpicado de azúcar. “Con este cielo, así hermoso, es imposible tenerle miedo a la muerte”, dije. “È proprio per questo che devi trovare delle cose belle, amore”.
Los tiempos duros empezaron con el despido de mi papá. Manufacturera de Papeles y Cartones del Perú –mpc del Perú– fue vendida y dejaron en la calle a casi todo el personal. La noticia nos cayó como un baldazo de agua fría. Había ya rumores de la venta de la empresa, pero no imaginamos que mi padre sería también lanzado a la calle, sobre todo por la buena relación que tenía con los hermanos Rubinni. No obstante, mi padre llevó la mala noticia a casa con tintes de esperanza. Hizo bien, debo reconocerlo. No se alarmó. No nos alarmó. Nos aseguró que era lo mejor que podía suceder. Con el tiempo he comprendido que era lo mejor que pudo sucederle a él. Su despido significó la primera ruptura con nosotros. Aunque nosotros nada tuviésemos que ver con mpc del Perú.
El plan de mi papá, luego del despido, fue cobrar la indemnización y empezar un negocio propio en el sector gastronómico, un negocio de catering, para ser precisos. No era para nada una mala idea. Su indemnización era lo suficientemente abultada como para empezar ese y cualquier otro proyecto.
[ IV ]
Apenas 60 días juntos y siento como si hubiésemos convivido años enteros, décadas. Es una chica estupenda. Por las mañanas, cuando ella se levanta primero –usualmente lo hago yo–, me calienta una taza de leche, y deja sobre la mesa del comedor el vasito con jugo de naranja y el paquete de biscotti. Así, cuando me levanto viscoso –como un molusco, lleno de pesadez y de catarro– me arrastro directamente a engullir lo que ella me ha acomodado.
También he tenido otro episodio de ataque de pánico. Ocurren generalmente en las noches. Todos los miedos arriban y se conjuran en la oscuridad. Para afrontarlo, he tenido que rezar. Le he pedido al abuelo Víctor que me deje ver nuevamente la luz del día. Y he rezado el Padre Nuestro y el Ave María repitiéndolos una y otra vez como una letanía macabra, invocando el sueño profundo. Así, si moría, morirme bien dormido.
La aventura empresarial de mi padre empezó exactamente aquel día en que se apareció por la casa coreando el nombre de su empresa: vh Gourmet. Servicios de Catering. Menudo nombre se había escogido. Pero no sólo eso, parecía que aquel día mi padre había salido apenas de un baño chamánico de florecimiento. Le dijo a mi madre una de las cosas más lindas que jamás escuché en sus doce años de matrimonio: “Quiero que renuncies a tu trabajo”.
Sabíamos todos que mi madre odiaba su trabajo, y nos dolía verla levantarse tan temprano todos los días, cumplir con su rol de madre y con su rol de trabajadora del Estado –de un estado de mierda, claro–. Nos dolía verla caminar hacia la avenida San Felipe –a veces tomaba una combi desde la Brasil hasta el óvalo– y esperar allí, –algunas mañanas con llovizna, otras con neblina– una cochina y destartalada combi para llegar hasta la avenida San Luis y tener que caminar nuevamente unos 15 o 20 minutos hasta el c.e.i. 123, en la avenida del Aire.
Mi madre se lo pensó dos veces, claro. Renunciar, así como así, no era muy sensato. Y bueno, acordaron que una licencia de un año era lo más seguro. Nadie se imaginaba que ese año sería uno de los peores años de nuestras vidas.
Habían pasado ya unos meses y la empresa de mi padre no arrancaba del todo, sin embargo, aquello no parecía pretexto para escatimar en gastos, sino todo lo contrario. Tenía ya alquilada una pequeña oficina cerca de la Plaza Bolívar –en el centro de Lima– en un edificio rojo y viejo, sucio. También había mandado a hacer unas ridículas tarjetas de presentación con fondo blanco y un logo que parecía diseñado por un niño de seis años borracho.
Visité la oficina un par de veces. La compartía con otro señor que, según mi padre, también iniciaba su negocio propio, pero que nunca lo vi, nunca lo vimos. Miento… La primera oficina que alquiló quedaba a unas pocas cuadras de la iglesia de las Nazarenas, en un jirón no sé cuántos. Esta oficina la visité también un par de veces. De ella tengo un miserable recuerdo con el tío Beto, posiblemente el más miserable de todos los hermanos de mi padre –el más pobrete, el más derrotado en términos económicos–. Usaba el teléfono de la oficina para llamar, seguramente, a los pocos clientes de la imprenta que aún le quedaban. Hizo unas tres llamadas mendigando algún trabajito. Luego colgó el teléfono sonriéndonos con la palabra “fracaso” estampada en la cara. Nadie necesitaba los obsoletos servicios gráficos del pobretón del tío Beto. Es más,